Qué sabia era mi abuela. Esta
idea me ha rondado siempre por la cabeza, pero cada vez lo hace con más
frecuencia. ¿Por qué? Quizás porque ahora vivimos en un mundo descerebrado y yo
recuerdo a mi abuela como una persona equilibrada, con carácter, que sabía
estar siempre en su sitio; no se alteraba fácilmente y era un apoyo para toda
la familia.
Mi abuela era una mujer de
pueblo, sabía leer y escribir, pero no tenía los conocimientos de mi abuelo que había estado en la guerra de
Cuba y eso le abrió sin duda la mente: fue el primero que en el pueblo se
suscribió al periódico de la provincia y también el primero que envió a sus
hijos a estudiar a Logroño.
Mi abuela tenía inteligencia
natural y gran intuición; ella llevaba la administración de la casa; además de
trabajar en el campo junto a mi abuelo, se encargaba de vender los productos de
la huerta: avellanas, nueces, almendras, habichuelas rojas (caparrones se les llama en La Rioja),
los huevos de sus numerosas gallinas, etc. Los compradores le tenían un gran
respeto y jamás osaron regatear el precio porque hubiera sido inútil: ella era
lista como una ardilla y no se dejaba engañar.
Su vida había sido muy dura;
recién casada se vio sola porque a mi abuelo se lo llevaron a la guerra de
Cuba; afortunadamente volvió y emprendieron una vida llena de trabajos y
sacrificios. Tuvieron seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los dos varones
murieron: uno de pequeño por una enfermedad incurable y el otro con veinte
años, recién acabada su carrera de Magisterio; fue a bañarse a un pantano del
pueblo y se ahogó. ¿Os imagináis el dolor de mis abuelos? Tal vez por este
pasado tan triste, mi abuela sonreía poco; era austera y parca en todo, hasta
en palabras. Sus nietos nos sentíamos queridos por ella, pero no lo demostraba
jamás con “arrumacos”; sí tenía gestos de ternura cuando nos mostraba el
delantal –cogido por las puntas de abajo- lleno de frutos del huerto y nos los
ofrecía: nueces, avellanas, castañas, manzanas… Al atardecer, cuando jugábamos
en la puerta de la casa, ella bajaba las escaleras con un gran cubo de patatas
cocidas para los cerdos y dejaba que cogiéramos las más grandes para pelarlas y
comérnoslas; también nos ofrecía de merienda pan con el chorizo que ella hacía,
verdaderamente extraordinario; en momentos poco frecuentes porque lo
consideraba un lujo, nos daba pan y mermelada de guindas hecha también con sus
habilidosas manos. No quiero olvidar otros momentos muy celebrados por sus
nietos: cuando nos convocaba a todos para ofrecernos una gran fuente de calostros (requesón) azucarados porque
había parido una cabra.
Mi abuela era también la encargada
de cuidar los animales que había en la casa: cerdos, conejos, gallinas, cabras
y un burro. Mi abuelo traía de la huerta el forraje que convenía a cada uno:
alfalfa, tronchos y hojas de berza, maíz, ramas y brotes tiernos de algunos
árboles, etc. Además de grano que guardaba en el bajo de la casa; todo era
natural, nada de piensos artificiales que se usan ahora, por eso los animales
se criaban sanísimos.
A veces, mi abuela, por las
tardes después de la escuela, nos llevaba con ella a ayudarle en ciertas
labores del campo, por ejemplo una que aborrecíamos: coger sarmientos de las
viñas, podados y esparcidos alrededor de las cepas; teníamos que apilarlos
formando gavillas y atarlos con vencejos (ramilletes de pajas largas de trigo).
Los haces debíamos colocarlos en filas para que mi abuelo los recogiera y los
echara en el carro. Estos haces servirían para encender la chimenea y la cocina
llamada “económica” en la que las mujeres guisaban. Este trabajo de coger
sarmientos nos dejaba las manos y las piernas arañadas y lo odiábamos. A mi
abuelo, muy de tarde en tarde, le ayudábamos también en la huerta a coger
piedras que salían de la tierra al pasar el arado; el trabajo que más nos
gustaba era cuando nos mandaba regar arbolitos recién plantados.
Todos estos trabajos de los que
hablo los hacíamos muy de tarde en tarde; jugábamos mucho después de la escuela
y lo que más nos gustaba era escuchar por las noches a mi abuelo, mientras mi
abuela hacía la cena, contarnos historias y sucesos sobre la guerra de Cuba;
eran cosas tan ajenas a nosotros que nos extasiábamos.
Así transcurrió parte de infancia.
El recuerdo de mis abuelos es gratísimo; ellos no discutían nunca y ese
ambiente tan sosegado influyó de forma muy positiva en los nietos.
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