Tirabuzones de colores brillantes
serpentean entre las ramas del enorme y artificial abeto navideño. Luces
intermitentes guiñan sus ojos parpadeantes, entre las agujas verdosas de sus
hojas de plástico y una profusión de figuritas diversas, bolas reflectantes y
adornos varios sobrecargan ese elemento nórdico que anuncia a propios y
extraños, a través de las ventanas, que la Navidad es celebrada en la casa
grande de la colina.
Una mesa preparada para varios
comensales se halla dispuesta y adornada en el centro de una habitación profusamente
iluminada. En una mesa auxiliar, están en orden riguroso, la sopera, el pavo
trufado, una amalgama de trozos de frutas peladas variadas, doce uvas sin piel
y una botellita de cava. También hay unos dulces y turrones.
Un hombre está sentado a la mesa.
Es un adulto entrado en años, con chaqueta oscura y corbata azul con motitas
rojas. Ya se ha tomado la sopa, el pavo y la macedonia de frutas. Se levanta,
se aproxima a la mesita auxiliar, coge las doce uvas y la botella pequeña de
cava. Las coloca en su lado de la mesa. Mira el reloj, se acerca al fuego, lo
atiza y vuelve a sentarse.
Abre el cava, y mira al gran
reloj de pared. Unos instantes más tarde comienzan las doce campanadas. Toma
sus uvas. Y tras hacerlo, brinda consigo mismo para seguir aumentando sus
beneficios en los mercados.
No hay nadie más en la casa. No
se oye nada en la calle. Nieva.
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