jueves, 30 de octubre de 2014

El final que desees

Autora: Elena Casanova

¡Qué sabia era mi abuela! Nos repetía con frecuencia lo mismo: “haced las paces con vuestros fantasmas, de lo contrario,  os perseguirán toda la vida”. Yo pensaba  que mi abuela chocheaba; cuando insistía en estas cosas,  rallaba esa edad en la que la frontera entre la cordura y la insensatez no está demasiado definida. Pero llegó un día en el que entendí perfectamente que jamás, a pesar de su edad, llegó a franquear esa línea.

Una mañana de octubre lo vi aparecer, como otras tantas veces, por la esquina de cualquier calle de una ciudad pequeña. Se movía  lentamente, con ese aire desgarbado que siempre le había caracterizado. Alto, delgado, levemente curvado, demasiado envejecido y  en la mano, su eterna botella de agua. Sin una sonrisa definida, su cara amable transmitía cierta armonía. Daba la impresión que nunca llevaba prisa. No éramos amigos en el sentido más puro de la palabra, pero había pasado el tiempo suficiente a su lado para que toda su sabiduría y generosidad me marcaran de una manera especial, por lo que siempre le estuve muy agradecida. Cada vez que me  topaba con él charlábamos un buen rato y siempre nos despedíamos con una sonrisa. Sin embargo el último día que nos vimos no fue así. Después de una conversación un tanto tensa quedó entre los dos el regusto áspero de las palabras mal entendidas y la acidez  de una  mirada avinagrada. No tuvimos la oportunidad  de suavizar lo que nunca debía haber pasado.

A mediados de septiembre me lo  contaron: su cuerpo no aguantó por más tiempo una enfermedad arrastrada durante años y se marchó para siempre. A partir de entonces, cuando paseaba, lo buscaba  por las mismas esquinas y rincones  que solía frecuentar, esperando ver su figura en cualquier momento y poder decirle lo siento.

Una mañana de octubre me quedé parada y de mi boca salió un chillido de sorpresa.  Se acercó pero no dijo nada. Solo sonrió y me entregó una libreta negra. Se dio media vuelta y me dijo adiós con la mano que no sostenía su botella de agua.  Me senté en la orilla de la acera para no caerme y aún estaba  medio aturdida cuando fui capaz de abrir aquel enigmático  cuaderno. Descubrí que todas sus hojas estaban en blanco, excepto la primera en la que aparecía una única línea escrita: “escribe el final que desees”.  Nunca más volví a verlo.

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