miércoles, 31 de diciembre de 2014

Romance con el mar

Autora: Rafaela Castro


Mar inmenso, al llegar a su orilla yo me sumerjo,

sus olas y gaviotas son como un velo

que envuelve mi alma y todo mi ser,

y lo más profundo yo quiero ver

Convertirme en sirena,

seguir allí,

Esconderme en sus algas,

pensar en ti.

Soñar que me rescatas

y que me quieres,

volver a lo real,

vivir las mieles,

amarnos siempre hasta el final.

 

jueves, 18 de diciembre de 2014

Reencuentro con el mar

Autora: Carmen Sánchez

El viento aireó su cara frente al mar y sacudió su mente, aletargada durante mucho tiempo. Los recuerdos felices, tan lejanos, volvieron a su memoria y sin darse cuenta apretó la mano del niño contra la suya.
Había olvidado cuando fue la última vez que se sintió a salvo, y ahora notaba como la inmensidad del mar los protegía. La luz intensa de la mañana, penetraba por su piel y caldeaba su alma, consiguiendo dibujar casi una sonrisa en su rostro pálido. Como si un halo mágico los envolviera.
Cogidos de la mano, madre e hijo, caminan sin prisa por la arena húmeda, dejando tras ellos un rastro de pisadas, todavía débiles, pero decididas.
Así, de lejos, no se aprecia el temblor imperceptible de la silueta materna, tampoco la mirada huidiza. Si no los miras con atención, no descubrirás el gesto de dolor que se refleja en el rostro femenino, ante determinados movimientos, cada vez que el pequeño le tira del brazo sin darse cuenta. Es otra secuela más, de la última vez,  cuando protegió su vida,  resguardándose tras el brazo del golpe mortal. Fue la última vez, cuando tras abandonarse a la muerte, el llanto desgarrado del niño la ató a la vida y la ira del hombre sólo consiguió huesos rotos.
Si los miras detenidamente verás, que una llama de  esperanza asoma a sus ojos tristes. El niño se suelta de la mano, y empieza a correr tras una gaviota. La madre lo sigue, van camino de casa, la casa de acogida

El mar

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Amigas, amigos: Con verdadero pesar, voy a hacer una afirmación, que, por desgracia, no es exagerada: el mar está enfermo. Aquel mar que a todos nos hizo soñar, el que veíamos en carteles turísticos sobre lugares tropicales con unas aguas azulísimas, unas playas doradas llenas de cocoteros, o el que azotaba bravío los acantilados de Noruega, o el de aguas transparentes en la Costa Brava, ya no es el mismo; tampoco es aquel mar que veíamos en algunas películas, con bañistas del Siglo XIX o principios del XX; visiones idílicas con mujeres que se bañaban vestidas y salían de las casetas con ruedas, empujadas hasta la orilla para preservar el pudor de las recatadísimas damas de la buena sociedad (eran las únicas que tomaban baños de mar). Ahora, la modernidad, a la vez que disminuye la tela de los bañadores, aumenta la contaminación; en las playas proliferan los biquinis, y a la vez, las medusas o las mareas negras. La espuma de las olas ya no es tan blanca y el yodo ha perdido eficacia en sus efectos terapéuticos.
Voy a recordar ahora un poco, cuál ha sido mi relación con el mar: lo conocí directamente ya de veinteañera. Yo era una niña de tierra adentro que vivía la posguerra con bastantes penurias. Mi conocimiento del mar, durante muchos años, se limitó a lo que había leído en libros de Emilio Salgari y Julio Verne; todo ello, eso sí, “adobado” con una imaginación desbordante. Para mí, el mar era un lugar peligrosísimo, lleno de pulpos gigantes, tiburones sanguinarios, piratas crueles, traficantes de esclavos, pero también valientes marinos “desfacedores de entuertos” como diría Don Quijote. Aún no tenía yo conocimiento de la ballena asesina ni del Capitán Acab, eso fue más adelante, pero sí me apasionaba el Capitán Nemo y su Nautilus. De jovencita, en los primeros años cincuenta, vi una película-documental titulada “El mundo del silencio” que me entusiasmó y avivó en mí el deseo de ver el mar; en la película no se contaban aventuras imaginarias; todo era real. El Comandante Cousteau navegaba por todos los mares con su barco Calypso y se sumergía hasta los fondos marinos para mostrarnos las maravillas que encerraba el mar. Aquellos fondos, aún limpios y transparentes, eran iluminados con grandes focos y las cámaras sorprendían a una fauna variadísima y llena de colorido. Era un espectáculo hermoso de verdad.
Cuando conocí el mar, mi primera impresión fue un deslumbramiento; no sólo me asombró aquella inmensidad; otra cosa me llamó mucho la atención: el olor; el mar tenía olor, cosa que jamás sospeché; era un olor denso, que penetraba por todos los sentidos, pero no sabía definir. Cuando poco después probé el marisco, manjar que desconocía, me dí cuenta:¡El olor del mar era como saborear quisquillas, almejas o berberechos!
He visto en él puestas de sol, amaneceres, lo he visto en calma, con oleaje; de todas formas es grandioso, pero no puedo menos que recordar una circunstancia muy especial: en Fuengirola, una noche de invierno bajé a la playa con mi hija y su familia; lo que vimos nos sobrecogió: el mar había desaparecido; en su lugar se abría una gran oquedad negrísima, de la que salía un fragor amenazante, como si un gran monstruo agazapado en aquella oscuridad, fuera a lanzarse sobre la orilla. Nos subimos al pretil del paseo marítimo, un poco amedrentados por el espectáculo.
Sigo ahora hablando de las varias enfermedades que padece el mar ¿Cuándo se va a poner remedio a la degradación que está sufriendo? ¿Cómo puede ser el hombre tan irresponsable? Tantas Cumbres, reuniones de alto nivel y acuerdos ¿Para qué, si no se cumplen? Lo que sí van subiendo de nivel, son sus aguas a causa del deshielo de glaciares, icebergs y si no se pone remedio, de los casquetes polares. Algunas grandes potencias, tienen una actitud hipócrita y hasta temeraria; no quieren renunciar a los beneficios que les reporta todo lo que es nocivo: las centrales nucleares, las grandes industrias, el uso y abuso del petróleo; todo ello genera una gran contaminación: residuos radiactivos peligrosísimos, vertidos y nubes tóxicas, gases de efecto invernadero, mareas negras, etc. El cambio climático ya se está notando: la subida de la temperatura en el agua del mar está alterando la vida de muchas especies; el mar se venga de muchas formas: los tifones, huracanes, tsunamis, tornados, lluvias torrenciales, etc dan fe de ello. He visto últimamente un documental de Greenpeace que pone los pelos de punta sobre la contaminación de mares, océanos y peces; éstos llevan en su cuerpo mercurio, metales pesados, radiactividad, pesticidas, dioxinas, antibióticos, etc. Alertaban sobre el salmón y el bacalao noruegos, que son de los más contaminados, así como los pescados que llegan de Vietnam. El mar cuyas aguas están realmente envenenadas es el Báltico porque recibe vertidos tóxicos innumerables y sus aguas tardan 30 años en renovarse, ya que la salida a mar abierto es muy angosta.
Acabo con la esperanza de que los mandatarios de todo el mundo se den cuenta a tiempo de lo que se está haciendo con el mar y -nunca mejor dicho- arríen las velas en esa carrera contaminante; que vuelva la sensatez. Esperémoslo.

El mar y tú

Autor: Antonio Cobos

Fragancias de aire puro y frescor por las mañanas. Lluvias higiénicas limpian las hojas de matorrales y arbustos, mientras brotes diminutos de diferentes colores estallan por doquier, anunciando una jauría de vida y de esperanza. Explota el amor. Pasan las horas, y tú, con los brazos apoyados en la baranda, sueñas, contemplando incasable la línea que separa el azul celeste, del azul marino. En la roca de enfrente, pollos recién nacidos de gaviota, aletean inquietos. Aún no vuelan. Se alargan los días y se regocija el alma. Es Primavera.
 
En las horas centrales del día buscas cobijo, bajo la protección de la palmera verde y esbelta de la orilla. El aire te quema las mejillas y colorea tu tez. Proteges con las manos tus ojos entreabiertos, mientras el azul intenso centellea incansable y mil destellos golpean tu vista, sin un segundo de descanso. Tu frente está perlada de sudor. Tu cuerpo implora su inmersión en el cercano azul de espumas blancas. Y lo concedes. El placer te inunda en todas partes y refresca tu piel morena, casi quemada por el diurno astro de la vida. Es Verano.
 
El viento agita tus cabellos y conforma ovillos de caracoles sin orden ni concierto. Te pasas la mano por el pelo y alisas con el peine de tus dedos las madejas de seda aurea y delicada, que te adornan. Has subido a la azotea a ver el mar y el cielo, pero tus ojos son esclavos del desordenado ejército de espejos navegantes. Te anclan la mirada y no te agotas de observar al azul en movimiento. Con gran esfuerzo, levantas la cabeza y ves las bolas de algodón que se trasladan. Unas son blancas, otras son negras. Se acercan. Las más oscuras descargan y te proteges mirando por las ventanas. Es Otoño.
 
Días y más días grises, sin apenas una pausa de color más animado. Con el abrigo puesto y el hogar encendido, sales a respirar a la terraza. Cierras la puerta con premura, así el calor no encuentra hueco para huir de la morada y no se desplaza. La humedad se mete en las rendijas y, ante ti, una llanura plúmbea e inabarcable se extiende en la distancia. No se está quieta, está movida, pero es un meneo triste, monótono, sin alborozo alguno. Oscila sin cesar, sin la más mínima esperanza de un cambio de luz o de color. Es Invierno.

 

Hediondo ponto

Autor: Antonio Pérez


El mar de mi corazón dulce,

a un salado horizonte eterno

que viste de espuma blanca y de un rojo inmenso.

 

Blanca como la paloma,

en un salado desierto

allí casi sin ropa te hice mía sin freno.

 

Morena de terciopelo,

una muñeca de cera

juntos nos derretimos en lascivos sueños.

 

Allí mi eterna mariposa sin alas,

en la playa de tu eterno recuerdo,

donde pétalo a pétalo nos deshojamos con fuego.

 

Tú mi malvada veleta, esa que cambias con cualquiera,

Tú mi fulana, que con sallo y alpargatas,

en la oscura noche de mí te escapas.

 

Y tras ese horizonte entre olas de delirios y espuma desapareciste,

tras esa tormenta que quitó el desaire de creerme un artista,

tras ese ciclón que removió y se llevó todo mi corazón.

 

Tras los albores y ocasos, padezco la pétrea,

de estar tanto esperando que el mar te devuelva,

aquí pazo estatua mirando el horizonte de tu alma.

 

Marinero de piscinas, te alejas en marismas,

perdido de recuerdos, fallece la esperanza,

mirando el horizonte entre espuma negra me extinguí.

 

Y despertando de ese deleznable sueño,

ahogárame en el hediondo ponto.


 

 

El mar, la mar...

Autora: Amalia Conde

¡Qué palabra tan corta para una maravilla tan grande!  Pasa igual cuando hablamos del firmamento, creemos que todo lo que hay es lo que nuestros ojos alcanzan. 
 
Conocí el mar cuando tenía catorce años y por nada del mundo pensé que tendría que meterme ni en la orilla. De vez en cuando trataba de acercarme y parecía que la ola me estaba esperando para darme un bofetón, tragaba agua y pegaba cada salto como si me persiguiera el demonio. 
 
Poco a poco fui perdiendo el miedo al mar, con la ayuda de mis hermanas y amigas me quedaba más rato en el agua, pero no dejaba de pensar en la profundidad que tendría para que los barcos que pasaban no tropezaran con el fondo, también pensaba en la cantidad de peces gigantescos que no están muy a la vista, estaba tan poco acostumbrada a la vida del mar que me preocupaba y asustaba por todo. 
 
Una mañana cuando nos marchábamos para la playa, la dueña de la casa donde parábamos nos dijo que tuviéramos mucho cuidado porque el mar estaba muy picado, a mi esa expresión no me aclaró nada, pero cuando llegamos, el sitio que creíamos nuestro ya no estaba, y por no haber, ni personas ni arena había, las olas llegaban al cielo y las casas más cercanas se quedaron sin tejado, yo estaba asustada y muerta de frío, recordé que la señora de la casa ya nos dijo que tuviéramos cuidado porque el mar estaba picado, pero creo que lo que tenía que haber dicho es que tuviéramos valor para enfrentarnos al desastre…, me parece que ese es el motivo de que no sepa nadar ni guardar la ropa.   

Cuentan que el mar

Autora: Elena Casanova


De pequeña pasaba los veranos en un pueblecito de la costa gallega.  En él vivían mis tíos y junto a ellos tengo los recuerdos más agradables de mi infancia. No tenían hijos y yo ocupaba ese vacío producido por la falta de descendencia. Estaba encantada en su empeño por mimarme y hacerme sentir el centro del universo.
Siempre quedará en mi memoria aquellas tardes interminables de juegos infantiles, baños matinales en una playa virgen de aglomeraciones, helados enormes de  sabores muy  variados, paseos en barca,  y,  lo mejor de todo, historias increíbles contadas por gentes  sencillas. La afición favorita de mi tío era la pesca y dedicar  parte de su tiempo a larguísimas charlas con los pescadores. A veces yo le acompañaba, era curiosa y siempre tenía preguntas que hacerles. A ellos también parecía divertirles la cara de asombro de una niña que escuchaba aquellos asombrosos relatos de peces gigantescos, de maridos, hijos o novios engullidos por el mar, de seres fantásticos que habitan sus profundidades… siempre me quedaba con ganas de más y terminaba suplicando a mi tío para volver con aquellos narradores de historias al día siguiente.
Una tarde, en una de esas reuniones, me quedé mirando fijamente al mar. Estaba en calma y era agradable estar a su lado, pero no siempre era así y  le pregunté a uno de aquellos hombres.
― ¿Por qué a veces el mar está tan agitado que produce esas olas enormes y tanta espuma que lo cubre casi todo?
― Porque el mar se enfada, se irrita con los hombres y esa es su forma de expresarlo.
― Pero… ¿Por qué? ¿Qué le hemos hecho?― respondí ingenuamente.
― Hace muchos, muchísimos años, el mar era un lugar apacible donde las olas danzaban al ritmo ligero de la brisa y nos daba todo lo mejor que tenía. Un día llegó un hombre desesperado a la playa y se hundió en sus aguas quitándose la vida. A la mañana  siguiente las olas escupieron el cadáver dejándolo a la vista de todos; no lo quería bajo sus entrañas. Pero hubo muchos más, demasiados humanos que no entendieron el mensaje y eligieron mares y océanos para acabar con su existencia. Sus cuerpos siempre eran devueltos a la orilla y, a veces, entre aguas tan crispadas que las  olas podían alcanzar alturas muy elevadas que incluso los barcos desaparecían de la vista. Pero no solo eso. El mar castigó a los hombres por su osadía y decidió quitarles en edad adulta su capacidad para soñar, su capacidad de ilusionarse, sus  deseos… de esta manera no sentirían frustración nunca más y, por lo tanto, ese afán de quitarse la vida. A partir de entonces, los mayores pasaban casi todo su tiempo intentando recuperar aquello que le había sido arrebatado. Algunas  veces había suerte y los pescadores arrastraban entre sus redes los sueños que el mar aguardaba en lo más hondo y se los entregaban a sus dueños. Pero durante la noche y cuando todos dormían, largas lenguas de agua se introducían por debajo de las puertas de sus casas y volvían a arrebatárselos. Años más tarde el mar terminó compadeciéndose, y de las profundidades fueron emergiendo esos trozos fundamentales de la esencia del ser humano.
― Pero el mar sigue agitándose― dije con cierta expectación
― Claro que sí. Aquí no acaba la historia― me dijo muy despacio y casi en silencio el pescador―. El mar no ha hecho las paces con nosotros. Un día decidió devolver lo que no le pertenecía pero el hombre no ha aprendido nada, todo lo contrario. En lugar de agradecer ha decidido maltratar este enorme espacio vital deteriorándolo  poco a poco. Está  furioso y muchas veces su ira es espectacular. Aun así, el mar sigue siendo un aliado, un amigo, nos sigue dando todo lo que tiene pero seguimos estrujándolo de manera salvaje. Puede ocurrir cualquier día, ― y este hombre cargado de años, de experiencia y  de sabiduría se puso muy serio― en cualquier momento descargará toda su cólera  y será demasiado tarde.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Mudanza frustrada

Autora: Rafaela Castro

Hace ya un montón de años, se cuenta que en uno de los muchos cortijos que existían en Andalucía, vivía una familia tradicional de labradores, esta la formaban padres y dos hijos e incluido un abuelo.
Los hechos de esta historia que voy a contar, comenzó hace ya bastante tiempo atrás, al principio cuando algún miembro de la familia dejaba algo personal como ropa, zapatos... más de una vez desaparecían. Solían encontrarlas en otro lugar después de haber estado locos buscando. También se oían ruidos extraños.
En aquellos tiempos ya lejanos, cuando las personas sobre todo en sitios rurales, se les presentaban una enfermedad o algo inexplicable, como era el caso, estos solían ir al curandero o adivino de turno para consultarle.
Cuando esta familia fue al curandero le expusieron el problema, era algo surrealista y misterioso, este hombre les dijo que según él veía era algo no visible como un espíritu y él la llamaría duende.
Hubo una reunión familiar, llegaron al acuerdo de trasladarse a otro cortijo y por supuesto dejar al duende y vivir tranquilos sin molestias.
¡Bien! Organizaron la mudanza y se pusieron en camino. Cuando estos iban andando, el abuelo se paró en seco, yo pensaba que llevábamos todos los aperos de labranza y otros utensilios, pero creo que no porque la caldera de la matanza se nos olvidó, al cogerla en ese momento se escuchó una voz que dijo: " ¡no os preocupéis que la llevo yo! "
¿A qué no se imaginan quién era el dueño de esa voz? ¡Bien, yo os lo cuento!: ¡Era el duende! Al  volver la vista atrás divisaron la caldera que parecía que iba sola.
Al darse cuenta esta gente del panorama que se les presentaba, llegaron al acuerdo de que era mejor no hacer la mudanza ya que el problema iba con ellos.
Decidieron volver de nuevo al cortijo que habían dejado con duende incluido.

Barón de playa

Autor: Antonio Pérez


Moreno canoso, no muy grande de estatura y robusto como un roble de espalda ancha y rasgos camperos. Tenía unas facciones erguidas casi de coronel. De semblante serio, pero solo de primera impresión.
 
Todas las mañanas se sentaba en su silla y mesa de siempre, casi como un ritual, allí hacia sombra gracias al parasol que velaba por ella sobre la mesa.
 
Con su tostada de ajo y aceite matutina y su café con leche muy caliente, como le gustaba a él. Se leía desde las nueve de la mañana hasta las once sus periódicos, en general dos, uno deportivo y otro informativo, el ABC. Después rebatiría estas noticias con sus amigos.
 
Monárquico decía llamarse, cuando conocidos y amigos suyos le llamaban facha de broma, y el muy elegantemente les llamaba incultos independentistas, renegados de lo nacional, solo por ideas impuestas en defensa de algo que es una irrealidad fantasmagórica. Y aun así después todos reían a carcajadas como si de un chiste se tratara, él, les conseguía sacar una  sonrisa en cada torcedura. Y, listo, listo como la enciclopedia Larousse, el Wikipedia juntos. Siempre era muy razonable en sus argumentos, de semblante serio, apaciguado, y muy discreto, respetando cada opinión contraria a la suya, y desmontando con tanta clase y elegancia cada idea, argumento contraria a la suya, el cual creía que era errada, ya que hasta para la derrota no tenía mal perder, defendía a capa y espada cada idea que creía correcta y se retractaba de cada juicio que le rebatían por estar errado, sin dificultad ni orgullo alguno.
 
Era todo un caballero, no dejaba que ninguna mujer que estuviera con él compartiendo mesa pagara. De hecho, más de una se aprovechaba del pobre, que por ignorancia de él, y por picardía de ella, más de un café al pecho se echó acosta de él.
 
Jubilado, pasaba todas las mañanas en el bar desayunando, y juntándose con los amigos a media mañana con su cervecita, a pie de playa, como decía un amigo suyo, “aquí estamos con la cervecita en la mano esperando ver alguna jovenzuela entre tanta morroncha”.
 
Por las tardes no solía venir para el restaurante, y comer pocas veces se quedaba a comer,  y más de una vez iba a pedirles favores a las vecinas o mujeres de su amigos, ya que él estando separado, el pobre no sabía ni poner la lavadora, y cocinarse muchas veces iba y venía en puestos de comida para llevar o restaurantes.
 
Por las noches muchas veces se quedaban los amigos a tomarse su whisky con agua hasta tarde, contando batallitas de tantos años conociéndose. El día que no aparecía por allí, muchos lo echaban de menos, era tal positividad y optimismo que despertaba en la gente... Tenía un duende. Juan Antonio se llamaba, el Barón de playa de aro.
 
Y es ahí donde lo conocí, al hombre que más llegó a captar mi atención hasta entonces, después de tantas charlas con él, llegó a confesarme...
 
“¿Y qué somos las personas?, He sido empresario toda  mi vida, he sacado a dos hijos adelante, y ahora entre rentas de alquileres y mi vejez, vivo casi como un marqués... y aun así en pleno agosto, a 30 grados durante el día, me siento frío, a 15º incluso 18º durante las noches y me siento helado, y aún por más que intente arroparme, solo consigo día tras día sacar mi mejor sonrisa y esperar, solo porque eso es lo que hay que hacer”.
 
Y realmente me dio tanta pena, que me di cuenta, que el duende que tenía él, era incapaz de hacerle efecto a él mismo, y comprendí que realmente somos débiles, somos frágiles, evitando mostrar nuestras debilidades, incluso escudarnos, como de una forma bipolar en totalmente a lo contrario que somos, para proteger ese secreto, que no queremos que se sepa, que nos da vergüenza que se descubra, como si fuese delito ser personas, no ser perfectos.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Duendes

Autora: Elena Casanova

Carlos corría hacia la oscuridad del paisaje que continuaba más allá de las últimas casas del pueblo. A través del camino polvoriento y lleno de piedras llegó hasta la  orilla del rio y en el hueco del tronco de un viejo sauce llorón depositó un par de zapatillas de deporte.
A la mañana siguiente estaba en la puerta de la casa de su amigo Andrés. Tocó el timbre insistentemente y le  instigó  para que terminara rápido de arreglarse, tenía algo importante que enseñarle. Camino del colegio Carlos sacó de su mochila una gorra de los new york yankees.  Andrés no se sorprendió demasiado, su amigo tenía todo lo que deseaba.
― Esta tarde quedamos porque quiero llevarte a un sitio donde alucinarás ― comentó Carlos en un tono confidente y haciéndose el interesante.
A las cinco  quedaron en la plaza y desde allí se dirigieron a la orilla del rio. Andrés no paraba de preguntar por tanto misterio pero su amigo le dijo que no fuera tan impaciente, ya se enteraría llegado el momento. Una vez que se hallaron cerca del sauce Carlos soltó lo siguiente: -  Aquí hay duendes. Unos duendecillos que viven en el campo, mi abuela me lo contó hace algún tiempo, y justamente en este agujero del árbol me han dejado la gorra que te he enseñado esta mañana.
― Venga ya―dijo Andrés― eso solo son paparruchas y cuentos de vieja. Tú no me engañas, esa gorra te la han regalado.
―Piensa lo que quieras, pero te juro que en el hueco estaba la gorra y mi abuela me ha contado muchas veces que los duendes suelen dejar regalos escondidos por el campo. Si no me crees mira y verás, lo mismo han dejado algo para ti.
Andrés se acercó y metió la mano en el hueco del árbol al mismo tiempo que se burlaba de su amigo. Pero la expresión de su cara cambió radicalmente cuando tocó un par de objetos. Con enorme sorpresa comprobó que se trataba de un par de zapatillas de deporte. A Andrés le costaba creer en seres fantásticos, pero solo es un niño cuya ingenuidad  se encuentra en esa etapa extraordinaria y se dejó persuadir por la ilusión, tan necesaria en el mundo que le había tocado vivir.
―¿Ves Andrés?― te lo dije, son los duendes que andan cerca y suelen dejar cosas escondidas para los niños. Quédate las zapatillas, yo tengo demasiadas. Y otra cosa, no le cuentes a nadie esta historia, tiene que ser un secreto entre tú y yo.
Carlos se sintió complacido por la actitud de su amigo y agradeció enormemente que no hiciera preguntas y aceptara el regalo. Los duendes le sirvieron de excusa para darle todo aquello que necesitaba sin herir su orgullo. No soportaba verlo con las zapatillas rotas, con lápices minúsculos, pantalones cortos y jerséis demasiado estrechos. Le dolía profundamente comprobar cada día las condiciones tan lamentables en las que vivía una de las personas que más le importaba. Carlos no llegaba a comprender por qué él lo tenía todo,  incluso mucho más de lo que necesitaba. Demasiadas veces había  preguntado cual era la razón por la que existían esas desigualdades pero nadie fue capaz de darle una respuesta convincente.
Ahora Carlos ha crecido y sigue soñando con un mundo más equitativo, más justo, donde no hagan falta duendes imaginados para solventar las necesidades de nadie. Ha  decidido subirse al tren que promete un gran cambio. Pero aún hay muchos, demasiados, que lo tachan de populista, demagógico, antidemocrático, iluso…

jueves, 20 de noviembre de 2014

¿Dónde están los duendes?

Autor: Antonio Cobos

Los duendes nacen con conciencia de existir. Cuando vienen a habitar entre nosotros, ya saben pensar, hablar, andar, correr, comer solos y llegan al mundo preparados para cuidarse a sí mismos. Algunos geniecillos, a pesar de que no son muy adictos al agua, incluso se bañan solos. También les desagrada a estos seres campestres cambiar de lugar de residencia con frecuencia.

Nuestro pequeño duende se crió casi de forma autónoma, como si se tratara de un hijo único. Sus hermanos habían celebrado ya decenas de aniversarios y sus padres eran varias veces centenarios, cuando apareció en una cestita de mimbre junto al tronco de dormir de sus progenitores. Éstos, ya algo mayores, recibieron el presente con sorpresa y alegría y, dadas las fechas de bosques blancos e inmaculados, lo consideraron como un gran regalo de reyes. Le pusieron por nombre Puck, igual que un antiguo y famoso duende. Durante las primeras jornadas, la familia no se apartaba del diminuto duendecillo ni un solo segundo y le atendían minuto a minuto y hora tras hora. Sus hermanos, entre abundantes risas, discutían sobre a quién le tocaría el primer turno para llevárselo un ratito a casa. Sí, se reían cuando disputaban, otra extraña curiosidad de estas insólitas criaturas. Pero, como suele suceder con casi todos los juguetes novedosos, una vez pasada la primicia de los días iniciales, todos dejaron de prestar atención al duendecillo y cada uno regresó a sus rutinas cotidianas.

Los duendes dejan de ser pequeños en seguida, y por eso, para alargar su niñez, suelen llevarse bastante bien con las criaturas jóvenes, sintiéndose especialmente atraídos por los pequeños humanos. Una vez realizadas todas las obligaciones diarias, nuestro duende amigo disfrutaba de gran cantidad de tiempo libre y le gustaba acercarse al mundo de los niños. A veces, se disfrazaba de ramita y los pequeños lo cogían y jugaban con él, a veces se convertía en un canto rodado y los zagales lo lanzaban a lo lejos con todas sus fuerzas y, en otras ocasiones, se transformaba en pajarito y comía miguitas en las palmas de las manos de los más mocosos. A Puck le gustaba estar cerca de los jovenzuelos y así paliaba el hecho de no tener ningún hermanito de su edad. ¿Habéis visto alguna vez un palito con una forma rara, o una piedra muy lisa o redondeada o algún pajarito que se acerca a comerse las migajas que se os caen? Fijaos bien en la próxima ocasión, pues acaso pueda tratarse de nuestro amigo el duende.

A lo largo de los años, Puck se convirtió en un duende alegre y divertido. A veces su comportamiento, sus travesuras, diríamos mejor, rayaban en el mal gusto, pero sigamos hablando de los duendes en general. Se me olvidó deciros anteriormente que los duendes tienen muy mal carácter y un pésimo humor y que los humanos los enervamos, a veces, de una manera desmesurada. Tantos enfados le fuimos provocando a lo largo de la historia, que en un momento determinado decidieron dejarnos de dirigir la palabra, e incluso, se negaron a dejarse ver.


Pues bien, nuestro juguetón y animado duende sufrió un enojo tal, cuando como consecuencia de una basta promoción inmobiliaria le talaron su bosque por completo, que decidió tomarse la revancha, estableciendo la justicia por su mano . En lugar de marcharse a otros bosques remotos, alejados de los hombres, o de transformarse en una lombriz o una piedra de jardín durante el día para vivir sólo de noche, que fueron las opciones predominantes entre sus familiares y amigos, optó por una idea revolucionaria: se convirtió en humano para vengarse. Concretamente se transformó en político y convenció a otros duendes afectados para que también se transmutaran. Y armaron tal jaleo en  la sociedad, con crisis económicas, injusticias sociales, casos de corrupción, guerras y hambrunas, que a punto están de hacer desaparecer el género humano de la faz de la Tierra. Y es que una gran cantidad de hombres son egoístas, avariciosos, insolidarios, violentos y sanguinarios. Y, como es evidente actualmente, los humanos son muy fáciles de corromper. Cuando os hable un político, miradle con detenimiento y observad si tiene la orejas puntiagudas, pues puede ser un duende que intente enredarnos aún más.

El duende

Autora: Amalia López

Desde siempre la palabra duende nos ha sonado a un alma extraña y peligrosa, muy molesta, que aparece en muchas ocasiones pero no la puedes ver, creyendo que se dedica a esconder lo que estás buscando.

Muchas veces hemos ido a coger una prenda de ropa, o calzado, que siempre guardamos en el mismo sitio y allí no está. Después aparece donde menos creíamos y entonces piensas; ¡si parece que hay duendes! 

Esa palabra también la utilizaban para asustar a los niños cuando hacían algo que no estaba bien, lo mismo la madre que la abuela los atemorizaban diciendo que llamarían al duende, o al tío del saco, o al Camuñas, para que se callaran y no hicieran mucho ruido. 

Además, hay personas muy interesadas en saber lo que pasa en la casa de la vecina, y aprovechan el menor descuido para meter las narices y enterarse de lo que ganas, de lo que estás guisando, de la hora que el marido llega a casa… y lo hacen con tanta maestría, que nadie sabe cómo se han enterado de tantas cosas sin ni siquiera verlas. Creo, que esa clase de personas bien podrían ser verdaderos duendes. 

El Duende, visto de otra manera, es la persona que tiene una gracia especial para hablar, cantar, bailar o recitar poemas, como por ejemplo le pasaba a Lola Flores, ella no tenía una gran voz ni era una gran bailaora, pero tenía una enorme voluntad por hacer las cosas distintas a como las hacían los demás, pero con gracia y mucho, pero que mucho duende. 

Hace ya bastante tiempo, una tarde sentí la necesidad de salir a la calle para que me diera el aire, y no sé por qué, subí la Cuesta de la Alhacaba y fui al Mirador de San Nicolás, allí estuve un buen rato mirando las vistas, la Alhambra al poco, empezó a ponerse el Sol y ¡no sé por qué!, pero me di cuenta que estaba llorando. Hoy me pregunto ¿será ese sitio el Duende de Granada?  

Duendes

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

¿De qué duendes hablamos? ¿Qué son los duendes? Que yo sepa, no son seres de carne y hueso, y sin embargo, parece que los tenemos alrededor, por las veces que los mencionamos: "En esta casa hay duendes", "los duendes me han jugado una mala pasada", "Por culpa de los duendes, mi casa es un caos", "puse aquí mis pendientes y no están, esto es cosa de duendes..." Y así sucesivamente.

En mi casa, desde luego -lo tengo bien claro- los duendes son sencillamente mi mala cabeza; esta "enfermedad" va en aumento con los años, y la intervención de los duendes, también.

Hay personas que creen en ellos; no sé si llamarlas ilusas, crédulas o ingenuas, pero están dispuestas a pensar que los pequeños sucesos que ocurren en la casa, a veces bastante desconcertantes, no se deben a nuestras distracciones, despistes o faltas de concentración, sino a  fuerzas desconocidas que los provocan ¿Y cómo llamar a esas fuerzas? Pues duendes, es lo socorrido.

También la palabra duende tiene otros significados. Recuerdo una película de mis tiempos, o sea de hace muchos años titulada ´Duende y misterio del flamenco´; era una bonita película que aludía al encanto, a la magia y al arte del baile y la música flamencos. También decimos de algunas personas muy especiales, que tienen "duende" por su simpatía, agrado, gracia, atractivo, etc. que las hacen irresistibles en su trato. 

Ahora, para terminar, voy a contar algo que me ha sucedido con este escrito sobre duendes: ayer lo dejé sobre un mueble del salón para pasarlo hoy a limpio. Cuando lo he buscado, no había manera de encontrarlo. He revuelto una y otra vez las cuartillas entre las que lo había dejado y no aparecía: mi desconcierto iba en aumento ¿Se quieren burlar de mí esos seres misteriosos a los que niego la existencia? Me he serenado y he vuelto a revolver las cuartillas: allí estaba el escrito, en el mismo sitio que lo dejé ayer. ¿Por qué pues no lo encontraba? Yo no tengo respuesta. Quizás el lector, más avispado, la tenga...

viernes, 31 de octubre de 2014

Mujer emprendedora en los años 50

Autora: Rafaela Castro

Mi abuela era una mujer emprendedora y sabia, a ella le llamaban Encarna la del callejón porque su calle no tenía salida.
Cuando ella murió era ya muy mayor, yo tenía 21años, recuerdo como era y aparte mi madre me contaba cómo fueron sus comienzos.
Según los vecinos de la aldea en la que vivían, llamada Alhondiguilla alta, este nombre viene de cuando los moros montaban sus mercados llamados alhóndigas.
Contaban los vecinos que cuando le dijeron a mi abuela que Antonio el viudo, vecino también de lugar, pensaba en pretenderla mi abuela se enfadó mucho dejándole incluso de hablar, ya que ella tenía 20 años, era soltera, y él 40 años y 3 hijos. Sería el destino, terminaron casados los dos.
El abuelo, según contaba mi madre, era alto con los ojos azules, lo que se decía un buen mozo. Ella era lo contrario, bajita y muy morenilla. Esto no le impidió ser madre de 4 hijos y luchar por ellos con uñas y dientes para sacarlos adelante.
Como ella era mucho más joven, el abuelo falleció mucho antes que ella, quedando viuda con cuatros hijos, aunque los tres primeros eran más mayores y se hicieron independientes antes que los suyos propios.
Los hijos de mi abuelo querían mucho a su nueva madre, también se dio la casualidad que tanto la primera mujer como la segunda tenía el primer apellido igual, llamándose así todos igual: Lucena Pérez. Quien no conocía la historia no podían imaginar que no eran hermanos de padre y madre.
Como era muy luchadora no sabemos si alguien se lo sugirió o fue idea propia pero se hizo dulcera, lo que ahora es llamado repostera.
En el lugar en el que vivían existían muchos cortijos, unos más grandes que otros. En los años 50 tanto bodas, bautizos, pedidas de manos, o cualquier otro evento, se celebraban en casa.
Como hacía poco tiempo que en España hubo una guerra, eso hizo que la mayoría de la gente tuviese un horno en su casa, carecían de todo y solían hacer su propio pan, sobre todo en los cortijos. Esto le sirvió a mi abuela para hacer los dulces.
Yo recuerdo los pestiños o borrachuelos y las galletas que estaban muy ricos, pero lo que más me gustaba eran los bizcochos que los hacía en una olla de porcelana, en el rescoldo de haber encendido el fuego durante el día, aquellos bizcochos nunca los podré olvidar por el sabor y lo grandes que eran, otra cosa positiva era que la ceniza se reciclaba antes de que se apagase.
También recuerdo el medio de transporte que las personas de aquellas aldeas utilizaban para desplazarse de un sitio a otro. Cuando a mi abuela la llamaban para ir a elaborar los dulces, le preparaban una yegua con su montura incluida, le ayudaban a subir y un muchacho iba tirando del bozal, yo que era muy pequeña me quedaba fijamente mirándola con admiración y asombro, ya que al alejarse como la abuela era muy bajita al verlas desaparecer parecía que la yegua iba sola.
La abuela era como se suele decir, chiquitilla pero hondilla. Siempre estuve orgullosa de mi abuela.

Los consejos de mi abuela

Autora: María Gutiérrez


La cara es el espejo del alma, suele decir mi abuela.
Desde que tengo uso de razón siempre me está repitiendo que use el sentido común, llevando una buena vida dejando a un lado el estrés y los excesos. Procura verte guapa y encontraras la fuerza necesaria para cuidar tu alimentación, sin olvidarte de hacer ejercicio y seguro que te verás mucho mejor por dentro y por fuera. Casi siempre sigo sus consejos compaginando mi horario de trabajo con todo tipo de deporte que está a mi alcance. Me encanta correr, montar en bicicleta, jugar al tenis, nadar, etc…Así es como desconecto de mis obligaciones sedentarias y poder estirar los músculos al aire libre disfrutando de la naturaleza.
Ella me dice que en su época no se usaba tanto la palabra ejercicio como hoy en día, no era necesario ya que las personas estaban continuamente en movimiento. El simple hecho de desenvolverse en su vida cotidiana, los tenía más que ocupados.
Volviendo a sus consejos no deja de repetirme que no me olvide de cuidar mi alimentación y que disfrute con ella, viéndola como uno de los grandes placeres de la vida, desde un buen desayuno bien completo que me aportara la energía necesaria para afrontar mejor la jornada laboral hasta completar el menú completo del día. No se cansa de recordarme que coma sin prisa y así comeré hasta menos, además me dice que le haré un gran favor a mis dientes al dejarlos realizar el trabajo para el que fueron destinados. Suele comentar, que antes no había tanta variedad en donde elegir y todo se saboreaba mucho más.
Ahora vivimos otros tiempos en donde hay muchos más alimentos para consumir tanto en el mercado como en la nevera…Se come de forma más rápida y compulsiva.
Hay que saber retirarse a tiempo de la mesa, siendo la mayoría de las veces un serio desafío.

jueves, 30 de octubre de 2014

¡Qué sabia era mi abuela!

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


Qué sabia era mi abuela. Esta idea me ha rondado siempre por la cabeza, pero cada vez lo hace con más frecuencia. ¿Por qué? Quizás porque ahora vivimos en un mundo descerebrado y yo recuerdo a mi abuela como una persona equilibrada, con carácter, que sabía estar siempre en su sitio; no se alteraba fácilmente y era un apoyo para toda la familia.
Mi abuela era una mujer de pueblo, sabía leer y escribir, pero no tenía los conocimientos de  mi abuelo que había estado en la guerra de Cuba y eso le abrió sin duda la mente: fue el primero que en el pueblo se suscribió al periódico de la provincia y también el primero que envió a sus hijos a estudiar a Logroño.
Mi abuela tenía inteligencia natural y gran intuición; ella llevaba la administración de la casa; además de trabajar en el campo junto a mi abuelo, se encargaba de vender los productos de la huerta: avellanas, nueces, almendras, habichuelas rojas (caparrones se les llama en La Rioja), los huevos de sus numerosas gallinas, etc. Los compradores le tenían un gran respeto y jamás osaron regatear el precio porque hubiera sido inútil: ella era lista como una ardilla y no se dejaba engañar.
Su vida había sido muy dura; recién casada se vio sola porque a mi abuelo se lo llevaron a la guerra de Cuba; afortunadamente volvió y emprendieron una vida llena de trabajos y sacrificios. Tuvieron seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los dos varones murieron: uno de pequeño por una enfermedad incurable y el otro con veinte años, recién acabada su carrera de Magisterio; fue a bañarse a un pantano del pueblo y se ahogó. ¿Os imagináis el dolor de mis abuelos? Tal vez por este pasado tan triste, mi abuela sonreía poco; era austera y parca en todo, hasta en palabras. Sus nietos nos sentíamos queridos por ella, pero no lo demostraba jamás con “arrumacos”; sí tenía gestos de ternura cuando nos mostraba el delantal –cogido por las puntas de abajo- lleno de frutos del huerto y nos los ofrecía: nueces, avellanas, castañas, manzanas… Al atardecer, cuando jugábamos en la puerta de la casa, ella bajaba las escaleras con un gran cubo de patatas cocidas para los cerdos y dejaba que cogiéramos las más grandes para pelarlas y comérnoslas; también nos ofrecía de merienda pan con el chorizo que ella hacía, verdaderamente extraordinario; en momentos poco frecuentes porque lo consideraba un lujo, nos daba pan y mermelada de guindas hecha también con sus habilidosas manos. No quiero olvidar otros momentos muy celebrados por sus nietos: cuando nos convocaba a todos para ofrecernos una gran fuente de calostros (requesón) azucarados porque había parido una cabra.
Mi abuela era también la encargada de cuidar los animales que había en la casa: cerdos, conejos, gallinas, cabras y un burro. Mi abuelo traía de la huerta el forraje que convenía a cada uno: alfalfa, tronchos y hojas de berza, maíz, ramas y brotes tiernos de algunos árboles, etc. Además de grano que guardaba en el bajo de la casa; todo era natural, nada de piensos artificiales que se usan ahora, por eso los animales se criaban sanísimos.
A veces, mi abuela, por las tardes después de la escuela, nos llevaba con ella a ayudarle en ciertas labores del campo, por ejemplo una que aborrecíamos: coger sarmientos de las viñas, podados y esparcidos alrededor de las cepas; teníamos que apilarlos formando gavillas y atarlos con vencejos (ramilletes de pajas largas de trigo). Los haces debíamos colocarlos en filas para que mi abuelo los recogiera y los echara en el carro. Estos haces servirían para encender la chimenea y la cocina llamada “económica” en la que las mujeres guisaban. Este trabajo de coger sarmientos nos dejaba las manos y las piernas arañadas y lo odiábamos. A mi abuelo, muy de tarde en tarde, le ayudábamos también en la huerta a coger piedras que salían de la tierra al pasar el arado; el trabajo que más nos gustaba era cuando nos mandaba regar arbolitos recién plantados.
Todos estos trabajos de los que hablo los hacíamos muy de tarde en tarde; jugábamos mucho después de la escuela y lo que más nos gustaba era escuchar por las noches a mi abuelo, mientras mi abuela hacía la cena, contarnos historias y sucesos sobre la guerra de Cuba; eran cosas tan ajenas a nosotros que nos extasiábamos.
Así transcurrió parte de infancia. El recuerdo de mis abuelos es gratísimo; ellos no discutían nunca y ese ambiente tan sosegado influyó de forma muy positiva en los nietos.

El final que desees

Autora: Elena Casanova

¡Qué sabia era mi abuela! Nos repetía con frecuencia lo mismo: “haced las paces con vuestros fantasmas, de lo contrario,  os perseguirán toda la vida”. Yo pensaba  que mi abuela chocheaba; cuando insistía en estas cosas,  rallaba esa edad en la que la frontera entre la cordura y la insensatez no está demasiado definida. Pero llegó un día en el que entendí perfectamente que jamás, a pesar de su edad, llegó a franquear esa línea.

Una mañana de octubre lo vi aparecer, como otras tantas veces, por la esquina de cualquier calle de una ciudad pequeña. Se movía  lentamente, con ese aire desgarbado que siempre le había caracterizado. Alto, delgado, levemente curvado, demasiado envejecido y  en la mano, su eterna botella de agua. Sin una sonrisa definida, su cara amable transmitía cierta armonía. Daba la impresión que nunca llevaba prisa. No éramos amigos en el sentido más puro de la palabra, pero había pasado el tiempo suficiente a su lado para que toda su sabiduría y generosidad me marcaran de una manera especial, por lo que siempre le estuve muy agradecida. Cada vez que me  topaba con él charlábamos un buen rato y siempre nos despedíamos con una sonrisa. Sin embargo el último día que nos vimos no fue así. Después de una conversación un tanto tensa quedó entre los dos el regusto áspero de las palabras mal entendidas y la acidez  de una  mirada avinagrada. No tuvimos la oportunidad  de suavizar lo que nunca debía haber pasado.

A mediados de septiembre me lo  contaron: su cuerpo no aguantó por más tiempo una enfermedad arrastrada durante años y se marchó para siempre. A partir de entonces, cuando paseaba, lo buscaba  por las mismas esquinas y rincones  que solía frecuentar, esperando ver su figura en cualquier momento y poder decirle lo siento.

Una mañana de octubre me quedé parada y de mi boca salió un chillido de sorpresa.  Se acercó pero no dijo nada. Solo sonrió y me entregó una libreta negra. Se dio media vuelta y me dijo adiós con la mano que no sostenía su botella de agua.  Me senté en la orilla de la acera para no caerme y aún estaba  medio aturdida cuando fui capaz de abrir aquel enigmático  cuaderno. Descubrí que todas sus hojas estaban en blanco, excepto la primera en la que aparecía una única línea escrita: “escribe el final que desees”.  Nunca más volví a verlo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

¡Qué sabia era mi abuela!

Autora: Amalia Conde


Abuela, señora, aliada, ama, guía, todo eso y mucho más fue para mí y mis hermanos Concha, así se llamaba mi abuela.
En tiempos muy escabrosos, cuando mi padre ya no estaba con nosotros “gracias a la Guerra Civil”, mi abuela nos acogió y cuidó mientras mi madre trabajaba para sacar a la familia adelante.
Éramos cuatro, un varón y tres mujeres, y hablo de los años 1935 al 40, cuando sobrevivir medianamente bien era muy complicado, pero Concha, mi abuela, todo lo hacía fácil, tenía mucho empeño e interés en que todo lo que hiciéramos, todo aquello que aprendiéramos, estuviera muy bien, daba igual lo que fuera, tanto ordenar la casa como planchar, bordar, recitar o contar historias, todo nos lo hacía repetir una y otra vez hasta que creía que estaba bien, que lo habíamos aprendido, que lo podíamos nosotros enseñar.
Recuerdo que en lo que más esmero ponía era en enseñarnos a guisar, cada día una de nosotras tenía que hacer de cocinera: ir a la compra, ordenar la cocina, encender el fuego, poner la olla, ataviar los avíos..., y durante todo ese proceso: nos cantaba, narraba cuentos, alargaba fábulas memorizadas unas, inventadas otras, charlábamos, y siempre terminábamos con risas, besos y abrazos. Pero aún así, el día que me tocaba a mí, me ponía temblando porque nada me salía bien; o le ponía demasiada sal, o se me quemaba la comida... Mis hermanos, cuando sabían que era yo la que guisaba se santiguaban y se perdían, pero volvían después, eso si, era mi abuela quien los traía bien agarrados.
Más que sabia, creo que mi abuela era santa, por su paciencia, por su cuidado, y porque aún recuerdo algo que siempre repetía diciendo: No importa que ahora no entendáis por qué lo hago, da igual si os cuesta mucho esfuerzo, o si os equivocáis, pero <es conveniente que todo lo que hagáis, sepáis hacerlo muy bien, para que si os casáis con un pobre lo sepáis hacer, y si es con un rico, sabréis mandarlo>.
Sabio consejo si lo tenemos en cuenta para cualquier faceta de la vida. 
Ahora, muchas veces me pregunto que estando como estoy para cumplir noventa años, “haciendo todo tan perfectamente bien”, cómo es que todavía no ha aparecido un desesperado, ni rico ni pobre, que me haya dicho por ahí te pudras.