jueves, 29 de octubre de 2015

Miedica

Autora: Elena Casanova


― ¡Miedica, miedica… eres un miedica! ¡Eres un cobarde! ―. Estas palabras retumban en la cabeza de David una y otra vez antes de perder el conocimiento.

Minutos antes estaba junto a un grupo de amigos en la puerta del cementerio a altas horas de la noche. La oscuridad es total; el cielo, cubierto de una espesa capa de nubes, impide cualquier resquicio a la luz de la luna. Solo, de vez en cuando, un relámpago deja entrever el camino acotado de altos cipreses que lleva al camposanto y, al otro lado del portón, las primeras tumbas se adivinan adornadas mayormente de cruces. Todos son muy jóvenes, y las primeras señales de la adolescencia se hacen visibles en sus caras en forma de granos y en cuerpos desgarbados.  Parecen muy valientes y decididos a traspasar la pesada puerta de hierro, excepto David que permanece silencioso y relegado a un segundo plano.  Nadie le hace caso, hasta que el cabecilla del grupo se fija en él burlándose de la expresión de miedo de su rostro. Al momento, todos los demás se unirán a la chanza. David, que siempre ha sido un niño resuelto y audaz, comienza a sentirse incómodo y se ruboriza. No tolera que sus amigos se rían de él, es demasiado orgulloso y, sin pensárselo demasiado, escala con movimientos ágiles la enorme puerta. Una vez que ha conseguido pasar al otro lado, dirige la linterna a las caras de asombro de sus compañeros, instándoles  a que lo esperen al otro lado del cementerio por la parte exterior porque él, en solitario, lo cruzará por dentro. En ese instante se imagina el revuelo que causará durante los próximos días en el instituto cuando  se propaguen los comentarios de toda su valentía, convirtiéndose en un héroe.

Camina lentamente porque la linterna solo cubre un pequeño espacio del suelo y no ve demasiado bien por dónde anda. Se pregunta cómo alcanzará el  lado contrario con tan poca visibilidad. Para colmo, unas cuantas gotas de agua se convierten de pronto en un intenso aguacero. Bajo la lluvia, David pierde la noción espacial y camina entre las tumbas dando bandazos. Cuando se acerca a la parte más antigua del cementerio acaba escurriéndose y cayendo en un agujero bastante profundo que no puede ser más que una fosa. Aterriza sobre un ataúd y cuando dirige la linterna, bajo  sus pies ve una vieja caja de madera  astillada y rota por el golpe. Descubre horrorizado en el interior un cuerpo momificado cuyo rostro parece estar sonriéndole. Se le escapa un grito. Rápidamente  intenta  escalar las paredes y salir de esa pesadilla, pero la lluvia ha humedecido tanto la tierra que todo intento por salir se convierte en una tarea imposible. Comienza a ponerse muy nervioso. En su desesperación el ritmo del corazón se vuelve más  intenso produciéndole un leve dolor con cada latido; su respiración es irregular y más fuerte, siente que le falta el oxígeno; los  músculos de todo su cuerpo, de repente, se han agarrotado de manera que apenas puede moverse, solo se agita con sacudidas cortas, rápidas y cada vez más frecuentes. Mientras se hace consciente de que ha perdido todo el control de su cuerpo, el pánico se va acrecentando hasta el punto de perder la conciencia.


A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el sol aún no ha salido por el horizonte, dos operarios del ayuntamiento abren el pesado portón del cementerio y se disponen a realizar sus labores. Han decidido comenzar tapando la fosa que el día anterior abrieron por equivocación. Cogen las palas y  sin distinguir lo que hay en el interior debido a la poca luz de esa hora, van rellenando con tierra el agujero sin percatarse  que un cuerpo, aún con vida, comienza a revolverse.
 

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