Una intensa calma invadió mi alma cuando comprendí que todo
esfuerzo sería inútil, que no podría evitar lo que se me vendría encima, que no
había estado en mis manos haber previsto ese problema, y que no existía ninguna
salida que yo pudiera vislumbrar. No
podía hacer que el tiempo marchase para atrás y me quedó claro, que tendría que
recurrir a alguien ajeno a mi para intentar hallar una posible solución a aquel
conflicto.
Continué sentado donde estaba y me sorprendió a mi mismo aquella
sensación de paz que me embargó de los pies a la cabeza al concentrarme en mis
respiraciones amplias y profundas, y al tener solamente puesta la conciencia en
cómo mis pulmones se hinchaban y se encogían, inhalando y expulsando todo el aire
que era capaz de controlar. Cerré los ojos, mantuve la espalda recta, y no sé
cuanto tiempo permanecí así. Pasaron ante mi todos los momentos más importantes
de mi vida: el día de mi graduación profesional con la obtención del premio fin
de carrera de mi promoción, la excursión universitaria en la que conocí a mi bella
y sensual esposa, sin saber que era la única hija de un alto magnate chino,
nuestra larga y romántica luna de miel dándole la vuelta al mundo, la elegancia
de nuestros hijos de ojos rasgados tan cariñosos y responsables; después
vinieron la embajada y los negocios familiares, y tanta y tantas cosas…
En fin, una multitud de experiencias, tan diversas y tan hermosas,
que me pareció una presunción presentarlas todas juntas
en tan poco tiempo. ¡Qué lástima que todo aquel compendio de historias de buena
suerte se disipara de golpe, tras ese error, tras ese momento oscuro, tras ese
paso negativo, tras esa circunstancia de índole fatal! ¿Estaría en las puertas
de la muerte? – me preguntaba a mi mismo.
Y concentrado en la respiración y los recuerdos, me quedé
profundamente dormido para encontrarme que, al despertar, no sé cuanto tiempo
después, continuaba sentado en la misma posición y en el mismo sitio que antes.
Nadie había acudido a ayudarme y tendría, yo solo, que solucionarlo todo . Pero,
antes de ponerme en marcha, me prometí una y mil veces, en un esfuerzo de
constricción y arrepentimiento, que habiendo alcanzado ya los noventa años de
edad, no volvería a coger a escondidas las llaves del coche nuevo de mi hijo, y
sobre todo, me juré y perjuré no cometer una nueva tropelía, después de
habérselo abollado de aquella mala manera, sin posible disimulo, metiéndome de
lleno en un árbol que habían plantado en un lugar equivocado de la carretera.
No sabéis, lo que se enfadó mi hijo.
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