domingo, 23 de marzo de 2014

La granjera

Autora: María Gutiérrez

Me llamo Nora y soy una granjera de los pies a la cabeza. Todos los días me levanto muy temprano con el kikiriki del gallo que me sirve de despertador y después de asearme, me dispongo a desayunar en compañía de mi querido gato Lolo que se ha convertido en mi mascota y en mi sombra ya que en todo el día, no se separa de mí. Es bastante dócil y lo tengo bien enseñado, mientras preparo el café y las tostadas se vienen siempre a mi lado y la verdad como se despierta con mejor humor que yo, consigue que se me contagie y se gana algo de alimento. Se ha acostumbrado a esto y es un comilón compulsivo pasando de estar durmiendo enroscado como una bola a despertarse de un salto en cuanto huele algo de comida y viene corriendo a ver si me apiado de él y le doy algo. Es muy educado y me da las gracias a su manera dándome con la patita.

Cuando me ve cansada como ve veis en estos momentos, se queda quieto como de porcelana para no agobiarme. Lo tengo también reteque acostumbrado a  que no salte donde no debe dentro de la casa, se conforma con hacerlo subiéndose a los árboles, a las tapias.

Antes de empezar la jornada me recojo el pelo con la pañaleta para estar más cómoda y ligera. Como está llegando la primavera, prefiero ponerme mejor vestido que pantalones y empiezo mi trabajo que no es poco. Suelo ir primero al gallinero en donde las gallinas y el gallo y algún que otro pavo, me reciben muy contentos y todos listos para comer. Paso después a las madrigueras y al echar la hierba fresca y tierna, todos los conejos salen de su escondite para devorarla. Hoy he cogido uno que me ha parecido que estaba bastante criado y lo voy a preparar para el medio día con arroz, que es como más me gusta.

Cuando acabo de arreglar a todos los animales, recojo la hortaliza que necesito para hacer la comida y la pongo en mi cesta y ya me veis lo seria que estoy a estas horas. Parece que se lo he contagiado al gato, el pobre animal al verme con el conejo bien amarrado no se fía de mi ni un pelo.

Como he comentado el invierno ya se ha marchado y el sol empieza a calentar y mirad como me ha dejado las mejillas, encendidas. La mañana ha sido como siempre bastante intensa y el cansancio se acusa por todo el cuerpo, sobre todo por lo pies, que a estas horas ya no me caben ni los zapatos de los hinchados que están.

La vida la suelo hacer casi en la cocina que como veréis no tiene nada de extraordinaria, más bien abstracta y desproporcionada, como le ocurre a la lámpara que llega hasta el suelo, el reloj fuera de lugar, el paño de cocina luciéndose como si fuera un tesoro y el suelo bastante oscuro para mi gusto pero la verdad es que hace juego con pared y es bastante agradecido para la limpieza. La chimenea es de gran utilidad ya que en invierno hasta cocino en ella pero ahora con el buen tiempo, prefiero la hornilla tradicional.

viernes, 21 de marzo de 2014

Monólogo de una granjera catalana

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


   ¡Ay, virgencita de Montserrat, qué cansada estoy! Esto no es vida. Se me han hinchado los pies, me siento agobiada, siempre afanando, trabajando sin tregua; las estaciones del año se me vienen encima antes de que me dé cuenta; mis hijos me hablan de la próxima Navidad, cuando yo pienso que aún es otoño; me abrigo para ir al mercado y la gente me mira con extrañeza porque ya es primavera.

   Empiezo mis faenas antes de que salga el sol y cuando me acuesto, después de echarles de comer a las vacas, son casi las doce de la noche.


   ¡Buena la hice el día que me casé con el Pascual! ¿Por qué me enamoré de un hombre tan flojo? Claro, me deslumbró con su buena planta, con su labia, con sus atenciones… Me sacaba a bailar en todas las fiestas y yo, tonta de mí, creía que todo aquello me lo merecía porque, aunque me esté mal el decirlo, era una de las mozas más guapas del contorno. Mira que mis amigas me lo advirtieron: “Montse, el Pascual no va por ti, va por las fanegas de tierra de regadío de tu masía y por la granja; ándate con cuidado; a él le gusta poco trabajar y sabe que las has heredado; tú en cambio eres muy trabajadora”. Yo hice oídos sordos, pensando que era la envidia la que hablaba por ellas, pero tenían razón; a lo que él aspiraba era a darse la gran vida a costa mía. Nos casamos y bien pronto empezó a enseñar sus “paticas”: que si el dolor de riñones, que si los mareos, que el calor lo dejaba sin fuerzas y el frío le daba reuma… yo, en principio, me desvivía por él y procuraba evitarle esfuerzos, pero cuando vi que se iba de caza con excesiva frecuencia, el muy tunante, porque eso le “espejeaba” la cabeza, comprendí cómo se reservaba para no hacer trabajos duros. Mientras yo me quemaba con el sol de la trilla y aguantaba la tramontana heladora, él pasaba ratos y ratos al calor de la chimenea o al fresco del ventilador, según la época. Para más “inri”, el día que iba de caza, traía una liebre y me decía: “Desuéllala y guísamela para la cena”. Además me exigía que la cocinara como una que le pusieron cuando era mozo en el restaurante de Ferrán Adriá. Estoy tan harta, que cualquier día la guisaré con los perdigones dentro a ver si se rompe un diente, porque encima presume aún de su buen ver; claro, con 44 años y bien cuidado, parece un mocito y yo, con 40, aparento tener casi 60, con la piel renegrida y arrugada, las manos encallecidas y el cuerpo deformado.

   Desde el año pasado, tengo la ayuda del Pascualet, que ha cumplido 15 años, pero aún así, hay demasiado trabajo. Mi marido quiere que la Nuria, con 12 años, empiece ya a echar una mano en la masía, pero como me llamo Montserrat, que la Nuria no será una esclava como yo; ella estudiará Enfermería que es lo que le gusta.

   Una idea me ronda por la mente hace tiempo: me voy a liar la manta a la cabeza y me voy a separar del Pascual; venderé la masía y la granja y me compraré un piso en Barcelona; me iré allí con mis hijos; la Nuria estudiará y el Pascualet trabajará en alguna fábrica, porque los libros le dan sarampión. El Pascual que se busque la vida trabajando en alguna masía a jornal; si tiene tiempo de ir a cazar, cosa que dudo, que se desuelle las liebres y se las guise o que se las coma crudas; me da igual; mientras, mis hijos, mi gato Misuko y yo viviremos tranquilos en Barcelona. Sólo ese proyecto me mantiene la ilusión, porque sé que lo haré. ¡Buena suerte para los cuatro!

Una pintura delirante

Autora: Elena Casanova

El ayuntamiento de una pequeña localidad leridana ha conseguido reunir una pequeña muestra de diversos pintores catalanes. Los cuadros estarán expuestos durante un mes en dos salas no muy grandes del consistorio.

Gracián, funcionario que trabaja desde siempre en una  oficina del edificio que acoge la muestra, ha decidido ocupar parte de la tarde en admirar estos cuadros y, aunque  apenas ha viajado ni visitado museos de arte, sí que es un gran aficionado a la pintura y hoy va a tener la oportunidad de contemplar en persona estas pequeñas joyas.
A las seis en punto sale de su casa no sin antes acicalarse para la ocasión. Después de una pequeña charla a cargo del concejal de cultura, Gracián recorre con parsimonia las dos salas donde están colgados los cuadros dejándose seducir por los trazos, los colores, las líneas, la composición, la luz... Al final de la segunda sala,  hay uno que le ha llamado poderosamente la atención. En él aparece una granjera de amplios pies  y cara triste, a su lado hay un gato muy tieso en un espacio que parece ser una cocina. Al pasar junto al cuadro, Gracián escucha un ligero ronroneo.  ‘No puede ser’ piensa el joven. Decide dar un par de vueltas por las salas para saludar a unos cuantos conocidos y de nuevo se dirige al cuadro. Permanece delante observando atentamente la pintura y en unos segundos vuelve a escuchar el mismo ronroneo. Recorre visualmente la sala por si  se hubiera colado algún gato de forma casual, pero no encuentra ningún animal; solo ve a tres personas que aparentemente no han escuchado algún ruido fuera de lo normal. ‘Me iré a casa y  volveré mañana’ pensó desconcertado.

Al día siguiente, a las seis y media de la tarde, Gracián espera para entrar en la sala donde escuchó los sonidos. Mira de reojo los cuadros y se sitúa al final de la segunda sala y se queda observando al gato. Pasa media hora, pero no oye nada. Cuando se dispone a marcharse ve cómo la mujer del cuadro le hace una mueca. ‘No, no puede ser, este cuadro tiene vida propia’. Gracián no da crédito a lo que ha visto. Se sienta en una silla próxima a la pintura y permanece el resto de la tarde esperando que pase algo extraordinario.

Las tardes siguientes Gracián  acudirá a la exposición, se sentará en la misma silla y esperará. Primero fue un ronroneo, luego un guiño, otro un débil chillido, el ruido de un plato… y así en todas y cada una de sus visitas pasa algo que no tiene lógica alguna. Piensa contárselo a alguien, pero después cree que lo mejor es callarse porque lo tomarían por loco.

El último día de la exposición aparece antes de tiempo, casi un cuarto de hora. Tiene una corazonada, hoy será el día en que encontrará una explicación a tanto misterio. Espera media hora en la puerta pero nadie la abre. A los pocos minutos ve entrar a un par de policías acompañados del concejal y varios personajes más del ayuntamiento en un estado bastante tenso. Intenta averiguar qué sucede pero la única respuesta que escucha es  una invitación a marcharse; las dos salas permanecerán cerradas.

Al día siguiente todo el mundo habla de lo mismo, del misterio del cuadro situado al final de la segunda sala. Gracián pregunta qué sucede. Un compañero le pasa un periódico donde explica lo sucedido: “El misterio del cuadro de la granjera. En un pueblo de Lérida ha sucedido algo extraordinario. En una exposición de pintura de varios autores catalanes, uno de los cuadros, La granjera de Miró, perteneciente a una colección particular, apareció la tarde de ayer incompleto. Se mantiene el fondo pero los protagonistas han desaparecido. En un principio se creyó que se trataba de un robo y habían colocado en su lugar un cuadro falso. Pero después de un estudio exhaustivo de la pintura, se trata de la misma obra de Miró pero sin los personajes. Se siguen las investigaciones alrededor de este extraño suceso y seguiremos informando cuando tengamos más noticias”.

Gracián se queda de piedra. Aunque no entiende lo que ha pasado y la noticia realmente le sorprende, sabe con certeza que alrededor de ese cuadro pasaban cosas muy  extrañas. Después de trabajar toda la mañana, come con un amigo y a las cinco de la tarde está subiendo las escaleras de su casa. De repente un gato se le acerca y le roza las piernas sin dejar de ronronear. Gracián se queda parado, casi no puede moverse del impacto que le causa el animal. Sigue hacia delante e introduce  la llave para abrir la puerta de su casa, llevándose una nueva sorpresa, la llave no gira del todo, alguien ha abierto la puerta. Entra al pasillo y desde la cocina se escucha el trasteo de cacerolas y sartenes.

La granjera

Autora: Amalia López  Conde

La vida de una granjera es muy rica en sol, en aire, y muy provechosa y sana porque disfruta de montones de cosas que no tenemos los que vivimos en la ciudad, como la fruta y la hortaliza recién cortada, y el poder criar directamente los animales que tienen que sacrificar para el gasto de la casa.
 
La granjera que tenemos como muestra es muy original, porque después de estar todo el día en contacto con la tierra tiene los pies limpísimos, y las uñas muy semejantes y parejas como las teclas de los pianos.
 
Yo creo que este pintor, el señor Miró, lo que más le gustaba era la originalidad porque a la granjera, que además de ir cargada de cosas y con un animal, y lo más fácil es que estuviera sudando y con la cara roja, pues le ha puesto los coloretes en negro. No lo entiendo.
 
También me llama la atención el gato, tan bien colocado y pensativo, seguramente que estará diciendo ¡ya podía la granjera matar al conejo que yo pille unos poquitos pitraquillos!
 
Pero tendrá que esperar hasta que llegue la Pascua que es cuando la granjera matará el conejo y hará una zambomba con el pellejo. Mientras tanto el gato se tendrá que entretener jugando con los ratones.
 
Algo que no comprendo es cómo se atreve la granjera a ir por la calle con el conejo al aire.
 
Total, que el señor pintor es demasiado original para lo poco que yo entiendo.

miércoles, 19 de marzo de 2014

La granjera de Miró

Autor: Antonio Cobos

Fue una mañana de un sábado cualquiera, en la que el sol calentaba un poquito más que en semanas anteriores, como suele pasar a finales del invierno, cuando sintió un impulso irrefrenable de visitar uno de los museos ciudadanos. Miró la lista de exposiciones en la agenda de la ciudad y decidió acudir a una exposición recién estrenada en el museo  municipal. De vez en cuando, solía visitar algún museo y se quedaba horas y horas observando los cuadros expuestos. Le entusiasmaba la pintura y él mismo era un regular pintor aficionado, con toda su obra almacenada en el cuarto grande de su piso chico. No había expuesto aún, pero no descartaba el poderlo hacer algún día.
 
Aquel sábado, en el que estorbaban el abrigo y la bufanda, dirigió sus pasos hasta la puerta del museo y dejó sus prendas contra el frío en el guardarropa. Inició sin demora su visita a la exposición temporal, que incluía una miscelánea de cuadros de diversos autores, todos relacionados con la vida en las granjas.
 
Siempre dedicaba muchos minutos a observar una obra. Intentaba meterse dentro del cuadro, convivir con sus personajes, escuchar sus historias… Una de las pinturas de la exposición era “La granjera” de Joan Miró, perteneciente a una colección privada.
 
Cuando se puso delante del cuadro y buscaba un espacio en el que situarse para vivir unos minutos en su interior, le pareció que la agraciada granjera movió sus ojos para mirarle. Pero no, la mirada de la joven mujer del cuadro estaba dirigida hacia el vacío y no hacia él, como le pareció por un instante.
 
Siguió mirando la escena y observó a la liebre y al gato con su plato de leche. Percibió como los anchos pies de la granjera la anclaban al suelo de esas cuatro paredes de la cocina, de donde probablemente salía poco, y en donde casi siempre estaría trabajando, pensaba él. Seguramente no conocía otro mundo que la granja y sus aledaños. Estaba seria y parecía sentirse cansada y aburrida, harta de repetir las mismas acciones un día tras otro. Su expresión era serena, pero triste. Tenía la cara tiznada por los roces del trabajo. No obstante, no debía de haber perdido la ilusión de escapar de esa clausura y por eso miraba lejos, pensando que algún día podría salir de su monótono y reducido mundo.
 
La granjera, pensaba el visitante, no podía entretenerse más mirando, pues en la granja solían comer temprano y tenía tiempo justo para preparar la liebre que le acababan de traer para guisar. Nuestro pintor oyó un maullido y se volvió hacia la sala, pero no pudo observar gato alguno. Otros visitantes y el vigilante estaban en la sala y no parecían haber oído nada.
 
Siguió observando el cuadro y se preguntó por qué había pensado todo lo anterior.
 
Le pareció observar de nuevo un ligero y fugaz movimiento de ojos en la granjera. Y sin poderlo evitar, le parecía escuchar unas palabras, que él no se inventaba.

-          ¡Sácame de aquí! Enséñame el mundo de fuera.

 Observó detenidamente la figura inmóvil de la mujer joven del cuadro y las líneas redondeadas de sus insinuantes senos captaron su atención, experimentando una atracción que antes no había sentido. La mano derecha de la joven, mientras sostenía en su brazo el cesto de mimbre, parecía querer salir del cuadro, parecía querer acercársele para tocarle, para asirse a él  y escapar de la pintura.

-          ¡Ayúdame a salir! – le pareció escuchar.

 Siguió observando el cuadro y se pasó toda la mañana ante él. Al vigilante no le pasó desapercibido que aquel visitante no se moviese de allí durante tanto rato y, extrañándole ese hecho, se mantuvo  especialmente pendiente del extraño observador y continuamente  volvía a vigilar la sala.

 A la mañana siguiente se abrió la exposición de nuevo y transcurrió media mañana hasta que un visitante comentó en voz alta, de una manera perfectamente audible para el vigilante:

-          ¿Y dónde está escondida la granjera?

 Cuando el vigilante miró el cuadro, no vio la figura femenina que había visto multitud de veces durante el día anterior. Avisó a sus jefes, acudió la encargada de la exposición y todo el personal de mantenimiento y vigilancia. Todos pensaron que alguien había cambiado un cuadro por otro. El vigilante recordó a la persona que estuvo tanto tiempo mirando la pintura, parado delante de la misma. Quizás en un descuido…

 Hicieron un retrato robot de aquel pertinaz y extraño visitante y avisaron a la policía para denunciar la sustitución de una pintura por otra. Alguien dijo que los trazos del retrato del ladrón se parecían a los rasgos de un pintor aficionado, residente en la ciudad y asiduo visitante del museo. Lo buscaron, pero no pudieron encontrarle.

 El lunes por la mañana, día de cierre del museo, como si fuera a modo de regodeo, el autor o los autores del cambio, habían sustituido de nuevo el cuadro en la exposición y volvía a aparecer la granjera, pero esta vez, al lado de la misma, aparecía un joven granjero, con la cara del presunto y nunca hallado ladrón de imágenes. Ambos mostraban caras felices y sus labios reflejaban una ligera y socarrona sonrisa.

 La pintura fue retirada de la exposición, ya que sin explicación alguna, unos días las figuras masculina y femenina estaban en el cuadro y otros no.

Mi tierra...

Autor: Antonio Pérez

Tierra, polvo y agua. Trozos de caminos paralelos y perpendiculares, carteles indicadores que me llevan y me marcan un mismo sitio, como esa brújula iracunda de mi corazón dando vueltas una y otra vez, cada vez que me pierdo, volviendo encabezonada a marcar el mismo camino.
Mi tierra, virgen y espectacular como ninguna, ese trozo dónde desembocan todos mis caminos, como una encrucijada convergente de mi alma. Y, allí, altiva como ninguna, mi Cortijo, mi casa y mi masía, rodeada de olivos fuertes y vigorosos.
Tierra de labrío, roja o amarilla, con sus zorzales volando y sus abejas zumbando. Aire fresco con cierto toque a madera ardiendo. Chimeneas con humo de plata y ocre a media tarde escupiendo.
Tierra mía, plácida como un domingo soleado a las tres de la tarde cualquier día de mayo, con los mulos la tierra arando, sus gentes felizes trabajando, altivos temporeros de manos cayadas y semblante cansado.
Sus gentes, tan vulnerables y fuertes como la vida misma. Ancianos sentados en los pasatiempos de asientos llamados bancos, viendo a los niños crecer y sus antaños años recordando. 
Sus fiestas…. Tan immensas como piedras y montañas tiene mi tierra, danzando, cantando o la guitarra tocando, dando vida a las ánimas, descansando las manos deterioradas por el trabajo, el tiempo y los llantos. Así es mi tierra tan bella, como sus átomos, verde, azul y tierra de esperanto. Sus animales nos calientan, nos alimentan, y nos entretienen, aunque desgraciadamente también hay otros que nos estorcepen y molestan, y lo más curioso, es que suelen ser bípedos, con bigote y trajeados.
Y así es mi tierra de esa que huyo y a la vez amo, esa que en mi corazón está clavada y de la que me obligo muchas veces a alvidar por mi bienestar. Y tanto la amo, como Miró describió su Masía: “Mientras voy trabajando una tela la voy amando, con amor hijo de la lenta comprensión. Comprensión lenta de la gran riqueza de matices -concentrada- que da el sol. Fruición de llegar a comprender en un paisaje a una pequeña hierba -¿por qué despreciarla?-, hierba tan graciosa como un árbol o una montaña. A excepción de los primitivos y de los japoneses, casi nadie se acuerda de esto tan divino. Todos buscan y pintan sólo las grandes masas de árboles o montañas, sin escuchar la música que desprenden las diminutas flores y las pequeñas hierbas y sin hacer caso a las pequeñas piedras del barranco”.