Ya dije que iba al último, pero aquel ascensor no dejaba de subir.
Cuando me quedé solo, me relajé un poco y puse caras raras ante el espejo.
Seguí ascendiendo, sin hacer paradas, y sin que nadie se subiera o se bajara.
Por fin, algo preocupado, llegué a la última planta. Al abrirse la puerta, una
luz intensa me cegó. ¿Adónde había llegado? Me bajé, y deslumbrado por aquella
inmensa luminosidad, tropecé, y caí sobre el suelo. ¡Maldito escalón! Por su
culpa, me volvieron a bajar hasta el coche accidentado y me quedé sin conocer
aquel atractivo lugar. Poco después, me recogió una ambulancia.
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