jueves, 23 de octubre de 2014

Unos días en Galicia

Autor: Antonio Cobos


La nube rebasó la montaña y en unos instantes una espesa niebla bajó hacia el espléndido prado, verde y húmedo, en el que jugábamos mi hermana y yo. Habían pasado cinco años escasos desde que aquel parto gemelar, nos abocó al mundo. Mi abuela, a unos metros de distancia, nos gritó que fuéramos corriendo hasta el camino apenas se dio cuenta de la rápida pérdida de visibilidad. Ella también corrió aproximándose a nosotras y, a pesar de su edad, llegamos casi simultáneamente a la senda que nos había conducido hasta aquel tranquilo y esplendoroso lugar. Sólo unos  minutos antes, el sol iluminaba la ladera verdosa y el prado cantaba de alegría, salpicado de flores. Sin embargo, en aquellos momentos todo lo que sobrepasaba la distancia de un metro se divisaba con gran dificultad .

Mi abuelo se había marchado al pueblo, con mis padres, para hacer la compra de una larga de alimentos y no tener la obligación de bajar a adquirir productos cada día. Mis abuelos habían alquilado una casita rural y nos habían invitado a mis padres y a nosotras a pasar unos días con ellos. A mi padre y a mi abuelo les encantaba la montaña, y desde pequeñitas, nos habían paseado por los bellos parajes que solían explorar. La abuela, amante también de la naturaleza, decidió darse un paseo con nosotras dos, para ir reconociendo el terreno en el nos íbamos a mover y desenvolver durante los siguientes días.

Pegadas a las piernas de nuestra abuela, emprendimos el camino de vuelta, caminando muy despacio, para no perder las trazas de una senda que difícilmente se adivinaba entre las minúsculas gotitas de agua que iban impregnando nuestro pelo y nuestras ropas. Llegamos a una bifurcación del camino al que nosotras no habíamos prestado atención con anterioridad. Mi abuela dudó y parecía preocupada. Nos dijo que paráramos allí y las dos nos pusimos en cuclillas, viendo como nuestra abuela se alejaba un par de metros en una de las dos direcciones, se daba la vuelta y se venía hacia nosotras. Repitió lo mismo con el otro camino y tomó una decisión: ‘Vinimos por aquí’.

Cogimos el camino que bajaba y las tres íbamos calladas y un poco sobrecogidas por el silencio. La niebla comenzó a aclararse poco a poco y cada vez percibíamos mejor lo que nos iba apareciendo a nuestro alrededor. A los pocos minutos la voz de nuestra abuela nos hizo saltar de alegría: ‘Ahí está nuestra casa’. Desapareció el miedo, y el alivio, nos hizo inundar de nuevo el lugar con carreras y risas.

Cuando entramos en aquella construcción de piedra, con la puerta y las ventanas verdes, íbamos empapadas como si nos hubiéramos duchado con la ropa puesta. La abuela nos dio toallas para secarnos y nos facilitó prendas limpias y secas. Después de ayudarnos a vestirnos, se alejó para secarse el pelo y cambiarse su ropa mojada. Fue entonces cuando mi hermana me dijo: ‘¡Qué sabia es nuestra abuela!’

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