viernes, 31 de octubre de 2014

Mujer emprendedora en los años 50

Autora: Rafaela Castro

Mi abuela era una mujer emprendedora y sabia, a ella le llamaban Encarna la del callejón porque su calle no tenía salida.
Cuando ella murió era ya muy mayor, yo tenía 21años, recuerdo como era y aparte mi madre me contaba cómo fueron sus comienzos.
Según los vecinos de la aldea en la que vivían, llamada Alhondiguilla alta, este nombre viene de cuando los moros montaban sus mercados llamados alhóndigas.
Contaban los vecinos que cuando le dijeron a mi abuela que Antonio el viudo, vecino también de lugar, pensaba en pretenderla mi abuela se enfadó mucho dejándole incluso de hablar, ya que ella tenía 20 años, era soltera, y él 40 años y 3 hijos. Sería el destino, terminaron casados los dos.
El abuelo, según contaba mi madre, era alto con los ojos azules, lo que se decía un buen mozo. Ella era lo contrario, bajita y muy morenilla. Esto no le impidió ser madre de 4 hijos y luchar por ellos con uñas y dientes para sacarlos adelante.
Como ella era mucho más joven, el abuelo falleció mucho antes que ella, quedando viuda con cuatros hijos, aunque los tres primeros eran más mayores y se hicieron independientes antes que los suyos propios.
Los hijos de mi abuelo querían mucho a su nueva madre, también se dio la casualidad que tanto la primera mujer como la segunda tenía el primer apellido igual, llamándose así todos igual: Lucena Pérez. Quien no conocía la historia no podían imaginar que no eran hermanos de padre y madre.
Como era muy luchadora no sabemos si alguien se lo sugirió o fue idea propia pero se hizo dulcera, lo que ahora es llamado repostera.
En el lugar en el que vivían existían muchos cortijos, unos más grandes que otros. En los años 50 tanto bodas, bautizos, pedidas de manos, o cualquier otro evento, se celebraban en casa.
Como hacía poco tiempo que en España hubo una guerra, eso hizo que la mayoría de la gente tuviese un horno en su casa, carecían de todo y solían hacer su propio pan, sobre todo en los cortijos. Esto le sirvió a mi abuela para hacer los dulces.
Yo recuerdo los pestiños o borrachuelos y las galletas que estaban muy ricos, pero lo que más me gustaba eran los bizcochos que los hacía en una olla de porcelana, en el rescoldo de haber encendido el fuego durante el día, aquellos bizcochos nunca los podré olvidar por el sabor y lo grandes que eran, otra cosa positiva era que la ceniza se reciclaba antes de que se apagase.
También recuerdo el medio de transporte que las personas de aquellas aldeas utilizaban para desplazarse de un sitio a otro. Cuando a mi abuela la llamaban para ir a elaborar los dulces, le preparaban una yegua con su montura incluida, le ayudaban a subir y un muchacho iba tirando del bozal, yo que era muy pequeña me quedaba fijamente mirándola con admiración y asombro, ya que al alejarse como la abuela era muy bajita al verlas desaparecer parecía que la yegua iba sola.
La abuela era como se suele decir, chiquitilla pero hondilla. Siempre estuve orgullosa de mi abuela.

Los consejos de mi abuela

Autora: María Gutiérrez


La cara es el espejo del alma, suele decir mi abuela.
Desde que tengo uso de razón siempre me está repitiendo que use el sentido común, llevando una buena vida dejando a un lado el estrés y los excesos. Procura verte guapa y encontraras la fuerza necesaria para cuidar tu alimentación, sin olvidarte de hacer ejercicio y seguro que te verás mucho mejor por dentro y por fuera. Casi siempre sigo sus consejos compaginando mi horario de trabajo con todo tipo de deporte que está a mi alcance. Me encanta correr, montar en bicicleta, jugar al tenis, nadar, etc…Así es como desconecto de mis obligaciones sedentarias y poder estirar los músculos al aire libre disfrutando de la naturaleza.
Ella me dice que en su época no se usaba tanto la palabra ejercicio como hoy en día, no era necesario ya que las personas estaban continuamente en movimiento. El simple hecho de desenvolverse en su vida cotidiana, los tenía más que ocupados.
Volviendo a sus consejos no deja de repetirme que no me olvide de cuidar mi alimentación y que disfrute con ella, viéndola como uno de los grandes placeres de la vida, desde un buen desayuno bien completo que me aportara la energía necesaria para afrontar mejor la jornada laboral hasta completar el menú completo del día. No se cansa de recordarme que coma sin prisa y así comeré hasta menos, además me dice que le haré un gran favor a mis dientes al dejarlos realizar el trabajo para el que fueron destinados. Suele comentar, que antes no había tanta variedad en donde elegir y todo se saboreaba mucho más.
Ahora vivimos otros tiempos en donde hay muchos más alimentos para consumir tanto en el mercado como en la nevera…Se come de forma más rápida y compulsiva.
Hay que saber retirarse a tiempo de la mesa, siendo la mayoría de las veces un serio desafío.

jueves, 30 de octubre de 2014

¡Qué sabia era mi abuela!

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


Qué sabia era mi abuela. Esta idea me ha rondado siempre por la cabeza, pero cada vez lo hace con más frecuencia. ¿Por qué? Quizás porque ahora vivimos en un mundo descerebrado y yo recuerdo a mi abuela como una persona equilibrada, con carácter, que sabía estar siempre en su sitio; no se alteraba fácilmente y era un apoyo para toda la familia.
Mi abuela era una mujer de pueblo, sabía leer y escribir, pero no tenía los conocimientos de  mi abuelo que había estado en la guerra de Cuba y eso le abrió sin duda la mente: fue el primero que en el pueblo se suscribió al periódico de la provincia y también el primero que envió a sus hijos a estudiar a Logroño.
Mi abuela tenía inteligencia natural y gran intuición; ella llevaba la administración de la casa; además de trabajar en el campo junto a mi abuelo, se encargaba de vender los productos de la huerta: avellanas, nueces, almendras, habichuelas rojas (caparrones se les llama en La Rioja), los huevos de sus numerosas gallinas, etc. Los compradores le tenían un gran respeto y jamás osaron regatear el precio porque hubiera sido inútil: ella era lista como una ardilla y no se dejaba engañar.
Su vida había sido muy dura; recién casada se vio sola porque a mi abuelo se lo llevaron a la guerra de Cuba; afortunadamente volvió y emprendieron una vida llena de trabajos y sacrificios. Tuvieron seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los dos varones murieron: uno de pequeño por una enfermedad incurable y el otro con veinte años, recién acabada su carrera de Magisterio; fue a bañarse a un pantano del pueblo y se ahogó. ¿Os imagináis el dolor de mis abuelos? Tal vez por este pasado tan triste, mi abuela sonreía poco; era austera y parca en todo, hasta en palabras. Sus nietos nos sentíamos queridos por ella, pero no lo demostraba jamás con “arrumacos”; sí tenía gestos de ternura cuando nos mostraba el delantal –cogido por las puntas de abajo- lleno de frutos del huerto y nos los ofrecía: nueces, avellanas, castañas, manzanas… Al atardecer, cuando jugábamos en la puerta de la casa, ella bajaba las escaleras con un gran cubo de patatas cocidas para los cerdos y dejaba que cogiéramos las más grandes para pelarlas y comérnoslas; también nos ofrecía de merienda pan con el chorizo que ella hacía, verdaderamente extraordinario; en momentos poco frecuentes porque lo consideraba un lujo, nos daba pan y mermelada de guindas hecha también con sus habilidosas manos. No quiero olvidar otros momentos muy celebrados por sus nietos: cuando nos convocaba a todos para ofrecernos una gran fuente de calostros (requesón) azucarados porque había parido una cabra.
Mi abuela era también la encargada de cuidar los animales que había en la casa: cerdos, conejos, gallinas, cabras y un burro. Mi abuelo traía de la huerta el forraje que convenía a cada uno: alfalfa, tronchos y hojas de berza, maíz, ramas y brotes tiernos de algunos árboles, etc. Además de grano que guardaba en el bajo de la casa; todo era natural, nada de piensos artificiales que se usan ahora, por eso los animales se criaban sanísimos.
A veces, mi abuela, por las tardes después de la escuela, nos llevaba con ella a ayudarle en ciertas labores del campo, por ejemplo una que aborrecíamos: coger sarmientos de las viñas, podados y esparcidos alrededor de las cepas; teníamos que apilarlos formando gavillas y atarlos con vencejos (ramilletes de pajas largas de trigo). Los haces debíamos colocarlos en filas para que mi abuelo los recogiera y los echara en el carro. Estos haces servirían para encender la chimenea y la cocina llamada “económica” en la que las mujeres guisaban. Este trabajo de coger sarmientos nos dejaba las manos y las piernas arañadas y lo odiábamos. A mi abuelo, muy de tarde en tarde, le ayudábamos también en la huerta a coger piedras que salían de la tierra al pasar el arado; el trabajo que más nos gustaba era cuando nos mandaba regar arbolitos recién plantados.
Todos estos trabajos de los que hablo los hacíamos muy de tarde en tarde; jugábamos mucho después de la escuela y lo que más nos gustaba era escuchar por las noches a mi abuelo, mientras mi abuela hacía la cena, contarnos historias y sucesos sobre la guerra de Cuba; eran cosas tan ajenas a nosotros que nos extasiábamos.
Así transcurrió parte de infancia. El recuerdo de mis abuelos es gratísimo; ellos no discutían nunca y ese ambiente tan sosegado influyó de forma muy positiva en los nietos.

El final que desees

Autora: Elena Casanova

¡Qué sabia era mi abuela! Nos repetía con frecuencia lo mismo: “haced las paces con vuestros fantasmas, de lo contrario,  os perseguirán toda la vida”. Yo pensaba  que mi abuela chocheaba; cuando insistía en estas cosas,  rallaba esa edad en la que la frontera entre la cordura y la insensatez no está demasiado definida. Pero llegó un día en el que entendí perfectamente que jamás, a pesar de su edad, llegó a franquear esa línea.

Una mañana de octubre lo vi aparecer, como otras tantas veces, por la esquina de cualquier calle de una ciudad pequeña. Se movía  lentamente, con ese aire desgarbado que siempre le había caracterizado. Alto, delgado, levemente curvado, demasiado envejecido y  en la mano, su eterna botella de agua. Sin una sonrisa definida, su cara amable transmitía cierta armonía. Daba la impresión que nunca llevaba prisa. No éramos amigos en el sentido más puro de la palabra, pero había pasado el tiempo suficiente a su lado para que toda su sabiduría y generosidad me marcaran de una manera especial, por lo que siempre le estuve muy agradecida. Cada vez que me  topaba con él charlábamos un buen rato y siempre nos despedíamos con una sonrisa. Sin embargo el último día que nos vimos no fue así. Después de una conversación un tanto tensa quedó entre los dos el regusto áspero de las palabras mal entendidas y la acidez  de una  mirada avinagrada. No tuvimos la oportunidad  de suavizar lo que nunca debía haber pasado.

A mediados de septiembre me lo  contaron: su cuerpo no aguantó por más tiempo una enfermedad arrastrada durante años y se marchó para siempre. A partir de entonces, cuando paseaba, lo buscaba  por las mismas esquinas y rincones  que solía frecuentar, esperando ver su figura en cualquier momento y poder decirle lo siento.

Una mañana de octubre me quedé parada y de mi boca salió un chillido de sorpresa.  Se acercó pero no dijo nada. Solo sonrió y me entregó una libreta negra. Se dio media vuelta y me dijo adiós con la mano que no sostenía su botella de agua.  Me senté en la orilla de la acera para no caerme y aún estaba  medio aturdida cuando fui capaz de abrir aquel enigmático  cuaderno. Descubrí que todas sus hojas estaban en blanco, excepto la primera en la que aparecía una única línea escrita: “escribe el final que desees”.  Nunca más volví a verlo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

¡Qué sabia era mi abuela!

Autora: Amalia Conde


Abuela, señora, aliada, ama, guía, todo eso y mucho más fue para mí y mis hermanos Concha, así se llamaba mi abuela.
En tiempos muy escabrosos, cuando mi padre ya no estaba con nosotros “gracias a la Guerra Civil”, mi abuela nos acogió y cuidó mientras mi madre trabajaba para sacar a la familia adelante.
Éramos cuatro, un varón y tres mujeres, y hablo de los años 1935 al 40, cuando sobrevivir medianamente bien era muy complicado, pero Concha, mi abuela, todo lo hacía fácil, tenía mucho empeño e interés en que todo lo que hiciéramos, todo aquello que aprendiéramos, estuviera muy bien, daba igual lo que fuera, tanto ordenar la casa como planchar, bordar, recitar o contar historias, todo nos lo hacía repetir una y otra vez hasta que creía que estaba bien, que lo habíamos aprendido, que lo podíamos nosotros enseñar.
Recuerdo que en lo que más esmero ponía era en enseñarnos a guisar, cada día una de nosotras tenía que hacer de cocinera: ir a la compra, ordenar la cocina, encender el fuego, poner la olla, ataviar los avíos..., y durante todo ese proceso: nos cantaba, narraba cuentos, alargaba fábulas memorizadas unas, inventadas otras, charlábamos, y siempre terminábamos con risas, besos y abrazos. Pero aún así, el día que me tocaba a mí, me ponía temblando porque nada me salía bien; o le ponía demasiada sal, o se me quemaba la comida... Mis hermanos, cuando sabían que era yo la que guisaba se santiguaban y se perdían, pero volvían después, eso si, era mi abuela quien los traía bien agarrados.
Más que sabia, creo que mi abuela era santa, por su paciencia, por su cuidado, y porque aún recuerdo algo que siempre repetía diciendo: No importa que ahora no entendáis por qué lo hago, da igual si os cuesta mucho esfuerzo, o si os equivocáis, pero <es conveniente que todo lo que hagáis, sepáis hacerlo muy bien, para que si os casáis con un pobre lo sepáis hacer, y si es con un rico, sabréis mandarlo>.
Sabio consejo si lo tenemos en cuenta para cualquier faceta de la vida. 
Ahora, muchas veces me pregunto que estando como estoy para cumplir noventa años, “haciendo todo tan perfectamente bien”, cómo es que todavía no ha aparecido un desesperado, ni rico ni pobre, que me haya dicho por ahí te pudras. 

jueves, 23 de octubre de 2014

Mi abuela

Autor: Antonio Pérez

Recuerdo cuando pasaba en casa de la abuela los veranos. Todo era diversión, lo único que hacía era jugar todo, el día con vecinos de mi abuela y primos, y comía bollos del Tío Metros, el panadero del pueblo que llegaba con su furgoneta y ese claxon de los que ya hoy en día no quedan. Recuerdo que mi abuela solía comprar una rosca de pan duro que muchas veces con un trozo de chocolate, era lo que me daba de merienda. Eran casi vacaciones de ensueño lo que de pequeño vivía en su casa. Incluso en alguna época de invierno cuando decíamos de visitar a la abuela, yo dormía con ella en la cama porque decía que era como una estufa.
Recuerdo hasta los malos momentos, como cuando no hacía nada más que entrar y salir de la cocinilla dónde tenían la lumbre, con esa puerta de metal pintada de verde con ese característico olor de pintura acrílica, y me decía la abuela, ¡Deja de abrir y cerrar la puerta que te vas a pillar los dedos!
Pues así es, me pillé un dedo, como si ella lo hubiera visto lo que iba a pasar. También nos daba a los zagales del barrio por jugar subiendonos a los montones de paja, tirándonos encima de ellos y poniéndonos envueltos, y un día después de llegar a casa de la abuela hecho un espantapájaros y echandome un rascapolvos mientras me preparaba un baño, me  decía, un día os vais a caer y os vais hacer daño que sois unos salvajes,... Pues como si ya lo hubiera visto venir, un día tirandonos a la paja nos hicimos daño con una horca que había entre ella y menos mal que las agujas miraban abajo, y de un simple moretón no pasó nada más grave. En fin, cosas de críos.
Y como no, el ajuar, hecho por ella de punto, de servilletas, mantel y toallas, incluso alguna de mis primas hasta su cubertería. Siempre ha dado lo poco que ha tenido, y se portaba muy bien con todo el mundo, muy querida allá dónde iba la Tía Prudencia.
Una de las cosas más curiosas que yo he podido ver, era su forma de cenar algunas noches, era inquietante, y a la vez estupefacto, como ver que su cena era un vaso de vino con un huevo crudo en su interior.... ponche le decía a eso...
Pues el tiempo ha pasado, y mi abuela no es la que era, ahora ella tiene alzheimer, como tantas muchas otras personas, ya no parece ni ella. Es una visión terrible, de verla así casi inerte, observadora, como si estuviera cabreada contigo y no quisiera hablarte, ignorándote, como si no existieras para ella. Es rara verla así, porque ella siempre ha sido un bicho, con un nervio de estar para arriba y para abajo sin parar, de un lado para otro. Pero bueno supongo que ese es el fin nuestro y de cada uno de nosotros, porque excepto por eso y por una fractura de cadera que tuvo hace tiempo, tiene la salud más fuerte que el hierro, y con alrededor de noventa años que tiene, ya se puede decir que es un milagro.
Como ya decía mi abuela "Al que se hace de miel se lo comen las moscas", y quizás ese es su secreto.

Unos días en Galicia

Autor: Antonio Cobos


La nube rebasó la montaña y en unos instantes una espesa niebla bajó hacia el espléndido prado, verde y húmedo, en el que jugábamos mi hermana y yo. Habían pasado cinco años escasos desde que aquel parto gemelar, nos abocó al mundo. Mi abuela, a unos metros de distancia, nos gritó que fuéramos corriendo hasta el camino apenas se dio cuenta de la rápida pérdida de visibilidad. Ella también corrió aproximándose a nosotras y, a pesar de su edad, llegamos casi simultáneamente a la senda que nos había conducido hasta aquel tranquilo y esplendoroso lugar. Sólo unos  minutos antes, el sol iluminaba la ladera verdosa y el prado cantaba de alegría, salpicado de flores. Sin embargo, en aquellos momentos todo lo que sobrepasaba la distancia de un metro se divisaba con gran dificultad .

Mi abuelo se había marchado al pueblo, con mis padres, para hacer la compra de una larga de alimentos y no tener la obligación de bajar a adquirir productos cada día. Mis abuelos habían alquilado una casita rural y nos habían invitado a mis padres y a nosotras a pasar unos días con ellos. A mi padre y a mi abuelo les encantaba la montaña, y desde pequeñitas, nos habían paseado por los bellos parajes que solían explorar. La abuela, amante también de la naturaleza, decidió darse un paseo con nosotras dos, para ir reconociendo el terreno en el nos íbamos a mover y desenvolver durante los siguientes días.

Pegadas a las piernas de nuestra abuela, emprendimos el camino de vuelta, caminando muy despacio, para no perder las trazas de una senda que difícilmente se adivinaba entre las minúsculas gotitas de agua que iban impregnando nuestro pelo y nuestras ropas. Llegamos a una bifurcación del camino al que nosotras no habíamos prestado atención con anterioridad. Mi abuela dudó y parecía preocupada. Nos dijo que paráramos allí y las dos nos pusimos en cuclillas, viendo como nuestra abuela se alejaba un par de metros en una de las dos direcciones, se daba la vuelta y se venía hacia nosotras. Repitió lo mismo con el otro camino y tomó una decisión: ‘Vinimos por aquí’.

Cogimos el camino que bajaba y las tres íbamos calladas y un poco sobrecogidas por el silencio. La niebla comenzó a aclararse poco a poco y cada vez percibíamos mejor lo que nos iba apareciendo a nuestro alrededor. A los pocos minutos la voz de nuestra abuela nos hizo saltar de alegría: ‘Ahí está nuestra casa’. Desapareció el miedo, y el alivio, nos hizo inundar de nuevo el lugar con carreras y risas.

Cuando entramos en aquella construcción de piedra, con la puerta y las ventanas verdes, íbamos empapadas como si nos hubiéramos duchado con la ropa puesta. La abuela nos dio toallas para secarnos y nos facilitó prendas limpias y secas. Después de ayudarnos a vestirnos, se alejó para secarse el pelo y cambiarse su ropa mojada. Fue entonces cuando mi hermana me dijo: ‘¡Qué sabia es nuestra abuela!’