martes, 19 de mayo de 2015

La niña de Rajoy

Autora: Elena Casanova


Mi madre dice que no soy guapa porque soy pobre.

Mi madre siempre se empeña en hacerme una coleta o trenzas para ir al colegio. Algunas veces prefiero llevarlo suelto como mis compañeras, pero ella insiste que no puede ser porque  mi pelo se ha vuelto quebradizo y ha perdido el brillo que tuvo alguna vez; cuando lo cepilla también se queja de su tono pajizo. Le digo que tal vez lavándolo más a menudo y utilizando el champú que usaba antes, mi cabello lucirá más bonito. Ella me mira con cierta resignación dando media vuelta, quedándome con la duda  de una respuesta y  con los movimientos negativos de  su cabeza.  Cada vez que pasa por mi cuerpo una  toalla para quitar el exceso de humedad,  oigo un leve pero irritante tono de voz lamentándose  de la sequedad y aspereza de mi piel. Ni siquiera me atrevo a preguntarle  por qué no extiende aquella crema blanca que me dejaba una agradable sensación de suavidad.  La primera vez  que lo hice,  me apretó con tanta fuerza que casi me dolió.

Cuando salimos para el colegio,  le pregunto a mi madre si ese día toca llevar  algo para la merienda. A veces,  corre a la cocina y me trae en una bolsa de tela un trozo de pan con algunas rodajas de embutido. Otras, será mi maestra Irene la que me dará alguna cosa para comer. Mis compañeros, sin embargo, llevan siempre briks de zumo o batido y bocadillos que van envueltos en ese papel tan brillante y tan bonito; también son  más grandes y mucho más buenos. Mis amigos se ríen de los míos  y prefiero que no los vean;  por eso salgo la primera al patio, me escondo detrás de la portería y me los como tan rápido como puedo. La ventaja de que sean tan pequeños es que cuando han salido todos al recreo ya he terminado. A última hora de clase, el estómago me suele doler un poquito, pero no pasa nada porque este año hay comedor en el colegio y la comida ya está preparada cuando salgo de clase a las dos de la tarde. Mi madre me advierte todas las mañanas: “comételo todo porque no sé si esta tarde podrás  merendar…”

Hoy ha sido el cumpleaños de Marta y su mamá ha traído un  bizcocho de chocolate, buenísimo. Después ha repartido unas tarjetas entre los compañeros; no ha debido darse cuenta,  pero no me ha dado ninguna. Cuando le he dicho que se ha olvidado de mí, ha sonreído y contestado que  no le quedaban más, la próxima vez.  Me he puesto un poco triste y se lo he contado a mi madre. Ella dice que no me ha invitado a su fiesta de cumpleaños porque no tengo un vestido bonito ni zapatos nuevos. Toda mi ropa está un poco desgastada y algo desproporcionada para mi altura, esa es la verdad.  Me pongo un poco pesada e insisto  a mi madre para ir a una tienda y poder comprar ese vestido y esos zapatos porque quiero asistir a la celebración de Marta. Pero ella me contesta que es imposible, el único sitio donde podemos adquirir la ropa, es en esa especie de almacén que hay dos calles más abajo de mi casa, donde dos señoras mayores, muy bien vestidas,   peinadas con moños bajos y una sonrisa permanente la reparten en bolsas negras. Ni siquiera me dejan que yo elija, le preguntan a mi madre la talla y nos dan lo que necesitamos. Siempre que voy, les pido también una mochila nueva porque la que tengo tiene algunos agujeros y,  aunque a mí no me importa demasiado, parece que a los niños de mi cole les hace gracia y,  cuando no estoy atenta, meten piedras y palitos por los boquetes. Yo me enfado pero es peor, cuando más lo hago, más se burlan de mí. También es un problema cuando mis lápices se quedan tan pequeños que apenas me caben entre los dedos. Procuro no sacarles punta muy a menudo y jamás los aprieto cuando escribo o coloreo un dibujo. Mi maestra me dice que sea cuidadosa con el material y no lo malgaste inútilmente. Cuando necesito algo nuevo,  ella se encarga de hacerlo. Antes iba a la papelería que hay en la esquina de nuestra calle y le compraba a Ramón todo lo que necesitaba para el cole. Me gustaba tanto el olor a papel, el olor de los lápices y me quedaba ensimismada mirando  los múltiples colores de las cartulinas dispuestas en filas muy ordenadas. Ahora  lo hago a través de los cristales del escaparate.

Pero lo peor de todo es cuando caigo enferma. A menudo tengo infecciones respiratorias y anemia. Al salir de la consulta del médico casi siempre noto a mi madre muy nerviosa y tensa. Yo sé que ella no quiere recurrir a los abuelos, pero al final no le queda otra si quiere comprar mis medicinas. Ellos no tienen mucho, pero hacen un enorme esfuerzo y ayudan todo lo que pueden. Cuando se quedan solos con mi madre, les oigo discutir, siempre de lo mismo: el dinero.  Yo cierro los ojos y me quedo dormida, aún soy demasiado pequeña para entender lo que pasa. 


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