¡Qué sabia era
mi abuela! Nos repetía con frecuencia lo mismo: “haced las paces con vuestros
fantasmas, de lo contrario, os
perseguirán toda la vida”. Yo pensaba
que mi abuela chocheaba; cuando insistía en estas cosas, rallaba esa edad en la que la frontera entre la
cordura y la insensatez no está demasiado definida. Pero llegó un día en el que
entendí perfectamente que jamás, a pesar de su edad, llegó a franquear esa
línea.
Una mañana de
octubre lo vi aparecer, como otras tantas veces, por la esquina de cualquier calle
de una ciudad pequeña. Se movía lentamente,
con ese aire desgarbado que siempre le había caracterizado. Alto, delgado,
levemente curvado, demasiado envejecido y en la mano, su eterna botella de agua. Sin una
sonrisa definida, su cara amable transmitía cierta armonía. Daba la impresión
que nunca llevaba prisa. No éramos amigos en el sentido más puro de la palabra,
pero había pasado el tiempo suficiente a su lado para que toda su sabiduría y
generosidad me marcaran de una manera especial, por lo que siempre le estuve muy
agradecida. Cada vez que me topaba con
él charlábamos un buen rato y siempre nos despedíamos con una sonrisa. Sin
embargo el último día que nos vimos no fue así. Después de una conversación un
tanto tensa quedó entre los dos el regusto áspero de las palabras mal
entendidas y la acidez de una mirada avinagrada. No tuvimos la
oportunidad de suavizar lo que nunca
debía haber pasado.
A mediados de septiembre me lo contaron: su cuerpo no aguantó por más tiempo
una enfermedad arrastrada durante años y se marchó para siempre. A partir de
entonces, cuando paseaba, lo buscaba por
las mismas esquinas y rincones que solía
frecuentar, esperando ver su figura en cualquier momento y poder decirle lo
siento.
Una mañana de
octubre me quedé parada y de mi boca salió un chillido de sorpresa. Se acercó pero no dijo nada. Solo sonrió y me
entregó una libreta negra. Se dio media vuelta y me dijo adiós con la mano que
no sostenía su botella de agua. Me senté
en la orilla de la acera para no caerme y aún estaba medio aturdida cuando fui capaz de abrir aquel
enigmático cuaderno. Descubrí que todas
sus hojas estaban en blanco, excepto la primera en la que aparecía una única
línea escrita: “escribe el final que desees”.
Nunca más volví a verlo.
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