viernes, 30 de octubre de 2015

El miedo

Autora: Pilar Sanjuán


El miedo es un sentimiento que nos acompaña desde que nacemos. ¿O quizá antes de nacer? Cuando un feto se sobresalta en el vientre de la madre ante un ruido fuerte, ¿no será también miedo?

Sentimos miedo a las enfermedades o a los contratiempos que puedan sufrir nuestros hijos, nuestros nietos y nosotros mismos.

Hay épocas y circunstancias que acrecientan los miedos. Me imagino lo que sería la época de las glaciaciones, con aquellos infelices que aún no conocían el fuego.

Ahora atravesamos unos momentos inciertos y amenazadores: la crisis de nunca acabar. Es una particularidad aciaga que nos atemoriza, que nos preocupa, que nos hace sentir indefensión.

¿Y cómo no hablar del miedo de esos refugiados sirios que no tienen nada, ni tan siquiera la comprensión y la solidaridad de muchos países?

La ignorancia aumenta los miedos. Conozco a una persona mayor a la que de niña, en el pueblo, la atemorizaba la familia diciéndole que las puestas de sol eran signos del “acabamiento del mundo” (así lo expresaban); ella no ha podido olvidarlo y no puede soportar el momento en que el sol se pone.

El miedo y la ignorancia hicieron al hombre creyente y supersticioso. El espectáculo de la salida y la puesta del sol o de la luna, las tormentas, los eclipses, serían para los hombres primitivos el signo del poder de seres superiores a los que había que adorar para desagraviarlos.

Así pues, cuanto más conocimiento se tenga de las causas naturales de los fenómenos, menos miedo se experimentará.

Este sentimiento que nos hace tan vulnerables, lo han aprovechado siempre los poderes - cualquier clase de poder - para tenernos sometidos: los Dictadores, la Iglesia, los Empresarios (no todos) aquellos “negreros” de siglos pasados que hoy en día se disfrazan con otros nombres (mafias, terroristas, sectas, etc.), todo el que ostenta un poder siembra el temor para hacer que la gente sea obediente y sumisa. El miedo, siempre el miedo.

La Iglesia, con sus excomuniones, con sus amenazas de condenación eterna, ha tenido siempre a sus fieles asustados, sometidos y doblegados.

¿Y qué decir de los Estados? En el miedo de los súbditos tienen la fuerza para manejarlos, así que no desperdician (unas veces con zafiedad y otras con sutileza) esa fuerza para abusar de su poder y conseguir sus propósitos, que son siempre el acatamiento, la docilidad y la obediencia.

Este abuso llega a extremos inconcebibles en las Dictaduras. Recordemos las de Hitler, Stalin, Franco, Pol Pot, Pinochet, etc., en las que se olvidaron por completo los derechos humanos y hubo asesinatos sin cuento, humillaciones y terror.

Los países que en otros siglos conquistaron territorios fuera de la metrópoli - las colonias - cometieron tremendos atropellos entre los nativos, sometiéndolos a fuerza de violencia, y arrebatándoles sus tierras que pasaron a ser del país dominador.

En fin, ¿cómo ayudar a las personas a racionalizar su miedo?

La educación puede ayudar mucho. Es preciso educar sin temores, ayudando a los niños a pensar, pero propiciando un pensamiento libre, crítico, para lo cual se les debe dejar tomar decisiones y si se equivocan, de ninguna manera reprochárselo, para no herir su autoestima. Las equivocaciones enseñan más que los aciertos. Así aprenderán a tener seguridad en sí mismos y no serán tan fáciles de manejar. Hay que combatir la ignorancia y potenciar el conocimiento. Y repito, lo más importante, lo esencial, es enseñar a PENSAR.

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Quiero terminar diciendo que cada vez que acabo un relato, siento miedo de no saber escribir el próximo.
 
 

El cuarto oscuro

Autora: Carmen Sánchez


Ali es mala. Su madre acaba de repetirlo otra vez, antes de encerrarla en el cuarto oscuro. La niña tiene cinco años y lo ha oído muchas veces. Por su culpa, su padre ha gritado cosas que no entiende y se ha marchado. Su madre también ha gritado. La pequeña, como otras veces, se ha escondido tras el sillón y ha permanecido inmóvil con los oídos tapados. Pero ha oído los gritos.

Luego, cuando están a solas, la madre la ha cogido del pelo hasta el minúsculo habitáculo y después ha cerrado con llave. Ali empieza a llorar, pero se traga sus mocos y sus lágrimas para no hacer ruido. No quiere que la oiga. Se limpia rápido, para que no se enfade más. Apenas se puede mover y pronto empiezan a dolerle las piernas encogidas. Además le da miedo la oscuridad, así que, se imagina que está en su habitación y cierra los ojos para dormirse. No lo consigue, pero le ayuda a dejar de llorar.

La niña no sabe lo que ocurre. A veces, la madre es muy linda, sonríe, la abraza y también le prepara su comida preferida. Entonces su padre está contento y hacen cosas juntos. Van al parque o le compran un helado. Ella sabe que el padre la quiere mucho y nunca apaga la luz.

Pero cuando gritan, él se enfada y se marcha. En esos momentos, la madre se pone muy fea y le dice que ella tiene la culpa. La niña se asusta mucho cuando la mira de esa manera. Se queda muy quieta, como si pudiera detener lo que va a suceder. Se encoge esperando hacerse invisible y desaparecer, porque presiente que acabará en el cuarto. Pero sus esfuerzos son vanos, la madre estalla en insultos mientras la arrastra hasta el trastero.

A Ali, le da mucho miedo que la abandone en el cuarto. Teme que nadie la saque de allí. Una vez estuvo un día entero. Ahora, no sabe cuánto tiempo lleva en la oscuridad. Le duelen las piernas y los brazos. Los ojos se han acostumbrado a la penumbra y atisba un hilo de luz bajo la puerta, pero no oye nada. La han abandonado, piensa. Su padre no volverá y su madre también la ha dejado. Se le ocurre que podría gritar para pedir ayuda, pero duda y reflexiona ¿y si ella la está acechando y si se enoja nuevamente?, la dejaría, aún, más tiempo encerrada. El ruido de la llave abriendo la puerta la saca de sus pensamientos. ¡No la ha abandonado!, se dice con entusiasmo.

Sin embargo, presiente que algo no va bien. La casa está silenciosa y en penumbra, y aunque la madre no está enfadada, tiene una mirada extraña. Le habla con dulzura, mientras la conduce con firmeza hacia la cocina. Le dice que van a jugar. Todo está limpio y ordenado. Sólo hay un objeto en la mesa. Un cuchillo grande y brillante reluce sobre una toalla. La niña temerosa se deja llevar hasta la silla próxima. La madre se coloca detrás, a su espalda y la pequeña nota el aliento materno en su nuca. Por un instante contiene la respiración, un ruido metálico se estrella contra el suelo, rompiendo el silencio.

De un salto, Ali coge las tijeras de pescado. Sin mirar al suelo, y sonriendo, se las ofrece a la madre  mientras le dice que quiere que le corte el pelo. Jugarán a peluqueras.


Quizás sea intuición, o acaso remordimiento,  lo que lleva al padre a volver a casa. Su rostro queda lívido, al abrir la puerta de la cocina.

jueves, 29 de octubre de 2015

El miedo

Autora: Cecilia Morales

Tengo miedo al señor No, a su grito, a su calma envenenada.
La mañana es de plomo y me enseña su boca de frío.
Mi alma tiene un llanto callado, de muda sirena
tirada en el fondo de un océano deshabitado.

Tengo miedo al señor No, a su queja, a su agrio lamento.
La tarde es de hielo, sus aristas afiladas me hieren.
Mi cabeza está muerta como muerto está el suspiro de luz
perdido en mitad del universo inagotable.

Tengo miedo al señor No, a su encanto de serpiente.
La noche es de silencio, de negras palabras  escondidas.
Me siento tan cansada, tan sombra agazapada, tan gris,
que la voz agoniza en mi boca, que mi boca está ciega.


Y una aurora de ausencia me acecha y no me ve.



Miedica

Autora: Elena Casanova


― ¡Miedica, miedica… eres un miedica! ¡Eres un cobarde! ―. Estas palabras retumban en la cabeza de David una y otra vez antes de perder el conocimiento.

Minutos antes estaba junto a un grupo de amigos en la puerta del cementerio a altas horas de la noche. La oscuridad es total; el cielo, cubierto de una espesa capa de nubes, impide cualquier resquicio a la luz de la luna. Solo, de vez en cuando, un relámpago deja entrever el camino acotado de altos cipreses que lleva al camposanto y, al otro lado del portón, las primeras tumbas se adivinan adornadas mayormente de cruces. Todos son muy jóvenes, y las primeras señales de la adolescencia se hacen visibles en sus caras en forma de granos y en cuerpos desgarbados.  Parecen muy valientes y decididos a traspasar la pesada puerta de hierro, excepto David que permanece silencioso y relegado a un segundo plano.  Nadie le hace caso, hasta que el cabecilla del grupo se fija en él burlándose de la expresión de miedo de su rostro. Al momento, todos los demás se unirán a la chanza. David, que siempre ha sido un niño resuelto y audaz, comienza a sentirse incómodo y se ruboriza. No tolera que sus amigos se rían de él, es demasiado orgulloso y, sin pensárselo demasiado, escala con movimientos ágiles la enorme puerta. Una vez que ha conseguido pasar al otro lado, dirige la linterna a las caras de asombro de sus compañeros, instándoles  a que lo esperen al otro lado del cementerio por la parte exterior porque él, en solitario, lo cruzará por dentro. En ese instante se imagina el revuelo que causará durante los próximos días en el instituto cuando  se propaguen los comentarios de toda su valentía, convirtiéndose en un héroe.

Camina lentamente porque la linterna solo cubre un pequeño espacio del suelo y no ve demasiado bien por dónde anda. Se pregunta cómo alcanzará el  lado contrario con tan poca visibilidad. Para colmo, unas cuantas gotas de agua se convierten de pronto en un intenso aguacero. Bajo la lluvia, David pierde la noción espacial y camina entre las tumbas dando bandazos. Cuando se acerca a la parte más antigua del cementerio acaba escurriéndose y cayendo en un agujero bastante profundo que no puede ser más que una fosa. Aterriza sobre un ataúd y cuando dirige la linterna, bajo  sus pies ve una vieja caja de madera  astillada y rota por el golpe. Descubre horrorizado en el interior un cuerpo momificado cuyo rostro parece estar sonriéndole. Se le escapa un grito. Rápidamente  intenta  escalar las paredes y salir de esa pesadilla, pero la lluvia ha humedecido tanto la tierra que todo intento por salir se convierte en una tarea imposible. Comienza a ponerse muy nervioso. En su desesperación el ritmo del corazón se vuelve más  intenso produciéndole un leve dolor con cada latido; su respiración es irregular y más fuerte, siente que le falta el oxígeno; los  músculos de todo su cuerpo, de repente, se han agarrotado de manera que apenas puede moverse, solo se agita con sacudidas cortas, rápidas y cada vez más frecuentes. Mientras se hace consciente de que ha perdido todo el control de su cuerpo, el pánico se va acrecentando hasta el punto de perder la conciencia.


A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el sol aún no ha salido por el horizonte, dos operarios del ayuntamiento abren el pesado portón del cementerio y se disponen a realizar sus labores. Han decidido comenzar tapando la fosa que el día anterior abrieron por equivocación. Cogen las palas y  sin distinguir lo que hay en el interior debido a la poca luz de esa hora, van rellenando con tierra el agujero sin percatarse  que un cuerpo, aún con vida, comienza a revolverse.
 

El miedo salvó su vida

Autora: Rafaela Castro

Alberto llevaba ya bastante tiempo en el paro, como más de un español de nuestros días. Aparte de los estudios universitarios que hizo en su día ya había superado los treinta también recientemente. Hizo una serie de cursillos para estar cada día más preparado. Pensaba: ya me llegará la hora. Lo llamaron para hacerle una entrevista. 

Como tenía que trasladarse desde su ciudad a otra más lejana, la forma más rápida de llegar era viajando en avión. Siempre tuvo pánico a este medio de transporte, pero esta era la forma más rápida de llegar. Así, que con los nervios, tardó más de lo normal en preparar la maleta y cuando llegó al aeropuerto, el vuelo acababa de partir hacia su destino. Un vuelo que él, en el fondo, no quería hacer. Dentro de él había sentimiento encontrados, necesitaba urgentemente un trabajo, pero el miedo lo doblegaba. 

Alberto volvió a casa en taxi y su madre lo recibió con un efusivo abrazo y parar de llorar repetía:

- ¡Hijo mío estás vivo, hijo mío estás vivo, sin trabajo pero vivo!

Y es que la madre acababa de escuchar en la radio que había tenido lugar un accidente aéreo con muy pocos supervivientes, y su hijo tendría que ser uno de ellos. 

Miedo

Autora: Rafaela Castro

El miedo, según mi criterio y como yo lo veo, es algo que algunas veces es bueno sentirlo pues quizás esto nos ayude a ser prudentes en un momento determinado. 

También, en alguna ocasión, puede quedar como un gesto de cobardía, si el resultado de esta decisión es algo negativo. 

Últimamente, cuando leo el periódico o veo la televisión, también siento temor y miedo cuando veo hombres, mujeres y niños que huyen de la guerra buscando un refugio que nadie quiere darles. Ellos dependen de los políticos y sus gestiones y, pienso que como sigan así, lo tenemos claro. 

Aparte de sentir mucha pena por estas personas, miro a mis hijos y nietos y siento un escalofrío que recorre mi cuerpo y puede que sea miedo. A mí me quedan tres telediarios pero ellos tienen aún toda una ida por delante. 

Hace poco tiempo leí un sobre, de esos que envuelven los azucarillos en el cual rezaba que el mundo va así de mal porque los ineptos están muy seguros de sí mismos y los inteligentes no se atreven a actuar.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

La diva

Autora: Elena Casanova

Llegó muy temprano, casi al amanecer, unas horas antes de lo previsto.  Cuando entró en recepción, detrás del mostrador se encontraba  Diego, el dueño y la única persona que conocía la hora exacta de su llegada. Con la cabeza cubierta por un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara, le dio un rápido apretón de manos y subió a su habitación aceleradamente. Por la mañana, Diego, no nos podía contar nada más porque había firmado un contrato de confidencialidad que le prohibía difundir cualquiera de las  rutinas durante su estancia en el hotel.

A las siete en punto bajó a recepción  una señora de mediana edad, el pelo recogido en un moño bajo, un discreto vestido negro por debajo de la rodilla con unos zapatos del mismo color y tacón bajo. Con semblante  sereno y muy serio preguntó por el dueño del hotel y, una vez que estuvo delante, le soltó una lista de todos los cambios que había que hacer en la 315. Después de leer el contenido, Diego me llamó a su despacho para  comunicarme que a partir de ese momento yo sería la encargada de satisfacer todas las necesidades de la diva, nombre que utilizaríamos a partir de ese momento para referirnos a la famosísima actriz de origen belga que visitaba nuestro país, en concreto la provincia de Jaén, para  grabar un anuncio de aceite.  Había decidido hospedarse en un pequeño y apartado hotel de la sierra de Cazorla, donde  trabajé durante el verano del 95. No me lo podía creer, jamás hubiese imaginado estar tan cerca de una de mis actrices favoritas cuyas películas me las sabía de memoria.

Cuando subí a su habitación creí que la encontraría todavía allí pero no había rastro de ella. Solo vi a la mujer de negro que estuvo casi todo el día pegada a mis espaldas sin parar de dar órdenes y corregir continuamente la manera en que debía hacer mi trabajo. A partir de ese momento, y durante la semana que la diva permaneció en el hotel, las horas se volvieron tensas e infinitas.

Comencé por cambiar las toallas y sábanas. Todas tenían que ser del mismo color y colocadas de una manera muy específica. No podía haber menos de un par de toallas en el baño colocadas encima del lavabo con tres dobleces. Hacer la cama suponía una verdadera tortura.  La señora de negro, supervisando cada uno de mis movimientos, no toleraba que hubiera ni una mínima arruga en toda la superficie, con lo que en más de una ocasión tuve que bajar a la lavandería para que mis compañeros volvieran a planchar la ropa de la cama. La iluminación fue sustituida por bombillas halógenas y tuve que colocar tres lamparitas auxiliares más por toda la habitación. Otra de mis obligaciones consistía en poner flores frescas en un par de jarrones  todos los días y cada uno de ellos debía de contener doce rosas amarillas con los tallos cortados a la misma altura. Tampoco podía faltar media docena de botellas de seiscientos mililitros de agua mineral, varios paquetes de chicles de diversos sabores y caramelos sin azúcar. Limpiaba la habitación  de forma minuciosa dos veces al día, incluso me llegué a acostumbrar a la señora de negro detrás de mí y contando  las veces que pasaba la aspiradora por cada uno de los rincones, mirándola  de reojo cuando repasaba con el dedo la superficie de los muebles.

Pero mi jornada no tenía horarios fijos, en cualquier momento del día o de la noche tenía que estar disponible para cualquier eventualidad. Antes de acostarse, la diva  solía pedir un vaso de agua caliente a 25 grados exactos y no hubo noche en la que no se le antojara cualquier cosa: desde un sándwich hasta unas velas con olor  a vainilla. Cuando subía a su habitación intentaba colarme y echar un vistazo porque mi deseo era conocer a la  persona que me estaba dando tanto trabajo y a la  actriz que  había admirado toda mi vida.  Sin embargo, detrás de la puerta, siempre aparecía la mujer de negro que me impedía acceder a la habitación cuando la diva se hallaba en ella.


El día que se marchó, lo hizo tan temprano que nadie en el hotel tuvimos la oportunidad de verla. A pesar del trabajo y la ansiedad que me había producido su estancia en el hotel, sentí un poco de nostalgia con su marcha. Cuando entré en la habitación 315  encontré una nota escrita en un español torpe e incorrecto: “Yo doy a ti las grazias todo tu attenzion y generoso. I owe you.”

martes, 29 de septiembre de 2015

El cine

Autora: Pilar Sanjuán 


Siempre he creído que el cine es uno de los inventos más extraordinarios de la modernidad. Un vehículo para la cultura, tan eficaz como la Educación y la Literatura, con los que puede ir de la mano. Así sería si los Gobiernos no intentaran (y muchas veces consiguieran) manipularlo y maniatarlo dándole el uso que a ellos les conviene, o sea, aprovechándose de él para hacer propaganda a su favor.
En las Dictaduras, esta manipulación ha sido descarada; Rusia hacía películas de propaganda pro-Soviética, a la vez que la Alemania de Hitler las hacía a favor del Nazismo, o la Italia de Mussolini, del Fascismo. En España, la propaganda a favor del franquismo tuvo en el Director José Luis Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera, el máximo representante; a él se deben, entre otras, las películas “Raza” y “Franco, ese hombre” en las que la figura del Dictador quedaba a gran altura.
También en las democracias se hizo cine propagandístico, EE. UU. por ejemplo, durante la II Guerra Mundial y después nos invadía con sus películas bélicas en las que los Generales y el ejército estadounidense eran ejemplos de heroicidad, siempre en defensa de la “justicia” y el “bien”. En Francia, con bastante razón, eso sí, se hizo mucho cine sobre la Resistencia contra el Nazismo. De todas formas, el cine francés, no sé si por haber nacido allí, siempre ha estado más considerado y protegido por sus gobiernos y ha gozado de más libertad que en otros países; sus Directores hacían y hacen la clase de cine que les apetece. Cuando el nuestro estaba encorsetado y constreñido por la censura franquista, los españolitos que podían, iban a ver películas prohibidas en España a Perpignan (Francia). Se supone que sus cinco sentidos agudizados y vírgenes, ante aquellas escenas, quedarían enajenados y en éxtasis.
Ahora en España, la censura del Gobierno actual, consiste en aplicar un IVA cultural abusivo que deja maniatados al cine, al teatro, a la Música, al Ballet etc. Veremos si surgen nuevos Gobiernos de las corrientes renovadoras que sean capaces de bajar el IVA y dejar respirar a la asfixiada cultura.
El malestar de los cineastas se pone de manifiesto cada año en la Gala de los Goya. Allí, actores, actrices y Directores hacen oír sus voces de protesta ante la presencia del Ministro de turno.
Siempre me ha gustado el cine. He pasado y paso con él ratos inolvidables. Recuerdo con nostalgia los cines de verano de mi juventud en Úbeda. Había cuatro o cinco en los que era una delicia disfrutar, no sólo de la película, sino de un aire limpio y fresco, de las estrellas en lo alto, del suelo de tierra apisonada recién regado, del aroma de las plantas llamadas “dompedros” que perfumaban el ambiente... Antonio Muñoz Molina habla de esos cines en alguno de sus libros, porque en su niñez, iba todas las noches a gozar de esos sencillos placeres.
Aún recuerdo la primera vez que fui al cine; tenía unos once años y me llevó mi hermana Julieta en Logroño, un poco antes de venir como “desterrados a Úbeda (represalias del Régimen a mis padres por haber sido Maestros republicanos). La película que vimos jamás se me olvidará, tan grande fue mi impresión; era policiaca y se titulaba “Charlie Chan en Egipto”. Este personaje, un detective chino, andaba siempre de tiroteos. Para mí, lo que ocurría en la pantalla era real, así que cada vez que disparaban, yo me escondía tras la butaca de delante, igualito que hacían en el Congreso aquellos valientes Diputados cuando el asalto de Tejero. Debí pensar - de esto no me acuerdo - cómo es que mi hermana me ponía en peligro de esa manera. Pasé tanto miedo, que se me enfriaron los entusiasmos por el cine. Menos mal, pues iban a transcurrir varios años antes de ir de nuevo.
Por fin, con quince años, en mi adolescencia, empecé a ver películas en la terraza de mi amiga Josefina en Úbeda. Vivía al lado de un cine de verano. Esto fue para mí algo extraordinario: ver cine todas las noches sin pagar un céntimo. El único inconveniente era que tenía que volver a casa antes de terminar la película para no llegar tarde. Me costaba horrores arrancarme de la terraza sin ver el final. Al día siguiente, me lo contaba Josefina. Allí pudimos ver el cine que se permitía: películas folclóricas con Imperio Argentina, Miguel Ligero, Lola Flores, Juanita Reina etc. Rancias películas históricas como “Alba de América”, “Jeromín”, “Locura de Amor” o “Agustina de Aragón”. En estas dos últimas, los gritos y los “excesos” gestuales de Aurora Bautista nos ponían la carne de gallina... Pero lo que más nos gustaba eran películas del Oeste, con vaqueros valientes, sudorosos, guapos y decididos que limpiaban de forajidos aquellos pueblos cuya gente pacífica estaba siempre amenazada por el polvo y los bandidos. Algunos de estos vaqueros, duros con los malvados, sucumbían a los encantos de la chica del SALOON y se enamoraba de ella. Por la noche, las quinceañeras soñábamos con idilios entre sombreros tejanos, pistoleras y caballos galopantes. Nuestra imaginación desbordada y nuestra realidad plagada de austeridades propiciaba estos “desmadres” que nos sacaban de la rutina.
 El cine nació en Francia, inventado por los hermanos Lumière. Su primera película fue un corto de diez minutos el año 1895.
 Al principio, el cine fue mudo y en él triunfaron Charlot y Buster Keaton. El año 1927 comenzó el cine sonoro y algunas actrices de gran fama se hundieron porque sus voces desagradables o estridentes no quedaban bien y tuvieron que retirarse.
Rodar una película es un trabajo arduo, que necesita la colaboración de muchas personas: Director, Productor, guionistas, actores y actrices, Director de fotografía, maquilladores, expertos en localizaciones, músicos etc etc.
A veces el Productor, dueño del dinero, interfiere en el trabajo del Director y se crean tensiones que entorpecen el rodaje; por eso, los Directores, siempre que pueden, son también Productores y así trabajan con entera libertad. Un productor que jamás se inmiscuyó en la labor de sus Directores, fue verdaderamente ejemplar: Elías Querejeta, ya desaparecido.
   El guionista supone una parte importantísima en el buen resultado de una película. Tuvimos uno (ya murió por desgracia) que fue el mejor del mundo: Rafael Azcona; película donde él intervenía, era un éxito. Son ejemplos “El cochecito”, “La prima Angélica”, “El pisito”, “La escopeta nacional”, “Plácido”, “El verdugo” etc etc. En cuanto a los iluminadores o fotógrafos son otro elemento imprescindible en el buen resultado de una filmación. También tuvimos uno que se lo disputaban los mejores Directores europeos y estadounidenses: Néstor Almendros. Nació en Barcelona y aprendió su oficio muy joven en Cuba, Nueva York, Italia y Francia. Murió ya hace tiempo.
¿Y qué decir de los Directores? Son el alma de la película. Un buen Director, acompañado de un buen guionista y un buen fotógrafo consiguen el milagro de hacer películas inolvidables. Los hemos tenido y los tenemos en España excelentes. Ya se fueron Buñuel, Pilar Miró, Juan Antonio Bardem, Fernán Gómez, Berlanga, Ricardo Franco. De Bardem hemos visto recientemente una película donde se pone de manifiesto lo que es capaz de hacer un buen Director: me refiero a “La venganza”, de ambiente rural; supo conseguir que una actriz mediocre como Carmen Sevilla, trabajara admirablemente; y con ropa burda, sobresale por sus gestos contenidos, su expresión seria y convincente; logró que hablase con naturalidad, que no sonriera continuamente; en fin, la transformó y nos dejó asombrados el resultado: Carmen Sevilla estaba a años luz de sus películas folclóricas, se había convertido en una gran actriz. Igual ocurrió en la película “La tía Tula”, en la que el Director Miguel Picazo fue capaz de “contener” a Aurora Bautista, que hizo un trabajo modélico.
No quiero dejar de citar Directores/as actuales que son excelentes: Carlos Saura, José Luis Borau, Iciar Bollaín, José Luis Cuerda, Alejandro Amenábar, Gracia Querejeta, Fernando Trueba, Isabel Coixet, Jaime Chávarri, Mario Camus y un largo etc. Es imposible citar a todos. En cuanto a actores y actrices, los tenemos extraordinarios.

Nuestro cine necesita otra Pilar Miró, que cuando fue Directora General de Cinematografía de 1982  a 1985, promovió leyes de protección al cine para mejorar su calidad y lo consiguió. Ahora, rodar una película es un acto casi heroico, porque, ¿quién asume esos gastos astronómicos sin apenas ayudas? Ojalá reciba otra vez la protección que merece.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Años sesenta (El cine de invierno)

Autor: Antonio Cobos


Luis acababa de celebrar su duodécimo aniversario y consideró que con esa edad, ya era lo suficientemente mayor como para tener una novia. Había una niñita rubia, de más o menos su misma edad, que vivía en una de las calles que recorría para ir desde su casa al instituto y viceversa. Casi todos los días, cuando regresaba de las sesiones de clase de la mañana, coincidía con la hermosa niña de los cabellos dorados, que jugaba con otras niñas en algún lugar de su calle o estaba hablando en la puerta de su casa.

No se miraban directamente, pero sí solían hacerlo de soslayo. Él, la miraba de lejos y apartaba la vista cuando se acercaba. Ella, parecía querer hacerse notar cuando aquel repeinado chico moreno se aproximaba, transportando aquella cartera grande de piel que parecía pesar más que un gran saco de patatas.

La flamante  y vistosa bicicleta que le habían regalado sus padres para su cumpleaños y las buenas notas que había obtenido en los recién terminados exámenes de segundo de bachillerato, con sus consecuentes felicitaciones y regalos, habían infundido en Luis una mayor confianza en sí mismo y una inmensa aureola de triunfo que le impulsaron a dar el paso definitivo.

Habló con su amigo Ignacio, un compañero de clase que también sacaba buenas notas y que salía con Maricarmen, una amiga de la rubia de sus sueños. Ignacio y Maricarmen comenzaron a salir al final del verano anterior y paseaban juntos, siempre que no dieran aviso sus respectivos amigos de que había peligro a la vista o de que ellos mismos lo avistaran. El peligro consistía en que se aproximara algún familiar de alguno de los dos,  y especialmente, la situación de sálvese quién pueda se daba, si el familiar era un tío o un primo de ella.

Luis estaba preparado para recibir una negación inicial de Laura, pues en el pueblo no se consideraba muy adecuado decir que sí a la primera, ya que en ese caso, quizás el chico pensara que la chica era una fresca o que estaba excesivamente interesada en tener relaciones con cualquiera. Pero para sorpresa suya, Laurita dijo que sí, que aceptaba pasearse con Luis; ahora bien, siempre que hubiera otra amiga con ellos y siempre que Luis se separase con rapidez si es que aparecía a lo lejos alguno de sus familiares. Luis aceptó aquellas dos rígidas condiciones sin discutirlas y un día de primeros de julio, esperó en el recién inaugurado parque municipal la aparición de su amor, que se presentaría acompañada de Ignacio y Maricarmen. Buscaba una sombra mientras sudaba a chorros, tanto por el calor de la tarde como por el sofoco que le provocaba el inicio de aquella relación.

Aparecieron los tres, más Elenita, la inseparable amiga de la Dulcinea de Luis. Ignacio y Maricarmen hicieron las presentaciones y se marcharon para hacer su vida independiente. Ellos ya salían solos sin la presencia de una amiga de la chica, como fue normal al principio. Los tres recién presentados comenzaron a darse sus paseos, parque arriba y parque abajo. Laurita iba en el medio, muy cogida al brazo de su amiga y al otro lado llevaba a Luisito, a una distancia prudencial. Entre palabra y palabra, los ojos de Laura volaban hacia lo lejos oteando un horizonte que le permitiera detectar el peligro de una aproximación familiar lo más rápidamente posible. Tras un primer cruce de confesiones íntimas en las que los dos se comunicaron que nunca antes habían tenido novio o novia y que era la primera vez que se paseaban con un chico  o una chica y en las que ella quiso dejar claro desde el principio que lo aceptaba como amigo para pasearse, pero que lo de novia o novio era algo a considerar en profundidad más adelante, ambos se relajaron bastante. Luís había comprado dos cucuruchos de pipas saladas de girasol de una gorda cada uno y le pareció que era el momento oportuno de invitarlas a pipas. Sacó los cucuruchos del bolsillo, les dio uno a ellas y él se quedó con el otro. Comer pipas y la atenta vigilancia del horizonte dificultaron un tanto la fluidez de comunicación de la nueva pareja que inició sus paseos por el parque en una fecha memorable: el día de San Fermín. Esos dos factores que condicionaron tanto su primer paseo, no parecieron influir de la misma manera en Elenita, que no paraba de hablar y de hacer preguntas a Luís sobre multitud de temas. Preguntas que iban dirigidas a que su amiga Laura recopilara toda la información posible sobre el novísimo pretendiente. Luis contestó a Elena, pensando que lo hacía a Laura. Habló de su familia, de sus amigos, del instituto, de la bicicleta, … y así, parque arriba y parque abajo, llegaron a las diez menos veinte, la hora tope que Laurita tenía establecida para poder estar de regreso en su casa a las diez menos cuarto.

Paseo arriba y paseo abajo pasó el verano, pero Luis nunca pasó del medio metro de distancia de su amiga. Laura acudía normalmente con Elena aunque alguna vez apareció con otra amiga, o con Ignacio y Maricarmen. Hacia el final del estío los paseos por el parque se ampliaron alguna vez por la zona alta del mismo, un área que no estaba tan iluminada y en la que el medio metro de distancia pasó a ser una separación de cuarenta, treinta, veinte o incluso diez centímetros. No hubo mayor aproximación física, pero sí se dieron algunos choques fortuitos de brazos o un encontronazo inconsciente cuando ante una situación de alarma familiar uno salió disparado en la dirección contraria que el otro.

Llegó el inicio de curso con la llegada del otoño. Entonces el curso empezaba en los primeros días de octubre y también comenzaba en octubre la temporada del cine de invierno. Sólo había sesiones de cine los sábados y los domingos. Y el domingo había tres funciones: una a las tres, que siempre era tolerada para menores, otra a las cinco y otra a la siete. Estas dos últimas sesiones solían ser de la misma película, que normalmente era no apta.

El domingo de después del Día del Pilar, Luis decidió que era el momento de dar un paso adelante en sus relaciones con Laura. La invitó al cine, a la sesión de las tres, y al obtener una respuesta afirmativa tuvo que recurrir a sus ahorros pues también tuvo que invitar a Elenita. Su asignación semanal era de un duro, es decir, cinco pesetas.

A las tres menos diez, Luis ya había sacado las tres entradas sin numerar y aguardaba la llegada de sus invitadas. Una fila irregular de niños y adolescentes formaban cola frente a la taquilla, para sacar los billetes de la sesión del ‘matiné’, función llamada así aunque comenzara a las tres de la tarde, y que vendían a 3 pesetas la entrada. Enfrente del cine un señor mayor, casi un anciano, sostenía una cesta de mimbre y vendía pipas tostadas de girasol, cacahuetes  con cáscara y sin cáscara (a los que en el pueblo llamaban avellanas), caramelos, regalí, cigarros sueltos y alguna cosa más. Generoso y espléndido, Luis compró pipas, avellanas con cáscara y regalí para los tres. A las tres menos cinco aparecieron Laura y Elena cogidas del brazo y los tres entraron a la vez en el local. Luís había pensado coger los asientos en el centro de la fila de atrás, pero ya se le habían adelantado. No tuvo más remedio que coger asientos en la fila final del lateral derecho. Elena decía que ese sitio era muy malo y que se veía mejor en las filas centrales y más cerca de la pantalla. Laura no decía nada y eso le dio valor a Luís para insistir en que aquel lugar elegido por él era el mejor. Si Laura hubiera seguido las indicaciones de su amiga no se hubiera atrevido a contradecirla.

Se apagaron las luces y comenzó la película de aventuras. Las voces se fueron acallando tras un primer momento en que el mayor ruido provenía de los espectadores que mandaban callar a los demás, que de los propios charlatanes de última hora. Con las primeras imágenes habladas se hizo un silencio  total y sólo se oía un ruido de fondo generalizado, de gente que comía pipas. Ese sonido peculiar iría desapareciendo a lo largo de la película y a medida que las pipas se iban terminando.

Luis estaba más pendiente de cómo hacer para aproximarse a Laura que de las aventuras del protagonista y según avanzaba la historia, él se fue desplazando poco a poco hacia el asiento de Laura. Primero intentó aproximar la pierna, pues pensó que al tratarse de las extremidades corporales, que eran partes menos púdicas, igual había suerte de poderlas tener un rato juntitas, una al lado de la otra. Como por la rodilla no podía acercarse por culpa del asiento, intentó aproximar el pie. Pero nada, parecía que no hubiera pies en el asiento contiguo. Intentó entonces acercar el brazo y sobrepasó el apoya brazos de los asientos para no encontrar contacto alguno tampoco. Se giró a mirar al asiento de al lado para cerciorarse de que Laura seguía allí, aunque estuviera seguro de que tenía que ser así. Laura estaba retrepada hacia Elena y también giro su cabeza cuando se percató de que Luís la miraba. Sonrió. A Luis no le dio tiempo de captar esa sonrisa fugaz pues rápidamente volvió a mirar hacia la película, aunque no estuviera siguiendo el desarrollo de aquella historia. No sabía que hacer, cuando percibió que Laura se había movido un poco hacia él y había colocado su brazo en el apoyabrazos que Luis había dejado momentáneamente libre. Volvió a aproximar su brazo izquierdo hacia el asiento de al lado y tropezó con el codo de ella. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y debió de ponerse colorado cuando se hizo consciente de que ella no había retirado su brazo.

Laura deseaba que Luis le pasara el brazo por los hombros. Si lo hacía, esperaría un poquito y echaría su cabeza en el hombro de él. Sabía que no estaba bien, pero era lo que le apetecía. Luis no parecía ir por esa línea, pues en lugar de levantar el brazo para echárselo por los hombros, lo que hacía era bajar el brazo y pegar el antebrazo al de ella.

Avanzaba la película, pero ellos estaban más atentos a los movimientos del otro que al flujo cinematográfico. Laura mantuvo el brazo rígido y Luis siguió aproximando el antebrazo lentamente hasta que su dedo meñique  contactó con el dedo meñique de ella. Los dos estiraron los meñiques y estuvieron así durante unos minutos. Luis pensó que debía pasar a otra fase y pasó varios dedos por encima de los dedos de Laura. Ésta miraba al frente, a la pantalla, fijamente, como si fuera a tragársela con los ojos. Le seguía apeteciendo que le pasara el brazo por los hombros y la aproximara hacia él, pero también le apetecía ahora que se cogieran de la mano. Separó  sus dedos y él metió los suyos entremedias de los de ella. Laura giró su mano y la puso boca arriba. Luis agarró aquella mano sudorosa y la apretó con la suya. Recibió respuesta. Giró su cabeza y Laura giró la suya. Sus ojos se encontraron. Sus caras parecían estar traspuestas, eran caras congestionadas, medio llenas de pavor y medio llenas de éxtasis. Él le preguntó en voz muy baja: “¿Quieres ser mi novia?’” y ella, sin salirle la voz del cuerpo, dijo un “sí“ muy bajito mientras movía su cabeza de arriba a abajo sin dejar de mirarle. Él acercó su cabeza y le dio un beso pequeño y fugaz en los labios. Siguieron cogidos de la mano hasta el final de la película.

domingo, 27 de septiembre de 2015

El rodaje

Autora: Carmen Sánchez Pasadas


A Reme el pueblo se le quedó pequeño muy pronto. La muerte precipitada de su padre, sepultó con él, una parte de su vida y futuro. La niña traviesa, que soñaba con volar en el trapecio de un circo, desde que lo vio por primera vez, se convirtió en una joven algo reservada, cuando tuvo que abandonar el instituto, para trabajar en la casa de comidas familiar. De un día para otro, su existencia placentera, llena de fantasías juveniles, quedó atrás, dando paso a una realidad de adultos.

Desde entonces, su jornada empezaba con el amanecer, cuando encendía la cafetera, antes de que llegaran los clientes más madrugadores y terminaba fregando, bien entrada la noche. Pese a todo, la madre nunca oyó una queja de sus labios, sino al contrario, palabras de ánimo, cuando la madre maldecía la mala suerte de ambas,  Reme tenía buen carácter y se adaptó a lo que se esperaba de ella, sin mostrar descontento. El duro trance que trastocó sus vidas, se dulcificó con el tiempo, que fluía ajeno a cualquier adversidad, y así el devenir del pueblo siguió su camino. Poco a poco, las amigas de Reme se fueron alejando. Unas continuaron sus estudios en la capital, otras encontraron trabajo o se casaron y se marcharon. Mientras,  madre e hija iban sacando adelante el negocio, envejeciendo una y madurando la otra.

Progresivamente el restaurante fue prosperando, sin embargo, Reme empezó a notar un vacío en su interior que crecía dejándole un sabor amargo. Ella intentaba estar atareada, para que ese pesar, que la invadía de forma inesperada, no apareciera y sobre todo, se esforzaba en ocultarlo. Pero la madre, consciente de la soledad de la hija, en seguida intuyó la nostalgia que sentía. Así que, justificándose en la buena marcha de la empresa, decidió que cerrarían cada martes para descansar y obligarla de este modo, a que saliera a distraerse. El ambiente conservador de entonces no permitía que una mujer saliera sola, por lo que madre e hija fueron al cine aquella tarde. La emoción que Reme sintió fue tan intensa, que repetía cada día libre que tenía, ya fuera acompañada por su madre o alguna prima. Desde aquella tarde, el peso de toda la semana fue más liviano y la charlatanería de las conversaciones habituales, menos decepcionante.

Cuando estaba en el cine sentía que ella formaba parte de la historia que sucedía antes sus ojos. Reía o lloraba con los personajes, se enamoraba perdidamente del galán que tuviera ante sí, u odiaba al “malo” de turno. Por un instante olvidaba su vida anodina y se transformaba en la protagonista que vivía aventuras trepidantes, o se sentía la mujer más bella, que seducía al actor más atractivo. A veces, si la película era de suspense, se descubría sentada al borde de la butaca, o estaba rígida, si era de misterio o terror. Estos momentos fugaces de felicidad, consiguieron que sus accesos de melancolía se diluyeran, aunque la herida interior no hubiera cicatrizado.

Pero sucedió un acontecimiento extraordinario, que cambió la vida del pueblo y sus vecinos. Una productora cinematográfica extranjera eligió los parajes próximos a la población para rodar los exteriores de su película. La ingente cantidad de personas que formaba el equipo de filmación, alteró la desidia del pueblo, donde nunca pasaba nada interesante. Además, curiosos de localidades cercanas, venían también, dada la expectación que generaba la noticia del rodaje.  Hoteles, restaurantes o cafés, estaban llenos a cualquier hora. Gran parte de los habitantes fueron contratados para colaborar con los técnicos en actividades relacionadas con la producción, entre ellos se encontraba el sastre, el carpintero y otros muchos.  Pero lo que generó mayor interés, fue la participación en la película como personajes secundarios o “extras”. Afortunadamente para la localidad, la filmación se prolongó más de lo previsto, dando lugar a la aparición de lazos afectivos entre los visitantes y los lugareños.

Todas estas circunstancias, beneficiaron igualmente al negocio de Reme y su madre. Durante los días que transcurrió el rodaje, un grupo de actores, desconocidos para la mayoría del público, asistía al establecimiento de comidas familiar. Así Reme conoció a John, un especialista inglés, robusto y algo tímido. Desde el principio, ella se quedó fascinada oyendo las anécdotas que contaban entre ellos, relacionadas con la filmación de escenas peligrosas. Luego se dio cuenta de que él la observaba disimuladamente al principio y después abiertamente. Más tarde, se hacía el encontradizo o se demoraba cuando los compañeros salían del restaurante.

Por su parte,  John no sabía explicar que le atraía tanto de Reme, quizás, pensaba, estaba influenciado por el ambiente festivo del entorno, pero de cualquier manera sentía que era especial y buscaba cualquier ocasión para estar cerca de ella.

Definitivamente, esta película cambió sus vidas. Desde entonces Reme comparte su vida con John. A veces están en Inglaterra, otras en España y la mayoría de las ocasiones, donde se desarrolle la película que él esté rodando en ese momento.

martes, 30 de junio de 2015

Los jóvenes

Autora: Carmen Sánchez


No muy lejos, Bea, había cumplido diecisiete años la semana anterior y era la chica más animada de su pandilla. Sin embargo, esa mañana no tuvo fuerzas para levantarse. El cuerpo le pesaba como si fuera de piedra y hasta el más mínimos ruido le molestaba. Tampoco fue a clase.

Al otro lado de la ciudad, Celia no oyó el despertador, ni tuvo ánimo para responder a su padre cuando la llamó. Se encontraba cansada y apática. No fue al instituto.

El Jefe de Estudios colgó el teléfono enfadado en presencia del tutor, que momentos antes le había informado de las múltiples ausencias. Acababa de hablar con la décima familia que le comunicaba que su hijo se encontraba enfermo. Según le comentaron, ninguno manifestaba síntomas concretos. Era como si, de repente, todos estuvieran agotados y deprimidos.

El docente no daba crédito a la situación. Convencido de que los jóvenes fingían tal enfermedad, pensó que tendrían un examen próximo o bien que, existía un problema que desconocía. Ante la incertidumbre optó por esperar al día siguiente para tomar alguna determinación.

Sin embargo, en las jornadas sucesivas la situación desbordó las peores hipótesis posibles. Las ausencias iniciales se multiplicaron hasta llegar a cincuenta alumnos. Una semana después eran doscientos los estudiantes que no asistieron al instituto. Esta realidad fue común a todos los centros de la ciudad. Una enfermedad desconocida estaba dejando vacías las aulas y llenando las consultas médicas.

Los jóvenes, Álex, Bea, Celia y tantos otros, no sabían qué les pasaba. Se sentían extraños en sus propias vidas y con un cansancio permanente. Con las primeras exploraciones, los médicos descartaron cualquier trastorno del sistema cardiovascular o inmunológico. Después, sobrepasados por la dimensión que tomaba la enfermedad, las autoridades sanitarias decidieron estudiar al grupo de afectados que manifestaron los síntomas desde el principio. Así, basándose en exámenes continuos, los investigadores hicieron un descubrimiento estremecedor: los enfermos estaban perdiendo los recuerdos de la infancia de forma acelerada. Las carencias afectivas que este fenómeno provocaba, estaba modificando la conducta de los afectados. Los muchachos no recordaban momentos de sus vidas imprescindibles para consolidar el apego en sus relaciones personales. Habían olvidado por ejemplo, cuando ayudados por sus padres aprendieron a montar en bicicleta. No recordaban tampoco, canciones infantiles que repetían una y otra vez con sus hermanos, o aquella excursión con la familia en la que tanto disfrutaron. Habían olvidado también la mascota inseparable que los cubría de lametones o la película de animación, de la que hasta se sabían los diálogos. No sólo habían olvidado momentos, si no que, además no recordaban datos, como el nombre de sus amigos del colegio o el de sus abuelos. Y lo más preocupante era que algunos empezaban a manifestar lagunas en la memoria reciente. Como resultado de estas ausencias, los jóvenes se sentían desligados de su entorno y se encerraban en un hermetismo infranqueable.

Ante la trascendencia que estaba teniendo la enfermedad, un grupo de científicos estudió con ahínco las causas fisiológicas que la producían, hasta que llegaron a un resultado dramático. La regeneración neuronal se había alterado. Las nuevas neuronas se reproducían de forma alarmante, creando simultáneamente multitud de conexiones entre ellas. El crecimiento desmedido de éstas atacaba a las neuronas responsables de la memoria. Esta invasión agotaba a las antiguas, que morían sin llegar a transmitir la información que contenían, a las nuevas, afectando  a la memoria, y también a la movilidad,  ya que actuaba sobre el control de los impulsos reflejos, transmitidos por el sistema nervioso. De ahí, el extremado cansancio de los enfermos.

Ante estos resultados los científicos estaban abatidos, pero también esperanzados. No sólo se trataba de investigar unas células con un comportamiento anómalo, si no que era mucho más. Tras meses de convivencia con los jóvenes, era difícil no angustiarse por estos chicos llenos de energía, que tenían toda la vida por delante, y que poco a poco se iban aletargando y recluyendo en su interior. Los investigadores habían descubierto la evolución de la enfermedad, pero ahora necesitaban conocer qué originaba tal alteración. Las siguientes fases se complicaron aún más, porque el número de personas afectadas seguía aumentando. Ya había alcanzado al resto del país y había algún caso fueran de las fronteras.

Estaban en esta encrucijada, cuando una mañana, durante el desayuno de los investigadores, alguno sugirió a un colega que, por favor, silenciara el móvil, porque era imposible no prestarle atención. El interesado hizo lo esperado, y además tuvo una idea brillante, que compartió con sus compañeros:

– ¿Y si lo que ocasiona la alteración en el crecimiento neuronal, es el exceso de información que el cerebro recibe permanentemente, sin que haya periodos de recuperación suficientes? – y continuó asombrado de sus propios pensamientos: - Varias pautas coinciden, todos los afectados son menores de veinte años y todos desde los primeros años de vida han estado expuestos a un bombardeo continuo de imágenes y datos. – Añadiendo: - Hemos visto como las pantallas han desplazado a los juguetes tradicionales y los libros y las pizarras son objetos del pasado.

Otro investigador, siguiendo la línea de razonamiento del anterior, pregunto:

– ¿Alguno ha calculado cuántas horas al día dedicamos a mirar una pantalla? –Y añadió:

– Entre el ordenador, el móvil, la tablet, etc, sólo quedan libres las horas de sueño, que cada vez son menos por la invasión que sufrimos con las redes sociales. Y si tenemos en cuenta cómo se relacionan los chicos actualmente, todavía es peor.

Todos estuvieron de acuerdo con esta posibilidad, por lo que dirigieron sus estudios a comparar como afectaba esta incidencia a individuos que, por distintas razones, habían vivido ajenos a los medios informáticos, comparándolos con los afectados por la patología, y comprobaron que, el crecimiento neuronal era prácticamente normal en los primeros. Las conclusiones finales no tardaron en llegar: El crecimiento de las neuronas se incrementaba exponencialmente como consecuencia de la actividad continuada del cerebro. Si la situación actual no cambiaba, las personas corrían el riesgo de padecer trastornos similares  al alzehimer, el autismo y la parálisis.

Inmediatamente, las autoridades sanitarias tuvieron conocimiento de los resultados, pero los medios de comunicación no informaron de esta noticia. De forma simultánea y curiosamente, estos científicos fueron acusados públicamente de “revelación de secreto profesional” y fueron despedidos.

Tiempo después, una famosa empresa farmacéutica comunica que ha descubierto la Vacuna que reduce los efectos de esta “epidemia”. En breve, estará disponible y al alcance de todos los gobiernos, para hacerla llegar a toda la población.

Mientras, en un pueblo desconocido, un grupo de jóvenes y científicos, entre los que se encuentran Álex, Bea y Celia, retoman su vida. Acaban de oír la noticia de la nueva vacuna por la radio, y aunque ya lo esperaban, es difícil sobreponerse a la indignación que les causa. Pero, su tiempo de oír la radio ha terminado. Sólo disponen de una hora al día, el resto lo dedican a hacer deporte, trabajar, leer, jugar o charlar. La recuperación es muy lenta, pero están ilusionados. Además hay otro factor que los anima, empiezan a llegar nuevos chicos que saben de su recuperación.
 
 
Autora: Rafaela Castro

Quiero hacer una presentación  del lugar en el cual se desarrollaron los hechos que voy a relatar.

Serían finales de los años 50, en aquellos tiempos yo vivía con mis padres en una humilde vivienda que nos pertenecía por ser mi padre el guarda jurado de aquella finca, propiedad de unos señores, que por cierto, poseían un montón de hectáreas de tierra de siembra y de bosques.

Los dueños eran una familia admirada de Granada. Algunos de ellos vivían en Madrid, de hecho una de las hijas se casó con el hijo de un ministro de régimen de Franco.

En aquellos tiempos, solían montar cacerías dos o tres veces al año de conejos y perdices. A estos eventos también asistían muchos amigos con sus correspondientes señoras e hijos, en fin, todo un acontecimiento, en el que se hacía una paella con los conejos que mataban cerca de una fuente que allí había.

En una de las veces de los acontecimientos pasó la siguiente historia:                                                    

Los caballeros llegaban muy temprano y las señoras solían llegar casi al mediodía. Aparecían en un coche negro el cual a mí me impresionaba mucho, conducido por un chófer.

Aquella finca en la que estábamos, la carretera que venía de Granada estaba a una distancia de bastantes kilómetros. En este desvío hasta el carril del cortijo los vecinos y personas tenían que pasar por una era que pertenecía a otro cortijo. En una de las veces que venían las señoras junto al chófer al llegar a la era, esta estaba llena de haces de trigo para sacar la cosecha, y estas en vez de pedir por favor que dejaran el paso libre, se pusieron  chulas y exigieron que lo retiraran todo inmediatamente. Los obreros optaron por retirarse todos hacia la pared, y tuvieron ellas que bajar del coche y despejar el camino.

Cuando llegaron al punto de encuentro parecían fieras llenas de arañazos, humilladas por unos patanes según ellas, diciendo que ellos no sabían quiénes eran ellas y  que se vengarían.

Al final no pasó nada, y tanto a mis padres como a mí fueron unos valientes ¡viva la madre que los parió! De estos tenían que haber habido más.

Cuando se organizaban estas comidas, ellos lo pasaban muy bien, pero mis padres y yo andábamos todo el día de cabeza, no sabían hacer muchas cosas pero a disfrutar y a mandar no les ganaba nadie.
Como dije anteriormente mi padre era el guarda y lo primordial era el coto, se encargaba de que no entraran cazadores furtivos, esto les podía caer multas y hasta cárcel. Existían unos depredadores que se comían los huevos de las perdices, conejos etc., estos eran lagartos urracas, serpientes y otros que no recuerdo el nombre y como a ellos no se les podía multar ni encarcelar, el remedio era exterminarlos, llegando a ponerle precio a sus cabezas.

El jefe del cortijo, es decir, el dueño le dijo a mi padre que por cada uno de estos animales que le presentara muerto le daría cinco duros o dos o tres dependiendo de lo peligroso que fuesen estos.

Se corrió la voz y todos los gañanes y gente joven que allí trabajaban cuando almorzaban lo hacían deprisa, tenían poco tiempo para ir a buscar reptiles y demás bichos a los montes de piedras llamados Majanos ya que eran donde esos animales podían esconderse.

En el acuerdo de mi padre con el dueño este le dijo que tenía que guardar todas las piezas que cogiese. Las colgaba en una Encima que había atrás del cortijo, cuando el señorito venía contaba los trofeos y le pagaba según lo que había.

La Encina  daba bellotas dulces pero desde entonces nadie volvió a comerlas. Era como un árbol siniestro el cual estuvo presente en mis recuerdos, no muy gratos por cierto... esto en mi niñez me provocó más de una pesadilla.


ANÁLISIS DE MI MISMA: no quiero hacer daño a nadie y olvidar los desengaños, pensar que tengo un futuro aunque me pesen los años. En mi mente juventud creo que es lo que yo tengo, aunque como a muchos viejos en pensar ya me entretengo, en recordar, en pensar muchas horas se me van, yo tengo muchos recuerdos, para dar y regalar. 

Noche trágica aunque pudo ser peor

Autora: Rafaela Castro

Cuando mi hermano nació, de esto hace ya 56 años, en aquel tiempo fue de los primeros niños nacidos en el Materno del Clínico.

A mi madre la trajeron aquí a Granada dos semanas antes del parto, a casa de los señores del cortijo en el cual trabaja mi padre de guardia forestal.

Cuando mi madre me tuvo a mí no se quedó muy bien, y aquel embarazo fue complicado.

Al llevarse  a mi madre a Granada yo me quedé cuidando a mi padre, aconsejada por las vecinas cocinaba los potajes y los cocidos.

Era el mes de noviembre y empezó hacer frío y mucho aire, yo encendí la chimenea y al estar la puerta justo enfrente, el aire empujó el fuego prendiéndose  la chimenea llegando a salir por encima del tubo, una de mis vecinas tapó la entrada con una manta y en apariencia el fuego se apagó, al no tener respiración, pero se ve que en CAMARIN perdido había un viga que se fue requemando.

A las diez de la noche cuando ya íbamos a dormir, salió mi padre a ver si llovía y cambiaba el tiempo porque aquel año era muy seco. Ya podemos imaginar la sorpresa de mi padre al ver la montaña perfectamente iluminada, como si fuese de día, la camarada de arriba de la casa que era nuestro dormitorio estaba completamente en llamas.

Dentro de todo tuvimos la suerte de que era lunes y todos los obreros ayudaron lo que pudieron, y entre todos sofocaron el fuego. ¡Y todo esto con música de fondo! yo llorando ya que me sentía culpable del incendio, no paré de decir: ¡cuándo vuelva mi madre me mata! Y cuando mi madre llegó a los dos días con el niño en brazos, por supuesto no me mató, ¡esto es evidente!

Aquella noche fue siniestra, pero pudo ser peor si mi padre y yo nos hubiésemos acostado antes de salir el fuego al exterior.

Recuerdos

Autora: Elena Casanova


Los recuerdos pesan y la voluntad de evocarlos  también según oscilen de un lado u otro de la balanza. Pero ¿Y aquellos que la mantienen en equilibrio? ¿De qué modo nos afectan?
Charo  cierra el ventanuco de la  buhardilla. Antes de abandonar la pequeña estancia echa un  último vistazo y abandona la mirada durante unos segundos en un montón  de muebles viejos y algunas cajas de cartón selladas con cinta adhesiva. Cierra la puerta y baja unas escaleras que le llevan  al dormitorio principal.
La cama, desafiante,  mira a Charo entre la burla y la ironía descubriendo  los secretos mejor guardados.  Durante  tres décadas  ha sido testigo de los roces entre dos adultos que  no han sabido amarse. La fuerza de la costumbre convertida en norma y así, cada fin de semana,   unos cuantos arrumacos previos eran más que suficientes para la culminación de un acto sin deseo. Charo se acerca al balcón, baja la persiana y encaja las hojas batientes de la ventana.  En la penumbra se diluyen todas las imágenes, incluso  las últimas horas de su compañero, que se aferra   a la vida con una voluntad obstinada  para expirar  entre  unas sábanas impecables.
En  el baño,  cierra la puerta de un armario donde queda oculta para siempre una máquina de afeitar y, tras el espejo,  el rostro cansado y quejumbroso que tantas veces ha rasurado. Un cuerpo blando, dueño de la cara del espejo, parece licuarse tras  la mampara de la ducha que nunca más va a utilizar. Apaga la luz y va cerrando todas y cada una de las puertas del resto de los cuartos que nunca han sido habitados.
Desciende las últimas escaleras y una vez en la planta baja,  pasa a la cocina. Antes de cerrar los postigos, delante de la mesa  ve a dos figuras sentadas, una enfrente de la otra, sin mirarse y masticando muy despacio mientras las palabras parecen haber sido secuestradas. Tantos  desayunos,  tantas  cenas,  tantas copas de vino compartidas en el silencio de la más absurda de las convivencias. Cierra la puerta con suavidad, ni siquiera siente rabia y, dejando la habitación a oscuras, pasa al comedor.
En un rincón aparece, insignificante, el televisor, sin embargo protagonista principal de la casa,  con la fuerza suficiente para simular la quimera de una relación. El desgaste  del sofá, la disposición de los muebles, las cortinas desteñidas, todo forma parte del devenir de dos vidas  tristes y resignadas. En los treinta años de convivencia no ha habido una queja, recriminación o culpa. Como tampoco en los treinta años de convivencia ha habido risas, confidencias o confianza.
En la percha del pasillo, Charo ha olvidado el abrigo que él colocó el día antes de caer enfermo. Se siente tentada de quitarlo, pero rectifica y piensa que ese abrigo pertenece a la  casa  como símbolo principal de un pasado. Ahí se queda presidiendo la entrada.
Echa una última mirada antes de acceder  a la calle para cerrar con llave definitivamente una puerta demasiado pesada. La llave de una casa cuya memorias se mantendrá siempre blindada por  la frialdad  y la  indiferencia.
 

lunes, 29 de junio de 2015

Autora: Cecilia Morales


Nicolás soñaba con ser un gran pintor. De aspecto débil y enfermizo, clarito de piel y rubio de pelo, retraído y callado, estaba, sin embargo,  muy orgulloso con su flamante título de Licenciado en Bellas Artes. Quería vivir de la pintura, del dibujo y el diseño, aunque sabía que eso era casi imposible. De momento, iba haciendo frente a sus gastos trabajando algunas horas en el restaurante de unos amigos de sus padres.

 Con la acreditación bajo el brazo, recordó, entonces, la historia  de un pintor de un precioso cuento que le regaló su abuela Joaquina cuando cumplió seis años, cuando ella llevaba ya tiempo sabiendo que su nieto el rubio  tenía madera de artista, como su propia madre, Jacinta, la bisabuela de Nicolás. Si tuviera suerte, quizás lograría vivir de la pintura, como le ocurrió al protagonista del cuento.

Seguro que todavía tenía el libro por algún sitio,  sabía bien que no se había desprendido de él, y quiso recuperarlo.

Fue al trastero, removió cajones, revisó estantes, abrió y cerró cajas, buscó y rebuscó entre sus libros antiguos, entre sus cuentos y tebeos, hasta que lo encontró: “El pintor de recuerdos”, de Jose Antonio del Cañizo, rezaba, en letras negras y grandes, la tapa dura y algo estropeada del cuento.

Nicolás quiso leerlo de nuevo, y en un rincón, sobre el cojín de margaritas que se solía poner su abuela tras los riñones, lleno ahora de polvo, se sentó y lo volvió a leer, con la misma ilusión y entusiasmo de cuando era pequeño.

Y decía así:

“Gabriel era pintor de recuerdos. ¡Era el pintor más original del mundo! ¡No había ningún otro como él!

Hay pintores de muchas clases: pintores de retratos, que reflejan en el cuadro la cara y el espíritu de quien posa para ellos.

Pintores de paisajes, que plantan su caballete en plena naturaleza y plasman en sus lienzos toda la belleza del campo.

Pintores de bodegones, que a menudo tienen que consolarse dando vida con sus pinceles a todo aquello que jamás podrán masticar con sus dientes…

Pintores de corte, que a veces se cansan de tanto retratar reyes y reinas… Y, para distraerse un rato, se ponen a pintar a unos cuantos servidores del palacio. ¡E incluso a un perro que pasaba por allí! Pero, al final, los reyes acabaron colándose en el fondo del cuadro. ¡No faltaría más!

Y también pintores abstractos, que llenan sus lienzos de sueños fantásticos, luces que estallan, manchas encendidas y figuras misteriosas…

Sí, hay muchas clases de pintores. Muchas.

Pero, a lo largo de la Historia, jamás existió un pintor de recuerdos. Hasta que Gabriel pensó: “¿Qué es lo que más le gusta a la gente? ¡Sus recuerdos! ¿Qué hace felices a muchos? Recordar, recordar y recordar los mejores momentos de su vida… ¡Me haré pintor de recuerdos! ¿Puede haber mejor manera de hacer felices a las personas que pintarles sus más agradables recuerdos? Así podrán colgarlos en la pared y tenerlos siempre ante sus ojos”.

Y clavó en la puerta un letrero que decía:

GABRIEL

PINTOR DE RECUERDOS

(De 9 a 2 y de 5 a 7)

Nada más colocar el cartel, pasó por allí una viejecita de aspecto muy simpático. Se quedó mirándolo largo rato. Suspiró, recordando algo. Se fue a casa andando lentamente, pensativa. Le dio vueltas a la idea toda la noche. A la mañana siguiente, vació su cartilla de ahorros y llamó a la puerta de Gabriel.

Quería que le pintase su más bello recuerdo. Había sido, casi, el único momento hermoso de su vida. Ella era entonces muy joven. Había ido a un baile. Estrenaba un vestido precioso. Un joven la sacó a bailar. Bailaron valses y valses, como flotando en una nube. De madrugada, él partió hacia el frente. Y nunca volvió…

Gabriel lo fue pintando tal y como la anciana se lo describió. Con todo detalle. Cada cinta de su vestido. Cada destello de las arañas de luz del gran salón. El brillo de los espejos. Los instrumentos de la orquesta. Y, sobre todo, el bigote. El bigote del joven.

 –Lo más importante del cuadro -recalcó la anciana- es el bigote. De lo que mejor me acuerdo, de lo que no me olvidaré mientras viva, es de su bigote. A ver si me lo pinta muy bien.

Como la anciana tenía poco dinero, Gabriel le cobró muy poco. En cambio, al día siguiente apareció un gran hombre de negocios. Un multimillonario. Hizo que le pintase su mejor recuerdo: el día en que ganó su primer millón. Gabriel lo pintó todo tal cual, y le cobró lo que correspondía más lo que había dejado de cobrar a la anciana del día anterior.

Luego vino una pareja. Deseaban que inmortalizase en el lienzo aquel momento tan romántico: cuando se conocieron en las barcas del parque.

Y un anciano reumático, asmático, encorvado, renqueante y achacoso le pidió que le pintase aquel día tan lejano en que ganó la carrera de cien metros vallas.

El próximo cliente fue un señor con una cara la mar de tristona. Su mujer y sus hijos habían muerto en un accidente de automóvil, del cual solo había sobrevivido él.

Quería que le pintase el mejor rato que habían pasado todos juntos.

-¿Y cuál fue? ¿Cuál es su mejor recuerdo? –le pregunto Gabriel. Esperaba oír el relato de una fiesta familiar, un fin de curso con muchos sobresalientes, un viaje inolvidable al extranjero u otro acontecimiento importante.

Pero el señor tristón le contó lo siguiente:

- Un día fuimos de excursión al bosque. No había nadie más. Solo los árboles, las flores, nosotros y un arroyo. ¡Y un pájaro que comenzó a cantar! Y luego otro. Y otro. Jugamos a ir contando cuántos pájaros distintos oíamos cantar alrededor. Al principio no nos habíamos fijado casi en sus cantos. Luego, poco a poco, fuimos descubriendo más y más. Inmóviles, callados, íbamos señalando con el dedo el lugar de donde venía el canto de cada nuevo pájaro. Oímos veintisiete cantos distintos. Aquella excursión es mi mejor recuerdo.

Gabriel pintó el bosque y copió los personajes de unas fotos que el señor sacó de su cartera.

Otro día vino un político. Le mandó pintar el acto solemne de cuando tomó posesión de un alto cargo. Un cargo tan alto, tan alto que Gabriel tuvo que hacer el cuadro subido en una escalera.

Y también vinieron los padres de una chica que se había marchado de casa y no volvía. Le encargaron un cuadro en que apareciesen los tres, precisamente el día en que ella comenzó a dar sus primeros pasos.

Y así, el pintor de recuerdos fue llenando de ilusión a muchas personas. Hasta que, un día, se llevó una sorpresa. ¡Aquello sí que no se lo esperaba! Llamaron al timbre y abrió. Era un niño pequeño. Tenía el pelo revuelto, los cordones de los zapatos desabrochados y el pantalón vaquero más sucio de la ciudad.

Gabriel preguntó extrañado:

-¿Qué quieres?

El niño alzó la mano y le dio una moneda. La única que tenía. Y dijo:

- ¡Hola! Quiero que me pintes un recuerdo. Toma.

Gabriel, por seguirle la corriente, cogió la moneda y se echó a reír:

- ¿Un recuerdo? ¡Pero si tú no has tenido tiempo ni de tener recuerdos!

- Sí. Tengo uno. Uno solo.

- Aunque tengas uno, será tan reciente que no hará falta que yo te lo pinte -contestó Gabriel, que se estaba divirtiendo, pero al mismo tiempo estaba muy intrigado.

- Es que ya no lo tengo- explicó el niño.

-¿Cómo? –exclamó Gabriel, desconcertado -. Anda, dime, ¿qué recuerdo es ese?

- Pinto – contestó el niño.

- ¿Cómo que pintas? Aquí el que pinta soy yo.

Y le revolvió el pelo cariñosamente.

- No. Digo que mi recuerdo se llama Pinto. Mi perro. Pinto. Se me perdió. Era mi mejor amigo y se me perdió.

Gabriel comprendió. Sonriendo, cogió un lienzo y pregunto:

- ¿Tú crees que Pinto cabrá aquí?

- Sí. Era pequeño. Y Gabriel comenzó a pintar al perro tal y como lo iba describiendo.

Tenía ya el cuadro abocetado cuando el niño dijo:

- Y, aquí, en el lomo, tiene unas pintas negras. Por eso lo llamé Pinto.

Gabriel dejó caer la paleta y se llevó las manos a la cabeza. Los pinceles salieron volando. Soltó una exclamación de asombro y echó a correr. Abrió la puerta del estudio. Se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido.

- Trompo, ven acá- gritó.

Un perrillo muy juguetón entró dando brincos. Al ver al niño, se abalanzó sobre él ladrando alegremente y empezó a darle lametones. El niño lo abrazó fuerte. Gabriel los miraba. Suspiró resignado. Su cara se nubló de tristeza. Sintió un nudo en la garganta cuando el niño se marchó corriendo, sin dejar de abrazar a su perro.

Pasaron los días.

Gabriel pintó cuadros y cuadros con los recuerdos que la gente quería tener ante sus ojos.

Se encontraba muy solo.

Un día en que se sentía especialmente melancólico buscó por los rincones aquel cuadro a medio hacer. Lo desempolvó. Lo puso en el caballete. Y acabó de pintar el retrato de aquel perrillo que había encontrado en la calle y con el que se había encariñado tanto. Cogió un martillo y una alcayata y lo colgó en la pared.

Así, de cuando en cuando, podría contemplar uno de sus mejores recuerdos”.

 Al terminar su lectura, Nicolás sintió que  aquella historia le había conmovido como antaño, como el primer día en que se la leyó su abuela.

 La recordaba sentada en su sillón con el cojín de flores en la espalda, él sobre su falda y sobre él, el cuento. Ella iba señalándole los hermosos dibujos: el baile de la anciana y el impresionante bigote de su joven amado; el ricachón, tan bien vestido, y rodeado de incontables billetes; la joven pareja que encuentra el amor sobre una barca en el lago azul; el abuelo nostálgico, con su bastón, recordando  su vida de joven y brillante atleta;  el señor triste con toda su familia bajo un gran árbol repleto de pájaros; el político, alto, muy alto, como su cargo; los felices padres acompañando a su hija, tan pequeñita y tambaleante, en sus primeros pasos; el niño chico, despeinado, sucio y desaliñado, que había perdido su perro, y la sorpresa final que tanta pena le dio a Nicolás: la tristeza  y el desconsuelo de Gabriel, y también su bondad y generosidad, quien se encontró con la paradoja, con la contradicción de ser él, finalmente, el que había tenido la necesidad de colgar en la pared un cuadro con uno de sus recuerdos más añorados.

La historia de este pintor de cuento llevó al joven licenciado a pensar que él también podía pintar recuerdos, pero no de cualquiera, solamente los de su abuela Joaquina, ahora que ella los estaba perdiendo.

Eran tantas las historias que su querida abuela había vivido, que se las había contado y él sí recordaba, que las reflejaría en sus cuadros. A ella le podían gustar y  quizás consiguiera  ver de nuevo una sonrisa en su rostro arrugado.

Como aquella vez que, siendo muy pequeña, se perdió en un monte cerca de su casa y estuvo tres días sin aparecer, con la insufrible angustia de su bisabuela Jacinta. Un cabrero la encontró muerta de frío y de hambre bajo unos arbustos.

O cuando en una ocasión, yendo a lavar al río, se le escapó el trozo de jabón y, por cogerlo, se cayó al agua, que la arrastró varios metros hasta detenerse en unos matorrales de los que salió berreando y magullada.

O el día en que conoció el mar, tan grande e inmenso que tuvo miedo de solo mirarlo.

O su primer amor, con siete años, que le regalaba piedrecitas pintadas de colores para que jugara a las chinas con sus amigas y, a cambio, le pedía un beso.

O tantas y tantas otras: la muerte de su padre, que la sacó del colegio y la puso a trabajar, o, más tarde, la guerra, que la llevó a apuntarse a la Cruz Roja después de aprender nociones de enfermería…, interminables las vivencias de su abuela que él era capaz de evocar.

Lo pensó despacio, reflexionó, llevar a un lienzo recuerdos de su abuela no le iba a dar dinero, de momento tendría que seguir picando verduras, fregando cacharros, preparando comidas…, pero no le importó, le permitiría saldar la inmensa deuda que tenía con su abuela Joaquina por tantos y tantos momentos extraordinarios que le había hecho vivir con el relato de sus recuerdos.