El autobús se detiene en
una bifurcación de la carretera comarcal y se baja un hombre joven con una
pesada maleta.
Cuando el autobús
desaparece por una curva, el hombre mira alrededor. Está en pleno campo, en un
vallecito rodeado de montañas. A su espalda asoman, a lo lejos, los picachos
nevados de Los Pirineos. Frente a él, una carreterita muy descuidada, sube en
zigzag hasta varias casas de adobe que asoman a unos 150 m.
El hombre es joven, de
unos 35 años, bien parecido, delgadísimo, con aire un poco frágil, la piel
pálida, los ojos tristes y grandes ojeras que delatan muchos días de mal
dormir. Lleva un gorro de lana deslustrado bajo el cual aparecen mechones de
pelo rubio oscuro. Sus movimientos son como recelosos. Mira a un lado y a otro
y por fin coge la maleta y emprende la subida. Hace frío, porque, aunque ya ha
salido el sol, sus rayos no han llegado aún a ese hundido valle y el hombre se
sube el cuello de una especie de pelliza muy desgastada, que le queda algo
grande. Al llegar a la primera casa de adobe, un letrero rústico y casi borrado
escrito en una tabla dice: Castroviejo, y ve el viajero un conjunto de casas
apiñadas - todas de adobe - bajo un monte que está coronado por un torreón;
alrededor de éste, sobrevolándolo, multitud de palomas entran y salen por los
matacanes bastante bien conservados.
Llega hasta la plaza de
la Iglesia y observa que ésta es de un románico muy rudimentario; el campanario
es chato, pero aún así sobresale entre los tejados de las casas. El joven mira
con atención la Iglesia, como persona a la que el arte no le es indiferente.
Mientras subía, unos
cuantos chiquillos desharrapados lo han ido siguiendo llenos de curiosidad. Se
ve que no es frecuente la llegada de forasteros, porque varios ventanucos se
han abierto y por ellos han asomado tímidamente algunas mujeres.
En ese momento, en el
reloj de la torre dan las 9. ¿Será demasiado temprano para su visita? Piensa
que no, porque en los pueblos la gente es madrugadora.
Pregunta a los niños por
la casa de D. Pedro Sarmiento y ellos le indican la única casa solariega que
hay en la plaza. La mira atentamente: es una casa de piedra con una gran
balconada de madera que ocupa toda la fachada; un saledizo, también de madera,
la protege de la lluvia y la nieve. Se ha fijado en que los niños, al oír el
nombre de D. Pedro, han adoptado un aire como de respeto y sumisión.
Llama a la puerta y le
abre una joven con aspecto tímido y huraño que le hace pasar a un zaguán
espacioso con el suelo empedrado, varias puertas y una escalera al frente con
pasamanos de madera labrada. La joven golpea suavemente una de las puertas.
- Adelante.
El joven entra y percibe
el calor de una chimenea. Tras una mesa, un hombre de mediana edad, con el pelo
gris, la piel curtida y unos ojos dominadores, de mirada penetrante, se pone de
pie para saludarlo y le tiende una mano fuerte y dura. Es más bien achaparrado
y todo él emana autoridad. D. Pedro se da cuenta de que las manos de aquel
joven son más bien delicadas, que en su mirada hay temor, en su actitud
inseguridad y es extranjero.
- Me llamo Boris y vengo por el anuncio
de un puesto de trabajo como pastor.
- Pero usted no parece que esté
acostumbrado a los trabajos duros del campo.
- Soy fuerte y me siento capaz de
desempeñar cualquier trabajo. Espero que usted me oriente y no le defraudaré
D. Pedro se ha quedado
sin pastor. En dos años se le han ido tres pastores; su tacañería con la gente
a su servicio es bien conocida en la aldea y en toda la comarca. Es el típico
cacique mal pagador, autoritario, abusón y cicatero al que sirven sólo los que
están en extrema necesidad. Corre 1945 y está terminando la 2ª Guerra Mundial.
Los Pirineos son un trasiego de gentes clandestinas que, huyendo, entran y
salen continuamente.
D. Pedro piensa: “Este
joven tiene algún pasado oscuro y se quiere refugiar aquí. Me da igual de qué
huye. Sé que en las condiciones en que está no va a poner reparos en el trabajo,
ni por su dureza ni por el bajo salario, me conviene aceptarlo”. Dice en voz
alta:
- Está bien, será usted mi nuevo
pastor.
Luego grita:
- ¡Rosario!
Aparece la joven y D.
Pedro le ordena:
- Saca dos tintos, queso y pan, que
celebremos el trato.
Rosario lo trae todo con
celeridad. Boris, que no ha comido en 48 horas, lo hace con ansia disimulada,
que no le pasa desapercibida a D. Pedro.
Rosario, respetuosamente,
se ha situado cerca de la puerta.
- Este pan y este queso son excelentes.
- Los ha hecho Rosario, que también te
enseñará - lo trata de tú - a ordeñar para que no te falte leche en el desayuno
y en la cena. Cada semana te subirá a la cabaña una hogaza de pan.
Boris nota que cuando D.
Pedro mira a Rosario, lo hace de forma posesiva, como miraría cualquier objeto
que le perteneciera.
Después de aquel
piscolabis que a Boris le ha reconfortado, salen de la casa por la parte de
atrás y suben por un estrecho sendero muy en cuesta que lleva al establo, al
redil y a la cabña en la que dormirá Boris.
Por el camino va
orientando al joven en su trabajo de pastor y además le ha entregado un manual
viejo y sobado que le puede sacar de muchas dudas.
- Todos estos montes me pertenecen, así
como el Torreón y las palomas. Como ves, hay pasto abundante y no tendrás que
echarles pienso a las ovejas. Además, el rocío de la mañana hará que no
necesiten beber agua. Al caer el sol las encerrarás en el establo. Todavía hace
frío para que duerman en el redil. Cuida los corderos recién nacidos; son muy
vulnerables y los pueden atacar las águilas, los grajos y hasta las urracas.
Los encerrarás en los establos con sus madres. De noche, ya en la cabaña,
estarás atento al ladrido de los dos perros pastores, que avisan de la llegada
de alimañas: zorros o lobos, aunque no es frecuente.
Son las 10:30 y D. Pedro abre
el establo para que las ovejas salgan a pastar.
- Desde este momento eres el
responsable del rebaño. Son 40 ovejas, si faltase alguna, se te descontará del
salario. De éste no vamos a hablar todavía hasta ver cómo desempeñas tu
trabajo. Rosario te subirá esta tarde la maleta, la hogaza y te enseñará a
ordeñar.
Boris se queda solo y
contempla el panorama: es hermosísimo. Respira a pleno pulmón y presiente que
este trabajo le va a gustar.
Al empezar a ponerse el
sol, encierra a las ovejas. En el establo le espera Rosario con dos banquillos
para comenzar el ordeño. Al principio, a Boris le cuesta y la oveja elegida se
queja, pero poco a poco va haciendo bien los movimientos de la mano y logra
sacar leche para la cena y el desayuno. Rosario sigue mostrándose hosca y se
despide con sequedad.
En la cabaña encuentra
Boris la maleta, la hogaza y ¡oh, maravilla! Algo que no esperaba: un gran
trozo de queso que sin duda debe agradecérselo a la huraña Rosario.
Mira la cabaña: es
pequeña, se adobe, con una chimenea, un catre, una mesa y dos sillas
desvencijadas. Sobre un poyo hay una hornilla de carbón y unos cuantos
cacharros abollados. La chimenea está encendida. Quiere lavarse pero en la
cabaña no hay agua. Va al abrevadero donde un caño de agua muy fría cae
continuamente. Se lava y vuelve a la cabaña a deshacer la maleta. Cuando ha
sacado todos los libros y la poca ropa que contiene, algo se desliza de un
repliegue: es una pistola. Se queda pensativo pues está seguro de haberla
guardado en el doble fondo: la mete allí y luego cierra la maleta y la coloca
bajo el catre.
Bebe un buen tazón de
leche que ha hervido en la chimenea. Se ha hecho de noche y en la cabaña no hay
luz eléctrica. Ve una lámpara de carburo en un rincón y la enciende. Se dispone
a acostarse porque el día ha sido agotador. Ya en el catre piensa que esa
humildísima cabaña, comparada con el campo de concentración, es un paraíso.
Han pasado tres meses
desde que llegó; es primavera y la vida transcurre para él plácidamente. Su
piel se ha curtido, han desaparecido sus ojeras y su aire receloso. Se siente
seguro, le gusta la vida al aire libre. Sabe perfectamente cómo cuidar de las
ovejas y los corderos. Siega heno para los corderos destetados y ahora mete a las
ovejas en el redil. Los montes tan verdes le recuerdan a los de su pueblo en
Ucrania y siente nostalgia, pero pronto la desecha porque ha de mantener su
ánimo lo más optimista que pueda para sobrevivir.
D. Pedro lo visita de
tarde en tarde. Sube con dos hombres y se llevan los corderos que hay para la
venta. Sigue sin hablar de su salario, pero a Boris no le importa. Le parece un
privilegio vivir de aquella manera tan relajada. Ya estuvo trabajando en
Francia de manera clandestina y pudo comprarse los libros que tanto echaba de
menos y la maleta. Ahora, en los ratos libres, mientras pastan las ovejas,
dedica algunas horas a leer, ¿qué más se puede pedir?
D. Pedro caza con
frecuencia por aquellos contornos. Se oyen, lejanos, los disparos de su escopeta.
Al día siguiente de que eso ocurra, Boris encuentra por la noche algún guiso de
conejo, perdiz, liebre o pichón sobre la mesa; esto le agrada sobremanera,
porque su régimen de comidas deja mucho que desear.
Diez meses después de su
llegada a la aldea, un acontecimiento que a Boris le parece extraordinario,
ocurrió de manera inesperada. Por la mañana, oye el coche de D. Pedro bajar la
cuesta y lo ve enfilar la carretera de la ciudad. Esto ocurre muy de tarde en
tarde. Al anochecer encierra las ovejas en el establo porque las noches son ya
frías. Lleva en el hombro un cordero recién nacido y detrás una oveja balando
lastimeramente. Mete a la madre y al hijo en lo más calentito del establo y se
lava antes de entrar en la cabaña. Cuando lo hace, queda como deslumbrado:
Rosario, ante la chimenea encendida, le está esperando con un brillo especial
en los ojos.
Dos horas después, la
joven, con el pelo un poco despeinado y la cara arrebolada, sale de la cabaña y
baja a saltos la senda hacia la casa. Media hora antes, su amo, con el coche
renqueante, ha subido la cuesta hacia el pueblo.
Al día siguiente por la
mañana, Boris oye otra vez el coche que vuelve a dirigirse hacia la ciudad. Su
corazón salta de gozo. Esta noche, Rosario volverá. No puede olvidar su piel
suave y cálida. Se asombra de que una muchacha tan ruda tenga tanta capacidad
para la ternura.
Las horas hasta la puesta
de sol le parecen esta tarde interminables. No puede concentrarse en la
lectura. Por fin, encierra a las ovejas, se lava rápidamente y lleno de
ansiedad, entra en la cabaña. Rosario aún no ha llegado. Enciende la chimenea y
el carburo y oye llamar a la puerta. Se lanza a abrir y ve dos siluetas que se
recortan en el cielo del atardecer. Llevan tricornio, capote y fusil. La luz de
las llamas y del carburo iluminan dos rostros siniestros que le miran
torvamente.