sábado, 28 de febrero de 2015

Recuerdos y presentes

Autora: Rafaela Castro

María y Juana, amigas y vecinas de toda la vida, viven en el mismo bloque y en la misma planta, una enfrente de la otra.
 Era como un ritual tender la ropa en los tendederos del ojo patio, más o menos a la misma hora de la mañana.
     - JUANA:  Hola, buenos días María, hoy se te han pegado las sábanas porque mi ropa la tengo ya casi tendida.
     - MARÍA: Me he pasado casi toda la noche sin dormir, dándole vueltas a la cabeza y a la hora de levantarme, me duermo. Por cierto, ¿sabes que estuve anoche recordando nuestros comienzos de adolescentes, nuestros amigos y novietes y demás?
     - JUANA: A esto de la adolescencia, se le da ahora mucha importancia, y hay que tener bastante paciencia y compresión con ellos  por la edad difícil que atraviesan. Pues nosotras también atravesábamos, en este caso, la frontera para r a Francia a la vendimia. El primer año nos fuimos con tu padre, y después con quién encartaba.
     - MARÍA: Por cierto, dio la casualidad que en estas idas y venidas, comenzó la relación con nuestros futuros maridos.
     - JUANA: Nos casamos con un mes de diferencia, tú con tu vestido negro y tu velo, ya que tenías luto de tu padre, que por cierto, hacía ya un año de su fallecimiento.
     -MARÍA: Aquellos tiempos eran así, había que cumplir con los lutos y guardar las formas, claro que eso siempre era para las mujeres, con los hombres era otra cosa distinta. Tú no tendrás, tú fuiste con tu vestido blanco y azahar.
     -JUANA: Si hija sí, no era mío, la señorita donde yo trabajaba me lo prestó. Por cierto, me estaba estrecho, yo estaba más gordilla que ella y estuve todo el tiempo más pendiente de mis michelines que del cura. María vuelvo al principio de nuestra conversación, me has dicho que te cuesta dormir y no te he preguntado por los asuntos que tenéis con el banco, el nieto y vosotros.
     - MARÍA: Calla hija, esto es un suplicio diario. Pienso cuando mi nieto Antonio estaba estudiando, lo buen estudiante que era, cómo llegó al final de su carrera, tuvo la suerte de encontrar trabajo enseguida. Al ver que era un trabajo bien remunerado y fijo, decidió comprar una vivienda, pero claro, no tenía dinero a no ser que pidiera un préstamo. Recuerdo el día que fui al banco donde nos ingresaron a mi marido y a mí las pensiones. Pregunté y expuse lo que mi nieto tenía entre manos con la compra de la vivienda, y todo fueron atenciones y sonrisas cuando les dije el sueldo que tenía m nieto. Pero claro, también me preguntaron que si tenía a alguien que le pudiese avalar. Cuando llegué a casa le pregunté a mi marido si a él le importaba que avalásemos al nieto con nuestro piso, y él me contestó que lo que yo quisiera. A partir de eso, era raro que los señores del banco no me llamasen para animarme para que fuésemos avalistas, diciéndome que todo era puro trámite, que nunca llegarían a molestarme teniendo en cuenta los ingresos del nieto. Pero esto dio un vuelco, el nieto está despedido de la empresa, es un parado más de los muchos que hay. A día de hoy, la amabilidad de los banqueros no existe, ya no me reciben con sonrisas, además, no pasa un día que no nos amenacen con el desahucio. Hemos buscado un abogado. Esto es una incógnita. Cualquiera sabe lo que puede pasar, estar en manos de los bancos es imprevisible. Espero que no nos veamos en la calle a nuestras edades después de haber luchado tanto.
    -JUANA: Muchas veces mi marido y yo comentamos lo que más de una y más de dos personas de nuestra edad con circunstancias parecidas, presumen de no dejarse llevar por los hijos para avalarles. Pues lo que hace falta es que no nos lo lleguen a pedir, yo estoy indignada una vez más se demuestra que a perro flaco todo se le vuelven pulgas. Hemos visto como el gobierno rescató a los bancos con dinero público mientras ellos se lo estaban llevando calentito, por ejemplo las tarjetas black y otras artimañas. Claro que esta rabia que acumulamos se disminuye cuando a nosotros nos suben las pensiones ¡es tanta la subida que con un par de subidones de estos algún día pasamos a ser ricos! Y alguno que otro hasta corrupto, ya se sabe, más tienes más quieres. A mí personalmente me da vergüenza y asco, por desgracia a los responsables les resbala todo lo que nosotros podamos sentir.

    - MARÍA: así es Juana, así es...

viernes, 27 de febrero de 2015

Las mesas de cambio

Autor: Antonio Pérez

Me hace pensar en la sociedad que hemos construido, o hemos dejado que construyan unos pocos interesados a costa del bienestar social. Como yo siempre digo, estamos sometidos a una oligarquía permanente, aunque no una universal sino una tras otra pequeña, de las cosas cotidianas de la vida, dirigida por caudillos, “rockefellers” de lo mundano.

Me deprime en cierta medida como nos estafan con cosas tan básicas como lo es la luz el agua, la vivienda básica, la comida... y otras no tan importantes pero que se convierte en más de lo mismo, como son las compañías eléctricas, las de comunicaciones, el petróleo, automovilística, etc...

Realmente esto es muy indignante, no solo que te engañen con el precio de un servicio, sino que te roben, y no estamos hablando de ladrones que entran en tu casa a punta de pistola, sino que lo hagan por lo legal, que los ahorros de toda tu vida se esfumen, y lo más triste es que sea en establecimientos dónde se tienen que depositar estos dineros, sitios fiables para que no te roben. Estoy hablando de bancos, y cajas de ahorros. Estos tienen por ley salvaguardar los ahorros de sus clientes, dicho más técnicamente, los bancos y cajas tienen por norma devolver a sus acreedores todos los depósitos intactos así como asegurarse que operan con suficientes fianzas de terceras partes para poder operar.

Mucho se ha discutido sobre esto, pero me cabe pensar que esta pequeña oligarquía ha sabido jugar  bien a lo largo de la historia.

Hace ya algún tiempo en la época de Jaime I El Conquistador del reino de Aragón, apareció la primera banca privada oficial en Barcelona; “las Taulas de canvi” fueron sustituidas por los “Usos de Barcelona”.

Los banqueros, o prestamistas estaban obligados a devolver el dinero, si eran declarados en bancarrota serían humillados públicamente durante un año, y a comer pan y agua hasta que pagaran sus deudas, sino serían decapitados.

También había un sistema en donde había dos tipos de prestamistas, los que tenían mantel en sus mesas de cambio, y los que no. Los que tenían mantel, demostraba que tenían fianzas garantizadas para devolver el dinero, por lo que eran más tranquilizadores, más solventes; aunque si alguno intentaba engañar poniendo mantel en su mesa de cambio sin tener estas fianzas, sería declarado culpable de fraude y con esto decapitado.

Esto es lo que me refería anteriormente de que a lo largo de la historia ha habido muchos cambios, unos para bien y otros para mal. Si alguno de estos banqueros actuales hubiera existido en esta época a más de uno le hubiera saltado la risa, mientras le tiran tomates maduros y lechugas podridas al cuerpo decapitado de, un “rato”, espabilado...



lunes, 23 de febrero de 2015

Un banquero

Autora: Pilar Sanjuán


Miguel se sentó delante del ventanal. La verdad es que hacía mucho tiempo que no contemplaba aquel panorama. La ajetreada vida de hombre de finanzas no le permitía ese lujo. Su espacioso despacho ocupaba una planta completa en el decimonoveno piso de un inmueble situado en una buena zona de Madrid. La vista era espléndida y el momento, único: el final de la tarde, cuando empiezan a encenderse las luces de neón y en el horizonte se van apagando los últimos resplandores del sol. Allí, al fondo, muy lejos se veían unas montañas que a él le recordaban las de su pueblo natal.
El aire de Madrid no era precisamente el que pintó Velázquez, transparente y nítido, ahora estaba turbio, contaminado, espeso; hacía ver las cosas como a través de un cristal sucio.
Las dos avenidas que confluían justo frente al edificio que ocupaba su Banco empezaban a brillar con las luces de infinitos coches.
Miguel había ido esa tarde de viernes a su despacho a recoger unos documentos importantes, más bien comprometedores que guardaba en la caja fuerte, pero pensaba para ellos un lugar aún más seguro.
Estaba solo en el edificio y aprovechó aquella inusitada tranquilidad para hacer balance de lo que había sido su vida en los últimos veinte años. Necesitaba serenarse, pensar, dar tregua a tiempos llenos de inquietudes y preocupaciones.
Ahora tenía cincuenta y cinco años, el pelo empezaba a ser gris, pero aún era abundante; la piel bronceada, con pocas arrugas; pero lo que más le satisfacía era que conservaba intacta su buena planta; esa buena planta que tantos éxitos le había reportado entre las mujeres de la aristocracia del dinero. Al llegar a ese punto, su cara se ensombreció. Algo poco agradable pasó por su mente, pero lo apartó rápidamente y volvió a centrarse en sus treinta y cinco años, cuando comenzó su buena estrella.
A esa edad, con los estudios de Economía y Finanzas terminados con brillantez hacía años, fue a EE.UU. de asesor de un Banco y con el apadrinamiento de algunos personajes influyentes de su partido, que estaba entonces en el poder, y que había vuelto tras algunos paréntesis, se sintió muy respaldado. Vuelto a España, esos mismos personajes lo siguieron aupando hasta conseguir para él puestos muy relevantes. Le cogió muy de lleno la época de los llamados “pelotazos” que aprovechó con verdadero talante depredador. El partido al que pertenecía, bien pronto descubrió en él cualidades para llegar muy alto: falta de escrúpulos, ambición, desprecio por los demás, sobre todo si eran débiles, deseo irrefrenable de triunfar, ansia de poder, o sea, un caudal de actitudes para formar parte de aquella jauría de lobos; en él vieron sus superiores al cachorro que prometía. Así fue de triunfo en triunfo, imparable. Aturdido por ganar etapas tan deprisa, no tuvo tiempo de acordarse de algunas advertencias de su madre, que desde el principio de su ascenso meteórico tuvo miedo y quiso frenarlo diciéndole: “Hijo, jamás subas pisando a los demás; camina apoyándote en los valores más éticos”. Pero él era un triunfador, estaba borracho de poder e hizo oídos sordos a estas recomendaciones.
A los treinta y seis años estaba en la cima del éxito: tenía gran aplomo, seguridad en sí mismo y una buena dosis de arrogancia y vanidad. Como físicamente era atractivo, con todas esas armas, pudo conquistar a las mujeres que más brillaban en aquel mundo superficial y vacío. Tuvo numerosas aventuras galantes, pero llegó un momento en que todo esto le cansó y creyó que era tiempo de cambiar de vida. Le apetecía  formar una familia, tener hijos y un rincón donde descansar de sus ajetreos. Otra vez se ensombreció su rostro: este capítulo de su vida le hacía sentirse fracasado. Su matrimonio fue un fiasco; no supo elegir, o mejor dicho, Lucrecia lo eligió e él, y desde el primer momento se hizo dueña de la situación; cuando él le planteó tener hijos ella se negó en redondo porque de ninguna manera pensaba deformar su bonita figura con embarazos. Al poco tiempo, un rencor sordo se fue apoderando de Miguel; el rencor se transformó en odio cuando supo que Lucrecia le era infiel. Él se refugió en una de sus secretarias, la más joven, vistosa y deseosa de medrar. Con ella hacía frecuentes viajes; Miguel los llamaba viajes de negocios para justificar la presencia de su secretaria. Iban, sobre todo, a lugares donde había paraísos fiscales; él tenía en varios, negocios y dinero; aprovechaban para tostarse al sol del Caribe y volvían a Madrid renovados.
Últimamente estaba algo preocupado; cambió el Gobierno y el nuevo tenía un cariz muy distinto al anterior; le gustaba meter la nariz en los capitales sospechosos de fraude. Sabía que habían hecho registros en varias entidades bancarias. Él, desde luego, seguía confiando en sus antiguos protectores, que aún tenían bastante influencia; no le abandonarían.
De pronto, Miguel se dio cuenta de que se había hecho de noche. Se levantó y se acercó a la caja fuerte. Sacó abundante documentación y la guardó en la cartera; apenas pudo cerrarla, por lo abultado de todo aquel papeleo. Luego cogió el abrigo y bajó en el ascensor; al salir por la puerta giratoria, lo que vio en la calle lo dejó perplejo; su primer impulso fue entrar de nuevo en el Banco, pero se repuso. Al pie de la escalinata había cuatro coches de policía con las luces azules destellantes brillando en la noche. Comenzó a bajar los escalones y antes de que se diera cuenta, un policía le había cogido la cartera y otro se apresuró a introducirlo en uno de los coches. De inmediato, los cuatro vehículos se pusieron en marcha haciendo sonar las sirenas.
Un numeroso grupo de curiosos se habían agolpado frente al Banco y presenciaron la escena llenos de asombro.


El banquero

Autor: Antonio Cobos


Jimmy Callaghan procedía de Irlanda. John O’Connors, su vecino de enfrente, también era descendiente de irlandeses. Ambos vivían en Clifford Valley, pero de niños no tuvieron ninguna relación.

Jimmy Callaghan era hijo de uno de los vecinos más antiguos del lugar. Su abuelo llegó a la isla de Ellis con una gran oleada de inmigrantes irlandeses. En el traslado al Nuevo Mundo su apellido perdió la O inicial, y pasó de O’Callaghan a simplemente Callaghan. Tras unos años de subsistencia en la Costa Este, decidieron trasladarse hacia el interior de aquellas vastas e inhóspitas tierras que eran los Estados Unidos de América en aquel entonces, y recorrieron aquella tierra prometida, hasta encontrar un hermoso valle en el que resolvieron quedarse. Sólo había tres o cuatro colonos más antiguos que ellos.

Una precaria salud, un exceso en la bebida, y más adelante, la mala suerte en las cartas, jugaron en contra de los Callaghan. El abuelo y el padre de Jimmy arruinaron el futuro familiar. Jimmy era un niño pobre, que no iba a la escuela y que vivía en una casa necesitada de reparaciones. Desde las ventanas de su casa, observaba como se desenvolvía la vida de los O’Connors, contrastando su bienestar y su riqueza, con la escasez y la miseria que rodeaba a la suya.

Los O’Connors eran banqueros. Ya se habían trasladado a los Estados Unidos en condiciones diferentes a sus vecinos. El abuelo O’Connors se instaló en Boston y fundó un banco. Frederick, el padre de John, emprendedor y amante de la Naturaleza, decidió coger su parte de la herencia y probar fortuna en un mundo más rural y más virgen. Llegado a Clifford Valley, levantó un edificio de piedra para albergar la sede de la Banca O’Connors, y a continuación, se construyó una mansión en la salida de lo que ya podía considerarse un pequeño pueblo. La población, aunque reducida aún, disponía de una iglesia, una escuela, un diminuto hotel, un gran almacén en el que se encontraba de todo, y pequeñas tiendas de profesionales que iban instalándose en el lugar, un sastre, una barbería, un abogado, un médico, una funeraria, un bar-salón, donde de vez en cuando había actuaciones itinerantes, y una oficina del sheriff que regulaba la convivencia en el pueblo y la protegía de asaltantes y forajidos.

Posteriormente, el descubrimiento de oro en las montañas cercanas hizo que la ciudad creciese  de una manera desmesurada y que la Banca O’Connors obtuviera  pingües beneficios.

John tuvo una institutriz de pequeño y jugaba con sus hermanos en los jardines de su casa. Jimmy, en cambio, hijo único, ya que su hermano pequeño murió a los pocos meses de nacer, se distraía observando los juegos de sus vecinos ricos. Frederick O’Connors intentó repetidamente comprarle la casa a los Callaghan, para no tener enfrente de sus hogar, la visión de aquella construcción cada vez más destartalada y la presencia de aquellos vecinos sin oficio ni beneficio y que habían caído tan bajo. Llegó a ofrecer una cantidad de dinero tres veces superior al valor de aquellas cuatro maderas, pero la madre de Jimmy nunca aceptó que se vendiera la casa y que se quedaran sin un techo bajo el que cobijarse.

Un día, Jimmy decidió cambiar su destino. Se apuntó a la escuela y se la pagó él mismo, con el dinero que sacaba de diferentes trabajos esporádicos que encontraba. Cuando la fiebre del oro, decidió seguir el camino que se había trazado y desdeñó a los que se enfrascaron en una vida de fieras por hacerse con unos gramos de ese preciado metal. Su objetivo estaba claro y se ofreció a trabajar en la Banca O’Connors.

En seguida, aprendió buenas maneras y su inteligencia y su porte distinguido le fueron ayudando a subir escalones en el banco. Cuando los O’Connors decidieron abrir un nuevo banco en una ciudad más al oeste y repetir la experiencia de Clifford Valley, el elegido para dirigir la nueva oficina fue sin ningún genero de dudas, Jimmy Callaghan.
Llegado el momento de pensar en el matrimonio, Jimmy dio los pasos oportunos para enamorar a la no muy agraciada Hellen O’Connors, una hermana de John, su jefe, algo más joven que él y que había sido la única que había prestado atención a aquel muchacho rubio, de ojos azules, que vivía enfrente de ellos y que no paraba de mirarles. La sangre irlandesa del pretendiente y su futuro prometedor en el banco fueron motivos suficientes para aceptar que entrase en la familia.

El casamiento coincidió con una fase de expansión de la Banca O’Connors y el papel de Jimmy fue fundamental para crecer en sucursales y en beneficios.

A John le gustaba vivir bien y quería que su banca creciese, pero también era un amante de la naturaleza, como su padre, y dedicaba parte de su tiempo a actividades de ocio. Jimmy, en cambio, vivía por y para hacer crecer el Banco.

Ambos tuvieron varios hijos, pero sólo James Callagham y Alfred O’Connors, los primogénitos, continuaron con el negocio familiar de manera activa. Todos los demás hermanos y familiares eran también propietarios, pero tenían otras actividades o simplemente vivían de los beneficios del banco.

James y Alfred, compraron su parte a la mayoría de familiares y sólo quedó un reducido número de ellos, que constituían un sector pequeño de los accionistas, que fueron incrementándose con inversores externos a lo largo de los años.

James y Alfred repitieron las formas de ser de sus antecesores. Jimmy le transmitió a su hijo su afán por ser cada vez más rico y John le transfirió al suyo el amor por la Naturaleza. Ambos banqueros dirigieron el banco personalmente hasta muy entrado el siglo veinte y transmitieron su negocio a sus nietos.

Jimmy Callaghan junior y Fred O’Connors junior, presidentes simultáneos, extendieron su banco por todos los rincones de los Estados Unidos y comenzaron a expandirse en el exterior. De nuevo los Callaghan y los O’Connors respondían a dos patrones distintos. Fred O’Connors era un filántropo y donaba parte de su dinero a instituciones benéficas, creaba museos y gastaba dinero en coleccionar obras de arte, mientras que  Jimmy Callaghan junior, vivía pura y exclusivamente para su negocio.

En la segunda mitad del siglo veinte Jimmy Callagahn junior se hizo con más del cincuenta por ciento del banco, que pasó a denominarse Banca O’Connors – Callaghan y comenzó a introducirse en los negocios petrolero y armamentístico. Siguiendo los pasos de sus abuelos, presidieron la institución hasta que fueron muy mayores y transmitieron la dirección de sus negocios a sus nietos. En esta ocasión hubo un presidente Callaghan y un vicepresidente O’Connors, con funciones más honoríficas que reales.

James Callaghan IV, el octavo descendiente del fundador del banco, presidente de la Banca O’Connors – Callaghan, se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo, tras sus inversiones en el sector de la construcción en diferentes partes del planeta y en otros sectores estratégicos. Sus inversiones financieras le encumbraron a la cúspide y recibía premios por doquier. Los políticos de todo el mundo se empujaban por estrechar su mano o fotografiarse con él. Participaba en los centros de poder que marcaban las directrices a seguir para todo el planeta. La Banca O’Connors – Callaghan era ya sólo una parte pequeña del poderío económico de los Callaghan, pero fue él, James Callaghan IV, el que cumplió el sueño de su octavo antecesor y que había pasado, en secreto, de generación en generación, de boca a boca, en forma de promesa, y a escondidas de los O’Connors:

‘Juro que algún día, la banca O’Connors pasará a denominarse Banca Callaghan’.


domingo, 22 de febrero de 2015

Paco, don Francisco

Autora: Elena Casanova

No me había fijado, pero hasta la llegada de Paco desconocía que mi madre guardara un mantel de hilo, una cubertería sin arañazos y platos de porcelana. Tampoco había asistido al penoso espectáculo de ver a mi padre utilizar los cubiertos con ambas manos,  el tenedor a la izquierda y el cuchillo a la derecha,  cuando él siempre se ha sentido muy cómodo con su navaja de toda la vida.  Y me asombra, sinceramente, ver la mesa dispuesta para comer, parece la imagen sacada de una revista de decoración, jamás había observado en mi casa tanto primor, tanto esmero. ¿Por qué cuando llego con Rosa, mi pareja, el ceremonial no alcanza la misma categoría?¿Será porque ella es una simple conserje y Paco, don Francisco lo llaman la mayoría de sus conocidos, es el director de una conocidísima caja de ahorros?

Paco entró en nuestras vidas cuando conoció a mi hermana en unas prácticas que ella realizaba en su lugar de trabajo y al poco tiempo de estar juntos decidieron casarse. Acostumbran venir a comer a casa de mis padres de vez en cuando. En el barrio donde nos hemos criado Paco, don Francisco, es muy querido y respetado. Tiene un carácter campechano, y entre cañas, cafés y jugadas de dominó ha conseguido ganarse la confianza de muchos de los vecinos, todos ellos amigos de mis padres, y los ha persuadido para que sus ahorros acaben en la entidad que dirige.

Hace algunos años, Paco, don Francisco, ofreció a sus clientes, amigos los llamaba él, un producto para invertir sus ahorros, acciones preferentes, dándoles a entender que se trataba de renta fija cuando no lo era. Todos lo creyeron  a pie juntillas,  y se sintieron bien orgullosos de tener a su lado una persona que velase por sus intereses, invirtiendo de forma segura los ahorros de todo su trabajo. Qué gran decepción, sin embargo, descubrir la gran estafa de la que habían sido objeto. El agradecimiento se ha vuelto ingratitud, la amistad en desafecto, la alegría en lágrimas. Solo les queda la protesta y las reclamaciones judiciales ante la imposibilidad de rescatar el dinero invertido.

Ahora Paco, don Francisco, ya  no aparece por el barrio porque se ha quedado mudo, no existen las palabras para dar explicaciones a todos los incautos que se dejaron llevar por un gesto suplantado, por una verborrea excesiva, por una camaradería cargante. Mis padres, incapaces de comprender muy bien  lo que ha pasado, apenas si se atreven a pisar la calle por vergüenza, por una culpa que no es suya, de ver caras toscas, serias, afligidas y sobre todo, la impotencia acumulada en la mirada de tantas personas con las que han compartido un barrio, una vida Ya no he vuelto a ver el mantel de hilo, la cubertería sin arañazos y  platos de porcelana. Y la imagen de mi padre  con  un cuchillo y un tenedor entre sus manos al mismo tiempo se ha borrado para siempre.


jueves, 19 de febrero de 2015

La familia Santamaría

Autora: Carmen Sánchez

El difunto era el hombre más rico del país. Nació el primogénito de una familia de banqueros, cuyo mayor logro había sido incrementar su riqueza en cada generación.

Hacía más de un siglo que Fernando Santamaría, su abuelo, inició el negocio familiar. Procedente del interior, se estableció en la capital costera, en el tiempo que todavía no era más que una ciudad provinciana. Impulsado por el próspero negocio de la exportación marítima, aunque algunos decían que tal negocio encubría el contrabando de la costa, sea como fuere, el muchacho de entonces, buscó la suerte y la encontró.

En aquella época, era un joven apuesto y listo, que rápidamente enlazó con la hija del mayor terrateniente de la región. El matrimonio le aportó respetabilidad y fortuna. De este modo, entró en la élite local y comenzó su relación con la autoridad establecida en cada momento. En poco tiempo, todos los comerciantes de la localidad le estaban agradecidos y unos y otros dependían de los préstamos bancarios que D. Fernando les otorgaba. El pequeño banco fue ampliando su actividad a otros ámbitos, así fundó el Casino, construyó el primer hotel o avaló las nuevas compañías navieras, hasta tal punto que, no había empresa en la que la familia no interviniera.

Varias décadas después, cuando su hijo pasó a dirigir la sociedad bancaria, era ya una entidad consolidada y la familia tan respetada que en la ciudad no se tomaba ninguna decisión sin consultar con los Santamaría.

Esta reputación y una inmensa fortuna, fue la herencia que recibió, tiempo después, el tercer Santamaría, que ahora yacía inerte, ante la mirada impasible, de quienes le conocían.

Su visión emprendedora y una codicia desmedida, le llevaron a realizar inversiones en el exterior, ya fueran financieras o de cualquier otra índole, no importaba nada, sólo la rentabilidad. Pronto el banquero se acostumbró a controlar cuanto había a su alrededor. Así por ejemplo, el mercado de valores, nacional o internacional, subía o bajaba la cotización de determinadas acciones, según le interesara, siguiendo una estrategia oculta, pero bien definida.

De la misma manera, manejó la esfera política, aunque siempre desde la distancia. Sufragó campañas de partidos afines, elevando al ambicioso líder de turno, para que ejerciera el cargo conforme el guion establecido y desacreditando al adversario difícil de manipular, hasta derribarlo.

En las relaciones familiares, su actitud no era diferente. Todos los miembros le debían lealtad y muy pocos osaban desafiarlo. Este carácter intransigente, llevó a Santamaría a desaprobar la conducta de su hija mayor, cuando en su juventud, se atrevió a rebelarse contra la autoridad paterna, y aunque los años siguientes demostraron la capacidad de ésta, para las finanzas, el padre se negó a admitirlo, apartándola a un puesto irrelevante en el extranjero. Pese a todo, la hija se convirtió en una reputada directiva, con un olfato excelente para las inversiones. Tiempo después se incorporaría al Consejo de Dirección. Sin embargo, nadie conocía que, en su interior guardaba un odio profundo por el rechazo sufrido.

Por su parte, el segundo hijo, si bien carecía de la sagacidad de su hermana, compensaba su escasa brillantez, con una devoción inquebrantable hacia el progenitor y una dedicación absoluta a la entidad, que lo llevaría a ser nombrado sucesor en la dirección del banco. Durante años, todo había ido bien y no le había importado sacrificarlo todo para estar a la altura de las expectativas paternas, pero desde el regreso de la hermana, la inseguridad se había apoderado de él y lo consumía.
Había más hijos, pero para el banquero, no pasaban de ser asuntos menores, que requerían poca atención.

En cuanto a la esposa, la pasión y el cariño inicial se desvanecieron rápidamente. La progresiva ausencia del marido en la vida familiar y la certeza de la existencia de alguna amante que, pese a la discreción del marido, no le pasaron desapercibidas, transformaron su vida plácida en anodina, distraída  entre las distintas residencias familiares. De tal modo, el aburrimiento se convirtió en tedio y éste después sólo fue desinterés.  Mas, al principio, el desencanto primero y después el despecho, la condujeron a una relación clandestina y a un embarazo inesperado. La nueva situación la comprometía a ella y especialmente al hijo, por lo que calló su secreto y se convirtió, a partir de entonces, en la esposa perfecta. 

Todos estos entresijos familiares, si bien permanecían latentes, quedaban en segundo plano en cada reparto de beneficios o con las nuevas ampliaciones de capital.

Sin embargo, algo cambió cuando esa noche el abogado de la familia acudió al despacho del padre a altas horas de la madrugada. Al día siguiente el banquero no despertó. El Dr. Santamaría, hermano del difunto, informaba a los medios de comunicación que un infarto había acabado con la vida del financiero. El certificado de defunción así lo acreditaba, pero la realidad era otra.

El banquero

Autora: Amalia Conde

Cuando pensamos las cosas tan desagradables que están pasando por culpa de los banqueros, lo menos que uno puede creer es que todo eso lo hagan personas con cultura más o menos importante, no concibes que hayan estudiado una carrera para hacerle tanto daño a personas que ya no pueden buscarse la vida trabajando, bien por su edad, las circunstancias o por su salud.

Los banqueros van a sacar lo que les da la gana a quien se ponga por delante, sea quien sea y esté como esté.

Se portan igual que lo hacían los bandoleros en las sierras, como Jose María “El Tempranillo”, pero al menos los bandoleros decían que robaban a los ricos para dárselo a los pobres, no es nada seguro que eso fuera verdad, pero si lo hacían así, ya estaban demostrando más vergüenza y dignidad que los banqueros de hoy, que están muy tranquilos y orgullosos de su manera de hacer daño, y tan metidos en su tarea, que miran para otro lado, no ven nada cuando Urdangarín y otros tantos por el estilo, mudan el dinero de los españoles a los paraísos de las mil y una noches, donde irás y no volverás.

Esta forma de proceder de los banqueros no debería de extrañar a los españoles, porque con el beneplácito de banqueros y otros cuantos más, quien no se acuerda de los viajes que hacía la hija de Franco, Carmencita Franco, a Suiza, para empeñar el oro que llevaba escondido en el forro del abrigo, y pasaba por los controles sin que nadie dijera nada, ni viera nada. 

Cuando ya llevaba años haciendo eso la descubrieron, ya había muerto Franco, y al preguntarle que de dónde había sacado tanto oro dijo que todo lo había ganado su padre defendiendo y luchando por España.