Mi madre dice que no soy guapa porque soy pobre.
Mi madre siempre se empeña en hacerme una coleta o trenzas para ir al
colegio. Algunas veces prefiero llevarlo suelto como mis compañeras, pero ella
insiste que no puede ser porque mi pelo se
ha vuelto quebradizo y ha perdido el brillo que tuvo alguna vez; cuando lo
cepilla también se queja de su tono pajizo. Le digo que tal vez lavándolo más a
menudo y utilizando el champú que usaba antes, mi cabello lucirá más bonito.
Ella me mira con cierta resignación dando media vuelta, quedándome con la
duda de una respuesta y con los movimientos negativos de su cabeza.
Cada vez que pasa por mi cuerpo una toalla para quitar el exceso de humedad, oigo un leve pero irritante tono de voz
lamentándose de la sequedad y aspereza
de mi piel. Ni siquiera me atrevo a preguntarle
por qué no extiende aquella crema blanca que me dejaba una agradable
sensación de suavidad. La primera vez que lo hice, me apretó con tanta fuerza que casi me dolió.
Cuando salimos para el colegio, le
pregunto a mi madre si ese día toca llevar algo para la merienda. A veces, corre a la cocina y me trae en una bolsa de
tela un trozo de pan con algunas rodajas de embutido. Otras, será mi maestra
Irene la que me dará alguna cosa para comer. Mis compañeros, sin embargo, llevan
siempre briks de zumo o batido y bocadillos que van envueltos en ese papel tan
brillante y tan bonito; también son más
grandes y mucho más buenos. Mis amigos se ríen de los míos y prefiero que no los vean; por eso salgo la primera al patio, me escondo
detrás de la portería y me los como tan rápido como puedo. La ventaja de que
sean tan pequeños es que cuando han salido todos al recreo ya he terminado. A
última hora de clase, el estómago me suele doler un poquito, pero no pasa nada
porque este año hay comedor en el colegio y la comida ya está preparada cuando
salgo de clase a las dos de la tarde. Mi madre me advierte todas las mañanas:
“comételo todo porque no sé si esta tarde podrás merendar…”
Hoy ha sido el cumpleaños de Marta
y su mamá ha traído un bizcocho de chocolate,
buenísimo. Después ha repartido unas tarjetas entre los compañeros; no ha
debido darse cuenta, pero no me ha dado
ninguna. Cuando le he dicho que se ha olvidado de mí, ha sonreído y contestado
que no le quedaban más, la próxima vez. Me he puesto un poco triste y se lo he
contado a mi madre. Ella dice que no me ha invitado a su fiesta de cumpleaños
porque no tengo un vestido bonito ni zapatos nuevos. Toda mi ropa está un poco
desgastada y algo desproporcionada para mi altura, esa es la verdad. Me pongo un poco pesada e insisto a mi madre para ir a una tienda y poder
comprar ese vestido y esos zapatos porque quiero asistir a la celebración de
Marta. Pero ella me contesta que es imposible, el único sitio donde podemos adquirir
la ropa, es en esa especie de almacén que hay dos calles más abajo de mi casa,
donde dos señoras mayores, muy bien vestidas, peinadas
con moños bajos y una sonrisa permanente la reparten en bolsas negras. Ni
siquiera me dejan que yo elija, le preguntan a mi madre la talla y nos dan lo
que necesitamos. Siempre que voy, les pido también una mochila nueva porque la
que tengo tiene algunos agujeros y, aunque a mí no me importa demasiado, parece
que a los niños de mi cole les hace gracia y, cuando no estoy atenta, meten piedras y
palitos por los boquetes. Yo me enfado pero es peor, cuando más lo hago, más
se burlan de mí. También es un problema cuando mis lápices se quedan tan
pequeños que apenas me caben entre los dedos. Procuro no sacarles punta muy a
menudo y jamás los aprieto cuando escribo o coloreo un dibujo. Mi maestra me
dice que sea cuidadosa con el material y no lo malgaste inútilmente. Cuando
necesito algo nuevo, ella se encarga de
hacerlo. Antes iba a la papelería que hay en la esquina de nuestra calle y le
compraba a Ramón todo lo que necesitaba para el cole. Me gustaba tanto el olor
a papel, el olor de los lápices y me quedaba ensimismada mirando los múltiples colores de las cartulinas
dispuestas en filas muy ordenadas. Ahora lo hago a través de los cristales del
escaparate.
Pero lo peor de todo es cuando caigo enferma. A menudo tengo infecciones
respiratorias y anemia. Al salir de la consulta
del médico casi siempre noto a mi madre muy nerviosa y tensa. Yo sé
que ella no quiere recurrir a los abuelos, pero al final no le queda otra si
quiere comprar mis medicinas. Ellos no tienen mucho, pero hacen un enorme
esfuerzo y ayudan todo lo que pueden. Cuando se quedan solos con mi madre, les
oigo discutir, siempre de lo mismo: el dinero.
Yo cierro los ojos y me quedo dormida, aún soy demasiado pequeña para
entender lo que pasa.
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