viernes, 30 de diciembre de 2011

Mi día de hoy

Autora: Rafaela Castro

En lo que se refiere a mi núcleo familiar no puedo quejarme, ya que todos están más o menos situados. En lo que a mí concierne, sí que tengo queja. Cobro una pensión que da pena como diría no sé quién. Si me llega no me alcanza y si me alcanza no llega. Los productos suben y suben y la paga igual o peor y, claro, a mí ni me puede dar igual ni lo mismo.

Me preocupa y mucho, ver a tantas personas sin un puesto de trabajo y tantas sin una vivienda digna como indica la Constitución, claro que, una cosa es predicar y otra dar trigo. Veo colas de gente esperando que algunos centros les den comida, eso a mí no me da lo mismo. No me dan igual esas mujeres maltratadas día a día y muchas son asesinadas. No me dan igual los políticos corruptos que, mientras  nosotros nos quejamos de la crisis, descubrimos que ellos se lo están llevando calentito. No me da igual ni me da lo mismo que quieran hacer recortes en servicios sociales,  y que tengan grandes pagas y, cuando se retiran, las tengan para siempre. Mientras yo siga pagando impuestos, claro que me importa.

En mi vida cotidiana también me preocupa y no me gusta el ir pisando cacas de perros, ver tirada basura, latas, plásticos y pinturas asquerosas en las paredes. Otro problema que yo veo, sobre todo los fines de semana, es que cuando consigues conciliar el sueño, cuatro niñatos y niñatas regresen a sus casas gritando como energúmenos después de divertirse a lo grande, solo piensan en ellos mismos y los demás que se joroben.

En fin, nada me da igual ni lo mismo. Me siento culpable porque casi que intento entender a los que se encojen de hombros como diciendo: "o paso o me vuelvo loca".


Ahora no, ya no me da lo mismo....

Autora: Elena Casanova

    Aureliano abrió el portón del cementerio a las ocho en punto. Llevaba en este oficio más de la mitad de su vida  y jamás había encontrado nada extraordinario allí, a pesar de todas las historias fantásticas entorno aquel lugar donde trajinaba al lado de los muertos. Esa mañana, sin embargo, algo le llamó la atención. Sobre dos tumbas había esparcidos trozos de tela blanca  desgajados, en cuya apariencia se intuía  rabia y  rencor.

    Allá por el año 1936 nació  Angustias Dolores en un pequeño pueblo al oeste de la provincia de Palencia. Estos dos nombres ya  pronosticaban  la crónica de su vida. Se podría definir como una mujer sumisa, obediente,  casi sin voluntad, eso sí con muchos sueños e ilusiones que se evaporaban aparentemente tan rápido como habían aparecido ante las proposiciones de los demás. Jamás se había aventurado contradecir a nadie, pero sus fantasías no desaparecían sino que permanecían  relegadas en el inconsciente donde iban madurando.

    De pequeña, con diez años, llegó casualmente un maestro al pueblo, enseñando a los niños las cuentas básicas y las primeras letras. Angustias Dolores disfrutaba con  la magia de los números y experimentaba un verdadero placer cuando escribía palabras nuevas. Era rápida aprendiendo y su curiosidad no tenía límites. Jamás olvidaría esos días, cuando Don Roberto llevaba a los niños a las afueras del pueblo y sentados debajo de un viejo sauce, se maravillaba con los paisajes y personajes que animaban las historias que el maestro les leía. Nuestra protagonista se sentía feliz. Sin embargo su felicidad iba a durar poco.  Un día su madre le comunicó  que ya no iría más a la escuela  porque la necesitaba en casa, ella sola no podía con todas las faenas, eran demasiados: su padre y cuatro hermanos mayores. Ella bajó la cabeza, sintió una punzada en el estómago y con una voz que apenas salía de su cuerpo murmuró – bueno… me da lo mismo-  disipándose en un instante todo su empeño e ilusiones que había puesto en las enseñanzas del viejo maestro. En realidad no morían, sólo una cortina de conformidad  las dejaba ocultas.

    Su infancia discurrió entre cacerolas, camisas sucias y peladuras de patatas, pero Angustias Dolores iba más allá y se internaba en un mundo ilusorio, paralelo a ese que solo les permitían vivir. Cuando alcanzó la edad de compartir confidencias con sus amigas, salir y divertirse un poco  tropezaba a menudo con alguna excusa, casi siempre por problemas de salud de su madre y de las pesadas cargas familiares que debía soportar. Sus amigas aseguraban lo mismo cuando aparecía con algún pretexto -no sabemos cómo puedes estar siempre en casa- y Angustias Dolores mentía diciendo - bueno…es que me da lo mismo.

    Años más tarde tuvo la oportunidad de salir del cada vez más pequeño y asfixiante círculo en el que se había convertido su vida, de las cuatro paredes de su casa y el ambiente rancio de su pueblo. Una tía, hermana de su madre,  le había encontrado trabajo de costurera en la capital de provincia y le propuso que fuera con ella por su buen hacer en esta tarea. Al comunicarlo en su casa, fueron los hermanos quienes le aconsejaron que no debía – siempre había funcionado la coacción del deber y la responsabilidad - dejar solos a sus padres porque la edad de éstos ya rozaba la frontera de la dependencia y haría mella el día menos pensado. Sus sueños otra vez volvieron al rincón del olvido. Y mientras tanto, su vida se fue acomodando en el sopor de los  días, en el paso lento de las estaciones,  llevada por la inercia y el convencimiento de que no tenía más opciones y un buen día se encontró completamente sola en aquel caserío de paredes desvencijadas, más por el tedio que por el paso del tiempo. Sus hermanos se marcharon de la casa escalonadamente,  sus pocas amigas abandonaron el pueblo, sus padres envejecieron y murieron.
    A sus cuarenta y pocos años no concebía más sobresaltos que los gritos de alguna vecina desde la calle o el vozarrón de don Benito, el cura, en el sermón de los domingos cuando quería reprender algún acto deshonesto de un vecino anónimo, al que todos reconocían de inmediato. Un día, al salir de la iglesia  tropezó casualmente con un forastero que le preguntó por un hostal en el pueblo. Ella amablemente lo llevó al único que existía en aquel rincón del mundo. Sin saber muy bien, quedaron para el día siguiente. El tenía curiosidad por conocer algunos rincones y ella  se ofreció para enseñárselos.

    Este hombre, conjurado desde muy joven con el nomadismo, se fue acomodando al lugar, encontró un trabajo en la mina y decidió quedarse por un tiempo. Los encuentros con  Dolores Angustias se hicieron  cada vez más frecuentes y pronto descubrieron que se sentían cómodos juntos, tanto que a principios de la primavera se casarían, ya rozaban cierta edad y no querían dejarlo para mucho más tarde.

    Jamás he observado a una mujer disfrutar tanto con los preparativos de su boda. Ella misma se confeccionó el vestido, pintó e hizo algunas reparaciones en su casa y comenzó a elaborar el ajuar. Como algunos  volcanes que escupen con fuerza la lava que presiona sus entrañas, a Angustias Dolores le estallaron todos los deseos y pretensiones negados en toda su mezquina existencia. Su cara, mustia por el hastío, recobró brillantez  y sus labios modelaron una sonrisa que era imposible desdibujarse. Rejuveneció y todo el pueblo fue testigo del cambio.

    Dos semanas antes de la boda,  Vicente, algo nervioso, le comentó que debía ausentarse algunos días del pueblo porque necesitaba ir a la capital  para arreglar cierto papeleo. Pasaron dos, tres, cuatro días… y la ausencia de Vicente empezó a preocuparla -¿dónde estaría?- Todas las tardes, sentada en un banco de la estación, esperaría  la llegada del tren donde bajaría lo único que le importaba. Sin embargo su impaciencia duró poco. La mañana antes de la boda, el cartero le entregó una carta. Después de leerla hizo añicos el papel, se dirigió al dormitorio y de un manotazo arrancó de la percha el vestido de novia que colgada detrás de la puerta. Sin una sola lágrima, porque su dolor y su angustia quedaron congelados para siempre, salió del pueblo.

    La última vez que la vieron andaba camino del cementerio, aunque nadie fue capaz de encontrarla. Cuentan que en las mañanas  de primavera se oye en la vieja casona,  casi en un susurro, algo parecido: Ahora no, ya no me da lo mismo.

Me da igual, me da lo mismo

Autor: Antonio Cobos

Esas nueve palabras, o a veces sólo las cinco primeras o las cuatro últimas, se fueron haciendo cada vez más habituales en los labios de Elena. A Jorge, su marido, cada vez le desagradaban más. No era consciente en absoluto de que él había contribuido sobremanera a esa indiferencia y falta de definición de su esposa.

Elena se había educado en un ambiente tradicional pero era una mujer alegre y comprometida. Conoció a Jorge en la facultad, en aquellos años revueltos de la década de los setenta en los que se veía al alcance de la mano, el final de la dictadura.

Jorge con una personalidad fuerte y de ideas claras, se movía entre los blancos y los negros y raramente diluía su opinión en tonos grises. Muchas veces repetía las palabras del Apocalipsis 3:16 “porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. Aborrecía la tibieza. Le gustaba polemizar y era capaz de discutir durante horas antes de aceptar el punto de vista del contrario. Argumentaba bien y era especialmente hábil en encontrar el razonamiento preciso en cada instante. Rápido de reflejos, siempre tenía un contraataque preparado, antes de que el contrario terminara de exponer su punto de vista.
Elena, aunque moderna y adaptada a los nuevos tiempos e ideas, tenía sobre sus hombros el peso de una educación represiva, que le había hecho ocultar sus deseos y manifestaciones espontáneas. Su sentido del deber rayaba en lo obsesivo y no se permitía a sí misma, no hacer lo que se tenía que hacer. Se casaron por la iglesia, por ejemplo, no porque fueran creyentes, sino porque ella insistió en que daría un mal rato a sus padres si no tenían una ceremonia religiosa. Sin ser consciente de ello, había heredado multitud de actitudes de sus padres a pesar de que, en teoría, era muy distinta a ellos. En casa de sus progenitores, a veces se hablaba de política y se tenían las discusiones normales de dos generaciones distintas. Aunque de ideologías diferentes, las discrepancias no llevaron nunca la sangre al río y al cabo de unas horas todo parecía olvidado y se llevaba una convivencia normal.

En casa de Jorge, en cambio, había una realidad diferente. Optaron, finalmente, por no sacar temas políticos, pues las discusiones sobre la realidad nacional de la época,  desencadenaban tensiones, sobre todo entre padre e hijo, que perduraban en el tiempo y condicionaban el resto de los días de convivencia que pasaban juntos.

Transcurrieron los años, vinieron los hijos y la convivencia se fue amoldando a la realidad del día a día. Pero poco a poco, Jorge se fue erigiendo en el señor del lugar. Las iniciativas de Elena: una exposición de arte, un viaje de fin de semana, una comida con los amigos y otras cosas por el estilo, solían tener una contraoferta por parte de Jorge y a Elena no le importaba posponer su propuesta, que la mayoría de las veces se quedaba en eso, en una simple propuesta que no se llegaba a realizar. Sin darse cuenta reproducía el papel que su madre había desarrollado con su padre, ya que era éste el que tomaba las decisiones en su casa.

Con los años, la frecuencia de propuestas se redujo. Sobre todo cuando a Jorge le dio por descalificarlas con expresiones que pasaron del ‘ahora no es el momento’, ‘eso es mejor en verano’ o ‘ahora tenemos muchos gastos’ a ‘eso es una tontería’, ‘¿cómo se te ocurre proponer eso?’ ‘no dices más que chorradas’ o ‘yo allí no voy’.

Llegó un momento en que Elena dejó de proponer e incluso de pensar, Jorge llevaba las riendas y tomaba las decisiones, sin incluso saber la opinión de Elena. Total, a ella ‘todo le daba igual, le daba todo lo mismo’…

Pero no era cierto y un día …

Una aventura cotidiana


Autora:  Carmen Sánchez Pasadas

Cualquier otro día la expresión “a mi me da igual” o “me da lo mismo”, hubiera sido válida para elegir la línea de autobús que me convenía, pero precisamente ese día no.

Era habitual que fuera andando al trabajo, me gustaba andar y además así me mantenía en forma, aunque es cierto que algún que otro día optaba por tomar el autobús si se me hacía tarde. Y ese día era uno de estos.
Al salir de casa comprobé que empezaba a llover y no había cogido paraguas. Aceleré el paso hasta la parada y pensé que no merecía la pena volver por uno, porque la parada estaba cerca y el autobús me dejaría junto a mi trabajo. Cuando me aproximaba a la marquesina, llegó el autobús, si bien no era el que cogía normalmente, pero pensé me da igual, me da lo mismo, este también tiene parada junto a la oficina. Me había mojado más de lo previsto, pero no le di importancia, ahora me encontraba cómodamente sentada y la agradable temperatura dentro del vehículo era reconfortante.

Transcurrido un tiempo y al comprobar sorprendida la diferente ruta que seguía el autobús, recordé que los compañeros comentaron el día anterior que el recorrido de esa línea se desviaba por obras en la calzada, dando un rodeo enorme. Miré el reloj, ya no tenía opciones, si bajaba y proseguía andando llegaría tardísimo, tampoco podía hacer trasbordo con otra línea, así que la única solución era continuar.

Me tranquilicé y asumí que llegaría tarde. Nada más aceptar la situación, arreció la lluvia golpeando continuamente los cristales. Las aceras se llenaron de sombrillas y volví a recordar que no llevaba la mía. El autobús se había alejado zigzagueando entre las calles, pero poco a poco se fue acercando a su destino.

 El siguiente descubrimiento fue comprobar que mi parada quedaba bastante alejada de la oficina. Esto en otras circunstancias no me hubiera importado, pero ese día con la lluvia persistente y en una zona donde los edificios carecían de balconadas suponía llegar empapada. Nuevamente me animé diciendo:

-    No hay otra que echar a andar, claro que sobre una calle con una pendiente considerable y totalmente resbaladiza –objetó mi pensamiento.

Finalmente conseguí llegar a la oficina ilesa, fue toda una peripecia, porque tuve que sobreponerme en varias ocasiones a resbalones ineludibles y la lluvia me había calado totalmente. Aún recuerdo la cara de sorpresa del conserje cuando me vio. Afortunadamente y para mi asombro, no me acatarré.

Me da igual, me da lo mismo

 Autora: María Gutiérrez

Todos los años la misma tensión, los mismos nervios cuando se  aproximaba  el  día  de  la  comida  de  Navidad  y  el  ¿qué  me  pongo?.

Desde un mes  antes, andaba como loca buscando lo que me pondría  para la ocasión. Ponía mucho interés a la hora de elegir el traje y demás  complementos para acertar con el mejor look. Como no, también me  preocupaba de mi aspecto físico cuidándome en la dieta para no tener  que cambiar de talla. Todo esto combinado con ejercicio adecuado. No podía dejar atrás la visita a mi estilista para ir haciendo pruebas y  acertar con lo más favorecedor.

Nunca me olvidaba de la manicura y de la indispensable pedicura, ya que   los pobres pies son los que más sufren en estas ocasiones y ese día no se podía notar el cansancio, todo lo contrario, había que estar radiante por dentro y por fuera al precio que fuese.

Tampoco podía faltar un buen abrigo o chaquetón para no coger un buen resfriado. Casi siempre me dejaba llevar por el color negro, tan socorrido, glamuroso, y elegante a la vez. Como toque final unas gotitas de CHANEL número 5.

Cada etapa de la vida va cambiando a la persona. Esa necesidad de  embellecerse para gustar a los demás y seguir aparentando que nos mantenemos aún jóvenes a fuerza de ejercicios y de estirarnos la piel para  reparar el paso del tiempo, a mí como que me da igual.

Ahora en la madurez, la razón de mi vida es otra. He cruzado a la otra  orilla, mi camino es otro, mis pasos son más lentos, mis tacones más bajos, mi actitud y mis gestos más serenos y relajados.

A estas alturas de mi vida, ya me da lo mismo, solo deseo vivirla con  calidad, alegría y optimismo. Nadie me puede impedir seguir soñando.