martes, 15 de mayo de 2012

Recuerdos

Autora: María Gutiérrez


En el camino de vuelta hacia mi casa, ensimismada en mis pensamientos, al doblar una  esquina fue cuando me encontré de cara con él. Se me pararon los pies y de mi garganta salió un grito:¡Pero si es un celindo!. Mientras pronunciaba su nombre lo seguía observando con bastante atención, su olor empezó a envolverme sintiéndome embriagada con su aroma. De pronto, mi mente me trasportó a mi niñez, a esos recuerdos añejos que quedaron atrapados en mi mente, como si todo hubiera sucedido ayer.

En aquella etapa no parábamos de inventar cosas, cuando nos daba por jugar a ser modistas, poníamos nuestro propio taller con los recortes que encontrábamos en los de las modistas de verdad, confeccionando vestidos para las muñecas que luego vendíamos por tres perras gordas. Otros días nos daba la vena artística y montábamos un “teatrico” en casa de alguna, casi siempre, lo hacíamos en donde hubiera más espacio para tener bastante público y pasarlo bien.

Por aquellos años, el cura del pueblo tuvo la feliz idea de poner una emisora que instaló en la torre del campanario, por lo que el acceso a ella era un poco complicado ya que había que subir un buen número de escaleras, pero como no conocíamos ni sabíamos que era la artrosis, las subíamos en un segundo. El programa infantil se emitía el jueves por la tarde que no había escuela. Salía en antena después de la novela que por entonces, era ni más ni menos que “Ama Rosa”, la cual tenía a todas las madres más que enganchadas, acabando casi todas las tardes llorando a moco tendido por lo sucedido en cada capitulo de dicho culebrón. En la calle no encontrabas a esa hora ni a una sola mujer y si te daba por dar un paseo, como en aquella época se podían dejar las puertas abiertas que no pasaba nada malo, tenias la oportunidad de comprobar que todas estaban más que entregadas a dicho folletín.

¡Que tardes más divertidas!. Jamás quisiera olvidarlas, todavía puedo verme como si fuera ayer, nerviosa y sin poder dejar de moverme hasta que me tocaba salir a actuar.

Después de unos breves anuncios de Colacao, nos presentaba un entrañable personaje, “El Mago Cacume”. Nuestro programa era de canciones y poesía y lo empezábamos cantando todos a coro para irnos relajando, aunque solo lo conseguíamos en parte. Una de las canciones decía más o menos así:

“Somos de radio chupete atrevido e infantil, niños que con alegría vienen a cantar aquí. Este es el Mago Cacume, con su barbudo pelaje pero dentro de esas barbas, hay un bello personaje”

A mí me gustaba más salir cantando. Casi siempre elegía alguna coplilla, la cual me encargaba yo por mi cuenta de ensayarla todo lo que podía en mi casa, escondida en el último rincón para que nadie me oyera y así causar más expectación. Del vestuario no había que preocuparse porque como por radio ni se ve ni se veía, eso que nos ahorrábamos.

Vivía al lado de la iglesia por lo que una vez que acababa el programa, salía que me las pelaba hacia mi casa para que me felicitara mi familia, la cual siempre me decía ¡Ay mi niña que buena artista es!, pero muertos de risa.

¿Y lo felices que éramos, quién nos lo puede quitar? Nadie.

lunes, 14 de mayo de 2012

La tía Fidela

Autora: Elena Casanova

Era una tarde de julio y esperaba en la estación de autobuses la llegada de mi tía Fidela. La había invitado a pasar unos días en mi casa, porque  la última vez que estuve en el pueblo ella me dijo que estaría encantada de hacernos una visita a Bruno y a mí. Confidencialmente  me confesó que sentía cierto interés por comprobar cómo sería la vida en pareja de dos hombres.  En vez de molestarme, sonreí por este comentario tan fresco e inocente. Nunca he pensado que mi tía se sintiera atraída por una curiosidad morbosa, solo que ella es así de clara y siempre lo ha sido en todos los aspectos de su vida. Aún siento cierta emoción al recordar que fue casi la única persona de mi  familia, quien me felicitó de corazón cuando anuncié mi boda con Bruno.

La tía Fidela bajó del autobús con alguna dificultad. Parecía contrariada y,  con un  gesto malhumorado, sus ojos no se despegaban del hombre menudo y algo desaliñado que iba delante de ella. Al acercarme, masculló algunos improperios contra esta persona. Traté de calmarla y preguntarle el porqué de su enfado.

- Ese hombre que no ha parado de roncar en todo el viaje. Mi siesta es sagrada. He preparado mi almohadón y cuando estaba casi dormida, el soniquete martilleante de su dulce trinar no me ha dejado ni entornar los ojos y para colmo, va el muy zoquete y se desabrocha el cinturón, ¡será guarro el tío! y, no contento con esto,  se quita los zapatos, y no veas el tufo que he tenido que soportar. Menos mal que siempre llevo colonia en el bolso y se la he rociado por los pies. Después de recoger la maleta, y olvidadas las incidencias del viaje, me imprimió una retahíla de besos  y me urgió  a salir de la estación para poder saludar a Bruno,  al que tenía muchísimas ganas de ver.

- Pero bueno… ¡qué casa más limpia tenéis! Más que algunas de ésas que están todo el día dándole al pico y criticando a unos y a otros y… ¡qué bien huele!- fue lo primero que dijo al entrar en el piso que compartimos Bruno y yo. Después de darle dos buenos achuchones a mi pareja, observaba con curiosidad todos los detalles decorativos de la casa asombrándose de nuestro buen gusto. Se maravilló cuando vio un juego de café que dominaba la parte central de una vitrina del salón, que había pertenecido a su abuela, obsequio que nos hizo al enterarse de nuestra futura unión.

-  Pero ¿cómo habéis colocado este viejo juego de café en un mueble tan moderno? – y sin embargó una enorme sonrisa  dejó entrever  su cara de satisfacción.

Bruno preparó una cena frugal pensando, sobre todo, en mi tía. Cerca ya de los ochenta no debía de ingerir demasiada comida por la noche.  Cual fue nuestra sorpresa cuando sacó de su maleta una bolsa con  embutidos del pueblo y, colocándolos primorosamente en un plato, nos invitó a probarlos y ella también disfrutó del festín. Le insistimos varias veces que quizás no era conveniente una comida tan pesada por la noche, pero ella poco caso nos hizo diciendo:

-Vamos a ver, si desde que  yo me tomo esos protectores  que me receta el médico, mi estómago lo resiste  todo, además si me tienen atiborrada de pastillas, ¿qué daño me pueden hacer estas delicias?

No se equivocaba.  Acomodada en el sofá después de la cena, se quedó completamente dormida y cuando la mandamos a la cama a media noche, siguió durmiendo hasta la mañana siguiente, siendo  testigos fieles.  A causa de la pesadez de nuestra  digestión dormimos bien poco. 
  
Vino para una semana, pero encantada con  el ambiente de la playa,  orgullosa y útil  por todos los cuidados que nos prodigaba decidió quedarse con nosotros  un mes. Con ella nuestra vida cambió de forma significativa.

Nos acostumbramos a sus guisos caseros bien condimentados  que con tanto mimo nos tenía preparados a mediodía cuando llegábamos del trabajo. A nuestros calcetines y calzoncillos primorosamente planchados y lavados a mano porque pensaba que la lavadora los estropeaba,  a las novelas televisivas, a sus siestas en el sofá, a su rosario en la mesita de noche y a sus visitas los domingos a la iglesia. 

Casi todas las tardes la llevábamos a la playa. Quisimos comprarle un bañador nuevo porque el suyo estaba un poco desteñido y con la tela algo gastada, pero fue imposible convencerla alegando que éste había sido un regalo de su marido la primera vez que vio el mar, y no quería deshacerse de él bajo ningún concepto. El bañador antidiluviano de la tía hizo gentes en la playa junto con las tiras del sujetador que asomaban  debajo de esta prenda, porque ella no concebía ir sin  su ropa interior bajo el traje de baño.

Algunas tardes la llevábamos de compras. A la tía le gustaba sobre todo la ropa e hizo acopio de un arsenal de prendas de vestir, que nunca encontraría en el pueblo. Pensaba que con  tantos compromisos y salidas  necesitaba tener un buen armario. Nos divertía ese toque de coquetería. Para ella era inconcebible salir a la calle sin un toque de color en sus labios y mejillas. Un día nos dijo que sentía verdadera debilidad por la Pantoja. Le regalamos parte de su discografía  y nos hicimos verdaderos  expertos de la copla, género que apenas conocíamos. Cenábamos casi todas las noches fuera, porque cada vez que lo hacíamos en casa tenía la costumbre de sacar los embutidos del pueblo, y no nos atrevíamos a quitarle la ilusión con la que nos los ofrecía, pero nuestro estómago no estaba hecho de la misma madera que el suyo. Nuestras costumbres alimenticias rayaban lo monástico. Y con ella disfrutábamos también de sus   interminables, y a veces extravagantes, historias de otro tiempo.

Cuando llegó el día de su partida, al decirle adiós sentimos cierto vacío en nuestro espíritu, aunque eso sí, nuestra tripa había aumentado un par de tallas. Y nunca olvidaré sus palabras al despedirme de ella: -Javier has hecho una buena elección, Bruno es  un buen marido.

Le prometimos que volvería el próximo año. 

sábado, 12 de mayo de 2012

Llámeme señor Gil por favor

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Siempre he creído en el destino y cuando les cuente mi historia estarán de acuerdo conmigo. Mi vida la decidieron mucho antes de nacer yo, cuando mis padres se conocieron. Hasta aquí les parecerá normal, pero hay un detalle que determinará el resto de la narración, mi padre se apellidaba Gil y mi madre Puertas, si suman comprenderán la tragedia que se cernía sobre mí aún antes de nacer. Para más infortunio fui el mayor de dos hermanos, por lo que me correspondió el “honor” de recibir el nombre de mi abuelo y que no era otro que Agapito.

Cuando apenas levantaba un palmo, los demás niños me llamaban “Agapito cara pito”, después cuando ni siquiera había asimilado el significado de mis apellidos,  me identificaba ya con ellos. Recuerdo que el día antes de hacer la Primera Comunión, cogí sin permiso la bicicleta de mi hermano, con la prisa para que no me pillaran, salí a toda velocidad calle abajo, con la mala suerte de tropezarme con un enorme bache y dada mi inexperiencia paré el poco asfalto que cubría la calzada con mis dientes. Todavía me acuerdo del enfado de mi madre cuando llegué a casa, aparte del susto que le dí porque iba con la cara magullada y un diente menos, me dijo “¡Agapito¿ eres tonto o qué?!”, a lo que yo contesté muy serio “no, soy Gil y Puertas”. En otra ocasión, creo que era incluso más pequeño, en esa época en que nos dedicamos a patear  todo lo que nos encontramos en la calle, se me ocurrió darle una patada a la caca de un perro para tirársela a mi hermano que iba delante, pero para mi desdicha estaba “fresca” y lo único que conseguí fue que se me pegara a la sandalia y a los dedos del pie que los llevaba descubiertos. Rápidamente sacudí el pie para deshacerme de ella, pero los resultados fueron más humillantes porque me salpicó a la cara y la ropa. Mi hermano que presenció todo el proceso empezó a reírse a carcajadas diciéndome “Agapito cara pito”, y por entonces yo que estaba muy dolido con mi nombre y esa coletilla le dije “no soy Agapito, soy Gil y Puertas”.

Durante el instituto fue todavía peor, en el momento que los profesores pasaban lista en clase, al principio leían mi nombre completo, pero al ver la guasa que generaba entre los alumnos sólo decían mi primer apellido. ¡Claro que siempre había algún bromista que coreaba el segundo!

Creo que mi timidez la desarrollé en aquella etapa, cuando intentar hablar con chicas era un suplicio, a pesar de todo yo intentaba ligar con alguna, pero continuamente aparecía algún miserable que voceaba mi nombre y apellidos y la chica en cuestión se moría de risa.

Realmente el bochorno de oír mis apellidos y la guasa respectiva me han acompañado toda la vida. Imaginen el día del examen de Selectividad con toda la Facultad abarrotada de estudiantes y el profesor entonando, porque estoy seguro que puso especial empeño en que se le oyera alto y claro “Gil y Puertas, Agapito”, además estoy seguro que la “y” intermedia la pone todo el mundo inconscientemente o no. Y ahí me tienen a mí, rojo como la grana, mirando al suelo y haciendo el paseíllo hasta mi mesa de examen.

Por otro lado, calculen quien era el recluta más popular cuando estaba en el servicio militar. Juraría que los cabos de las otras compañías envidiaban al mío cada vez que me nombraba, porque éste subía el tono de voz dos escalas por lo menos. Por más que intentara pasar desapercibido todo el campamento me conocía.

Pero la última afrenta la sufrí recientemente, mi mujer y yo íbamos a tomar un avión y ella se entretuvo en el baño, por lo que no estábamos esperando en la puerta de embarque. Puedo asegurar que no habían pasado ni dos minutos de la hora prevista y ya estaba la “diligente” azafata llamándome por megafonía, y por supuesto no se limitó a decir sólo el primer apellido como es habitual en estos casos ¡nooo!, como cabía esperar la “buena” señora no tuvo pudor para decir bien alto “Señor Gil y Puertas, por favor acuda a la Puerta de embarque número 7”.

En fin, que más les voy a contar para que me comprendan, llegado a esta altura de mi vida, me he resignado. Aunque tengo claro que esta desgracia no la sufrirá mi hijo cuando nazca, por supuesto no se llamará Agapito y para alivio nuestro, el de mi mujer y mío, ella se apellida Fuertes, así que Gil Fuertes no suena mal. Mi esposa y yo  nos entendemos muy bien. ¡Ah! Se me olvidaba, no les he contado que ella se llama  Dolores Fuertes del Pulgar.



viernes, 11 de mayo de 2012

El asesinato anhelado

Autor: Antonio Cobos

Las lamentaciones de madre e hijo no afectaron a nuestro personaje, que dibujaba una malévola sonrisa de satisfacción tras el anhelado asesinato que finalmente había perpetrado. Pero retrocedamos en el tiempo y vayamos al principio de aquel sábado de mayo.

Tras una semana de ajetreos, por fin llegó el fin de semana. Amaneció un día claro y luminoso con una temperatura deliciosa. Fresco por la mañana y un poco de calor al mediodía. Un día perfecto para una persona como Roberto. Un día para no hacer nada. Además, después de comer, Sara y Luís se marcharían y él se quedaría como amo y señor de la casa. Toda la casa para él solo. Podría ver una película tres veces, como a él le gustaba, para poder decir “así me salió más barata”.

Luís había sido invitado a un cumpleaños y Sara aprovecharía, después de dejarlo en casa de su amigo, para irse de compras o para dar una vuelta por la casa de su madre, lo decidiría sobre la marcha. Incluso, quizás podría hacer las dos cosas.

La mañana transcurrió serena, sin incidencias de importancia y hacia las cuatro y media de la tarde Sara y Luís salían arreglados en el coche familiar. Luís llevaba el regalo para su amigo y Sara se había acicalado un poco más que de costumbre, por si se encontraba con las otras madres en la fiesta, o con algún padre.

Roberto se disponía a acercarse al videoclub del barrio a buscar una película, cuando se encontró a sí mismo en el espejo de la entrada. Como otras veces, cuando estaba solo, hablaba consigo mismo mirándose al espejo, pues así se entendía mejor. Y fue su imagen en el espejo la que le preguntó que a dónde iba, y le dijo que no pensaba en nadie más que en él, y le sugirió que podría prepararle un pastel o alguna sorpresa a Luís cuando volviera. Al principio no le sentó bien la idea que le proponía su imagen, pero al poco tiempo estaba sonriendo y le agradeció la sugerencia. Pensó en hacer una gran tarta de merengue, como las que le gustaban a él, pero su imagen le volvió a recordar que a Luís no le gustaba el merengue sino el chocolate. Pues bien, prepararía un brownie, un pastel de chocolate. Se despidió de sí mismo, se marchó de delante del espejo volviéndose a asomarse por una esquina para ver si su imagen aún estaba allí. Efectivamente su imagen se asomó por el mismo sitio. Siempre habían sido como dos gotas de agua. Bueno una vez no fue así, pero eso es otra historia.

Decidido a fabricar un morenito de chocolate acudió a Internet para buscar una receta, comprobó que tenía los ingredientes y se colocó el delantal de la cocina para afrontar su tarea. Colocó todos los ingredientes encima del mármol de la cocina y los dispuso en orden como si estuvieran desfilando: mantequilla, chocolate, huevos, azúcar, harina, nueces.

Puso el paquete de mantequilla en un cuenco y lo metió en el microondas, una vez derretido le añadió una tableta de chocolate para fundir, batió cuatro huevos y les añadió un vaso de los de agua lleno de azúcar. Lo mezcló, vertió el chocolate con la mantequilla y lo volvió a mezclar todo muy bien, añadió la harina y luego las nueces.

Cuando estaba decidido a meterlo en el horno, se dio cuenta de que no lo había precalentado. Lo puso a 180 grados y esperó mirando. Cansado de mirar, abrió la puerta de la terraza y salió a mirar la calle. Volvió y se concentró de nuevo ante la puerta del horno a esperar que alcanzase la temperatura programada. Cuando el termostato saltó, vertió la masa en una fuente de cristal y en ese momento, un moscardón le pegó una pasada rasante a la masa del brownie y giró dos o tres veces alrededor de la cabeza de Roberto. Éste se deshizo en manotazos al aire pero el kamikaze maniobró y se coló hacia el interior de la casa. Miró a la puerta de la terraza y fue consciente de por donde vino la invasión. Cerró la puerta para impedir a huida al enemigo y casi se olvida del brownie. Pero no fue así, metió el brownie en el horno y se armó con un periódico hecho un rollo.

Una vez armado, se fue desplegando por la casa, escudriñando cada rincón y cada cortina, cada ventana. De vez en cuando hacía remolinos en el aire con su espada de papel para que el cobarde enemigo levantara el vuelo si es que estaba agazapado en algún recóndito escondite. Cogió un cojín como si de un escudo se tratase y también lo blandía en el aire para incitar a su presa a salir del escondrijo. En una de éstas el cojín se escapó de sus manos y fue a impactar al jarrón de las flores. ¡Maldito sea el moscardón! Ya estaba causando bajas y aún no se había expuesto ni una sola vez. Recogió los trozos del jarrón y los escondió en un cajón. Después lo pegaría. Recogía las flores cuando, parecía que de recochineo, el moscardón le pegó dos pasadas rodeando su cabeza. Buscó su arma de papel pero el enemigo huyó en un vuelo fugaz hacia el dormitorio. Nuestro estratega cerró la puerta del pasillo y volvió a solucionar el anterior desastre. Las flores fueron al cubo de la basura, pero primero sacó la basura, puso las flores debajo y volvió a echar la basura encima para que no se vieran. Coger la fregona y empapar el agua fue cosa de un instante. Su objetivo estaba claro. Estaba detrás de la puerta del pasillo. Entró y rápidamente cerró tras de sí la puerta. Recorrió los dormitorios y finalmente en la ventana del suyo, oyó un ruido sospechoso, un zumbido que rebotaba una vez y otra sobre el cristal. Corrió la cortina con cuidado y allí estaba. Parado en el cristal por un segundo. Subió despacio el brazo y ¡zás!, golpe al cristal. El moscardón salió disparado y pasó al ataque haciendo vuelos rasantes cerca de la cabeza de su contrincante y forzando la huida de Roberto. En su retirada, éste olvidó cerrar la puerta del pasillo y el moscardón salió victorioso rumbo a la cocina. De nuevo tras él y tras cerrar la puerta fue víctima de varias pasadas rasantes. Decidió abrir la puerta de la terraza para forzar su huida y lo vio escapar a toda velocidad. Cerró la puerta para evitar un nuevo ataque y se fue a observar en detalle el daño causado al jarrón.

Estaba absorto en el rompecabezas cuando llegó a su olfato un cierto olor a quemado. ¡El brownie! Rápidamente abrió la puerta del horno y una bofetada de calor le llegó a la cara. El pastel más que moreno parecía negro. Se quemó al sacarlo del recipiente e intento con un cuchillo quitarle el borde de fuera, pero por dentro seguía negro. ¿Sería así? Siguió recortando y quedó un trocito en el centro que si estaba moreno y tenía buen aspecto. Se lo comió. Total para lo que quedaba. Decidió deshacer todo el entuerto. Volvió a sacar la basura y puso los restos del brownie junto a las flores. Abrió todas las ventanas para que se fuera el olor, sin dejar de pensar en un nuevo ataque del moscardón. Sacó el pegamento, pegó el jarrón y lo sacó a la terraza.

Cuando calculó que podían regresar Sara y Luís, cerró todas las ventanas y olfateó el aire. No quedaban secuelas del desastre.

Efectivamente Sara y Luís llegaron poco después de que Roberto encendiera la televisión.

- Hola papá.
- Hola hijo, ¿Cómo ha ido?
- Muy bien – dijo dándole un beso y saliendo disparado para el baño.
- Huele raro – manifestó Sara, siempre tan observadora. - ¿Has sacado las flores a la terraza?
- Sí – respondió Roberto haciendo como que veía la tele
- ¿Qué has hecho? – preguntó Sara, siempre tan curiosa mientras se dirigía al dormitorio - ¿Has visto algo interesante?
- No, perdí la tarde con la tele – reaccionó Roberto.
- ¡Ahhh! Hay un moscardón en el dormitorio, ¡Roberto! – gritó Sara a medio cambiar de ropa.
Roberto cogió su antigua espada de papel y se dirigió raudo al dormitorio y allí sin darle tiempo a reaccionar al enemigo y blandiendo el periódico en el aire se oyó un ruidito de un impacto. Una vez en el suelo, aún se movía, pero un segundo después estaba pegado a la suela de un zapato.
¡No! - gritó Luís desde la puerta del dormitorio – ¡Los insectos polinizan las flores!
¡No! – gritó Sara – me da mucho asco que manches así el suelo.

Las lamentaciones de madre e hijo no afectaron a nuestro personaje, que dibujaba una malévola sonrisa de satisfacción, el anhelado asesinato se había perpetrado.

El fino hilo de la vida

Autor: Antonio Pérez

Andando por el fino hilo de la vida, me caí, ¡Vaya por dios! En un charco de gorrinos a parar fui. Lleno de un ejército de animales de bellota, pero no de pata negra, traspasé el rubicón. El ejército de políticos los hacían llamar.

Tras ardua pelea como siempre ganaron y a mí me tocó hornear. Ahora recluido en un palacio frío y lóbrego con una cama de oro, una pica de plata con orinal de mármol y unos barrotes del acero más elegante del mercado. ¡Ah! Y un ventanal con fenómenas vistas hacia la libertad.

En dos días salí, gracias a la gentileza soberana de ¡España! Qué buena que está…

¿Cuántas veces sin resistencia me dejara violarla?

Hoy amigos nuevos llegué hacer, soy rico en amistades, ¡Qué feliz me siento!

Mi amigo me contrató para trabajar. Me dijo que era básicamente para mirar debajo de las faldas y agarrar lo que pueda y le pregunté yo:…

¿Banquero eso cómo se hace?

Simple, invierte en nosotros y te daré más dinero, pide un dinero para alguna empresa y los dos por intermediarios algo nos llevaremos y si podemos convencer para que la jubilada del 5º se anime, que tiene dónde agarrar… ¿Una boda de conveniencia?

Marchando para casa lo medité. Hay tanto ajetreo por las calles, son como bulldogs con aptitud de burros y complejo de pingüinos. Si, si, la gente con caras largas de decepción (¿tan mal estarán en la cama por las noches?), con aptitud de ir para adelante como los de Alicante, chocándose unos con otros y haciendo el gesto de la niña del exorcista girando el cuello misteriosamente demasiado y mirando penetrantemente, ¡Vamos, que te desvirgan los ojos aunque no quieras!

El complejo de pingüino es simple porque van con la espalda y hombros decaídos como con chepa por el increíble peso de sus radiadores faciales, con brazos estirados y caídos por las joyas de piedra que ostentan, dando pequeños pasos, mirando en los cruces de izquierda a derecha y viceversa, dependiendo de la ideología política.

Mira una oferta de trabajo en la piruleta iluminaria…

Se busca gandul profesional con experiencia en hacer huecos de glúteos en el sofá para cobrar una paga administrativa y quitársela a la incapacitada del 2º. Esta oferta tiene que estar llena de curriculums, mejor me busco otra cosa a mi medida. Quizás una paga, me hago el loco y me la dan seguro, solo con fingir un poco.
O vender cupones eso estaría bien, aunque… vender… buff mucho trabajo. Mejor a alcalde, o político, ese es mi trabajo ideal.

jueves, 10 de mayo de 2012

Parodia nacional

Autora: Rafaela Castro Lucena

¡¡¡Ale que llegó un domingo más!!!
Desde la noche anterior la cosa está prepará: la sombrilla, la nevera, el flotador, los bocadillos, las toallas, el bronceador y el cubo pa los chiquillos.

Como solo tengo letras, me tengo que conformar con el domingo "pelao" pa poderme broncear.

Dispongo de un solo día y lo aprovecho muy bien, me pongo como un cangrejo de la cabeza a los pies.

Cuando decido volver y me meto en caravana, la cena me la ahorraré porque llegaré mañana.

En el interior del coche, mi mujer, suegra y chiquillos, todos están agotaos: mi "pompi" con agujetas y el motor recalentao.

Pa acabarlo de arreglar la pariente te echa en cara que nunca puedas llevarla un mes a la Costa Brava.

A consecuencia de todo siempre te pones muy triste y recuerdas y maldices hasta el día en que naciste.

¡¡¡ Por fin consigo llegar!!!
La espalda me duele mucho pues la tengo achicharrá, si se le ocurriese a alguien solo darme una palmá, seguro que le respondo pegándole una patá.

Como el roce escuece mucho, las relaciones se quitan hasta llegar el invierno y entonces te lo desquitas.... y si has ahorrado un dinerillo lo gastas en la cunita.

No quiero ser dominguero, lo digo de corazón, pues no tengo más remedio y tengo que entrara por tó.

Le suplico a San Pancracio, también se lo pido a Dios, si no este año el que viene, me precien con el cupón; y si esto me pasa a mí, yo el domingo no salgo ni con la guardia civil


Remedio casero

Autora: Rafaela Castro Lucena

Corrían los años 50. Yo tendría entonces unos siete años. Era propensa al dolor de oídos.

A mi madre le habían dicho que si había una persona que diera el pecho a su hijo, con unas gotas de leche en el oído se calmaba el dolor.  Alguien le dijo también que metiendo un trocito de  tocino en el oído iría soltando la grasilla y el dolor desaparecería. Mi madre se decantó por esto último.

Tenía una paletilla empezada y le vino muy bien. Me introdujo el tocino y me dio que me estuviera muy quietecita. No sé si fue sicológico o que verdaderamente me hizo efecto, el caso es que me quedé dormida. Cuando desperté aún no era de día, yo solo me acordé del dolor no del remedio que me aplicó, me llevé la mano al sitio dolorido. Entonces noté como un trozo de carne que se estaba desprendiendo. Me puse a gritar como una loca: – ¡mamá  corre, ven! Con razón me dolía, si tengo la oreja colgando, casi la tengo en la mano.


miércoles, 9 de mayo de 2012

Un poco de humor en lo cotidiano

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Esto que voy a contar es auténtico. Sucedió hace unos meses en Granada:

“Tomé un autobús en mi barrio para ir al centro y al rato entró en él un hombre rubio, como de unos cuarenta y cinco años, mastodóntico y con aspecto imponente, lo que aquí en España llamamos “un armario”, pero éste con tres cuerpos lo menos, bien cumplidos. Después de varios intentos y con cierto trabajo, consiguió sentares porque sus posaderas excedían con creces las dimensiones de asiento y le costó llegar hasta el fondo. A las pocas paradas, se levantó y se acercó a la puerta de salida, agarrándose a la barra pero sin tocar el timbre. _Como nadie pidió salir y tampoco había viajeros en la próxima parada, el conductor siguió adelante. Cuando el extranjero –pues bien claro se veía por sus aspecto que lo era- vio que el autobús no paraba, se puso a gritar en su idioma palabras que no entendíamos, pero que por su actitud y sus gesto airados, comprendimos que no eran amables precisamente. Las dirigía a la cabina del conductor. Este siguió impertérrito y el hombre-armario cada vez más irritado y ya amenazante, de fue acercando al conductor y le hizo señas de que parase el autobús. A todo esto, seguía sin tocar el timbre. El conductor, protegido como estaba entre cristales, que suponemos dobles y aún triples, no dio señales de amedrentarse y siguió su ruta con la mirada al frente, como si todo aquel barullo no tuviera nada que ver con él. El energúmeno, fuera de sí y echando chispas, la emprendió a puñadas contra los cristales mirando al conductor con ojos de loco y la cara rubicunda, Ninguna de estas furiosas manifestaciones conmovieron al impasible conductor. En esto llegó el autobús a una parada y la puerta se abrió. El enfadadísimo seños no hizo además de bajarse, por el contrario, siguió aporreando con más fuerza los cristales. Los viajeros que subían, miraban atemorizados al iracundo, picaban sus billetes y huían despavoridos al fondo del autobús. Todos estábamos bastante soliviantados, porque aquella furia viviente se estaba convirtiendo en un verdadero peligro. Lo que más de sacaba de quicio era la actitud impasible del conductor.

El Conductor cerró las puertas y siguió como si nada ocurriera. Entonces, el enojadísimo turista, se abrazó con todas sus fuerzas a esa especie de columna metálica donde está el dispositivo de picar lo billetes y emulando a Sansón lo arrancó de cuajo, separándolo del suelo, con idea de lanzarlo contra los cristales de la cabina. En ese momento, el autobús llegó a otra parada, se abrieron las puertas y el energúmeno, que estuvo a punto de sufrir un infarto a juzgar por su cara tumefacta, creyó cumplida su venganza y salió vociferando. Los viajeros que iban a entrar, al ver aquella especie de “Ángel Exterminador” de echaron atrás para dejarle paso. El, calle abajo, aún se volvió varias veces haciendo gestos iracundos. De toda esta escena, que tuvo mucho de apocalíptica y bastante de surrealista, lo que más me impactó fue lo imperturbable que permaneció el conductor. ¿Cómo es posible que su cara no delatara ni una emoción, ni un atisbo de nerviosismo? ¿Los prepara la Rover para sus incursiones en el barrio de Almanjáyar?