Estaba satisfecho y contento de su
trayectoria dedicada a los demás. ¡¡No, no!! Todo esto era mentira.
Sentado cómodamente en un sillón del
lujoso salón de su mansión, heredada de sus padres Antonio hacía un recuento de su vida que transcurría entre
diversiones, viajes y buenas comilonas. Le importaba un comino que hubiera
gente viviendo en la más extrema pobreza, todo lo justificaba con que eran poco
luchadores, tanto ellos como sus antepasados.
Sumergido
en esta reflexión, de pronto le invadió una inmensa tristeza, viéndose vacío y perdido a la vez. El sudor y el frío ocuparon todo su cuerpo. El grito
de un niño y el golpe en su cabeza de un balón, hizo que despertara de
aquel horrible sueño en el que se
encontraba metido. Se había quedado profundamente dormido sentado en un banco
del patio, viendo jugar a sus niños al fútbol. Ese día había andado más de lo
habitual, yendo de acá para allá con el objetivo de siempre, ¡¡qué no le falte
a los niños de nada!!. No puede ser que me quede dormido en cualquier sitio,
los años no perdonan, ¡¡Ay!!. Me estoy haciendo mayor, me
acostaré más temprano para descansar mejor.
Esta
inquietud por ayudar a los niños más necesitados, le venía desde muy joven. Él
tuvo la suerte de criarse en medio de
una buena familia, para más a su favor, numerosa. Pasó su infancia en un
pueblecito muy pintoresco de la costa, por lo que los veranos sobre todo eran
estupendos, disfrutando de la playa día a día y del entorno tan privilegiado
que tenían.
En
su casa, se respiraba un ambiente bastante religioso lo que le ayudó a ser
monaguillo y más tarde catequista.
Antonio
iba creciendo, convirtiéndose en un muchacho de mediana estatura, fuerte,
alegre y muy extrovertido con unas ganas inmensas de hacer algo útil en la
vida. En estos años de juventud, había ido reuniendo todas las herramientas
necesarias para emprender una nueva vida lejos de la familia. Tenía las ideas
muy claras. Cada vez que lo pensaba, se le iluminaba el rostro y se frotaba las
manos de alegría, estaba muy convencido de lo que quería, la vida pasaba ante
él con inmensa claridad.
Lo
dejó todo y se marchó muy animado, iba al encuentro de su destino. No tenía
duda de su vocación religiosa y su entrega a los niños más desamparados.
Era
consciente que le esperaba un duro y largo camino que recorrer, entrañando
infinidad de dificultades pero intuía que resistiría. Sus padres, le habían
enseñado a ser fuerte y valiente y
aunque se viera envuelto en multitud de
problemas y dudas, procuraría disponer de las armas necesarias para vencer los
obstáculos que salieran al paso.
Comenzaría su andadura con los Hermanos Agustinos, en donde recibiría la
formación reglamentaria, pero allí no
encontraba lo que a él tanto le
inquietaba.
Una
fría mañana del mes de Diciembre, hace casi sesenta años por fin llegó lo que
andaba buscando. Se le abrieron las puertas de par en par de la “Ciudad de los
Niños”. Trabajo: interminable; horario: jornada intensiva; sueldo: la
cooperación. La oferta era tentadora, no podía dejarla escapar.
Allí
le esperaba una gran labor que desempeñar, dedicándose en cuerpo y alma a trabajar como un honesto
“Obrero de María”, ayudando a los niños que por circunstancias de la vida se
encontraban en situación de abandono por parte de la familia y allí habían
encontrado su hogar.
El
hermano Antonio, tomando la ciudad de Granada con sotana incluida, se le vería por cualquier lugar de la misma,
gastando los zapatos como el que más, yendo a la caza y captura de un donativo
para ayudar a cubrir las necesidades de sus niños. Ha vivido durante muchos años,
un auténtico maratón recorriendo comercios, bancos y oficinas, entregando
calendarios de bolsillo, esperando
recibir el donativo esperado,
porque él no obliga a nadie a que sea
caritativo.
Ahora
que ya pasa de los ochenta es más normal
verlo en el autobús, comenta que ya no puede andar tan de prisa porque le dan
mareos, ¡¡cosa de los años!!, pero que
con sus pasos más cortos y sosegados el pro- grama de trabajo sigue siendo el mismo. Le da igual que haga frío o
calor, que salga el sol o esté lloviendo, opina que la dedicación a los niños,
no es cuestión de edad.
No
falta la gente de mal gusto que se atreve a insultarlo, dudando del destino de
las aportaciones, aunque él nunca se enfada ni se lo toma a mal, al contrario,
te invita a que vengas a poder comprobar las infinitas necesidades que están
esperándolas. En agradecimiento cuando recibe algo, se frota las manos de
alegría y dice: ¡¡ a la buchaca , a la buchaca!!.
En
reconocimiento a su dilatada labor en ayudar a los niños más necesitados, ha
sido recientemente condecorado con la
“Medalla de oro de la ciudad de
Granada”, premio muy merecido.
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