Mi abuela era una mujer emprendedora y sabia, a ella le llamaban Encarna
la del callejón porque su calle no tenía salida.
Cuando ella murió era ya muy mayor, yo tenía 21años, recuerdo como era y
aparte mi madre me contaba cómo fueron sus comienzos.
Según los vecinos de la aldea en la que vivían, llamada Alhondiguilla
alta, este nombre viene de cuando los moros montaban sus mercados llamados alhóndigas.
Contaban los vecinos que cuando le dijeron a mi abuela que Antonio el viudo,
vecino también de lugar, pensaba en pretenderla mi abuela se enfadó mucho
dejándole incluso de hablar, ya que ella tenía 20 años, era soltera, y él 40
años y 3 hijos. Sería el destino, terminaron casados los dos.
El abuelo, según contaba mi madre, era alto con los ojos azules, lo que
se decía un buen mozo. Ella era lo contrario, bajita y muy morenilla. Esto no
le impidió ser madre de 4 hijos y luchar por ellos con uñas y dientes para
sacarlos adelante.
Como ella era mucho más joven, el abuelo falleció mucho antes que ella,
quedando viuda con cuatros hijos, aunque los tres primeros eran más mayores y
se hicieron independientes antes que los suyos propios.
Los hijos de mi abuelo querían mucho a su nueva madre, también se dio la
casualidad que tanto la primera mujer como la segunda tenía el primer apellido
igual, llamándose así todos igual: Lucena Pérez. Quien no conocía la historia
no podían imaginar que no eran hermanos de padre y madre.
Como era muy luchadora no sabemos si alguien se lo sugirió o fue idea
propia pero se hizo dulcera, lo que ahora es llamado repostera.
En el lugar en el que vivían existían muchos cortijos, unos más grandes
que otros. En los años 50 tanto bodas, bautizos, pedidas de manos, o cualquier
otro evento, se celebraban en casa.
Como hacía poco tiempo que en España hubo una guerra, eso hizo que la mayoría
de la gente tuviese un horno en su casa, carecían de todo y solían hacer su
propio pan, sobre todo en los cortijos. Esto le sirvió a mi abuela para hacer
los dulces.
Yo recuerdo los pestiños o borrachuelos y las galletas que estaban muy
ricos, pero lo que más me gustaba eran los bizcochos que los hacía en una olla
de porcelana, en el rescoldo de haber encendido el
fuego durante el día, aquellos bizcochos nunca los podré olvidar por el sabor y
lo grandes que eran, otra cosa positiva era que la ceniza se reciclaba antes de
que se apagase.
También recuerdo el medio de transporte que las
personas de aquellas aldeas utilizaban para desplazarse de un sitio a otro.
Cuando a mi abuela la llamaban para ir a elaborar los dulces, le preparaban una
yegua con su montura incluida, le ayudaban a subir y un muchacho iba tirando
del bozal, yo que era muy pequeña me quedaba fijamente mirándola con admiración
y asombro, ya que al alejarse como la abuela era muy bajita al verlas
desaparecer parecía que la yegua iba sola.
La abuela era como se suele decir, chiquitilla pero
hondilla. Siempre estuve orgullosa de mi abuela.