Echó a correr. Después del
miedo inicial y el desconcierto, el silencio le confirmó que el peligro había
pasado. No había muerto, el dolor de sus miembros entumecidos así lo indicaba.
Con desesperación, apartó los cuerpos que lo aplastaban y alcanzó la
superficie. Agazapado sobre el borde de la fosa, respiró entrecortadamente y
escudriñó los alrededores. Nada se movía.
Echó a correr. Cuando pensó
que las tapias del cementerio estaban lo bastante lejos, se detuvo. Comprobó
que estaba herido. Un hilo de sangre seca surcaba su cara desde la sien,
manchando también sus manos y su ropa.
La penumbra de la noche
empezó a desvanecerse, el amanecer estaba próximo. Decidió que lo mejor era
ocultarse durante el día. Bajo un chaparro y al amparo de unos matojos, se
tendió sobre la tierra dura. Entonces una angustia que los asfixiaba se apoderó
de él y lloró otra el suelo, como un niño. El día lo pasó en duermevela y entre
un momento y otro de vigilia, ideó el plan que iba a seguir.
El alma le pedía correr
hacia su casa, pero era demasiado expuesto y sólo podría proteger a su familia
si se alejaba. Se escondería unos días en las cortijadas, ahora desiertas, la
mayoría de ellas abandonadas por el azote atroz de las milicias, después
encontraría la ocasión para pasar al otro bando. Sobre todo debía ser cauto.
Sabía quién le podría ayudar y luego vería la forma de contactar con su mujer.
Una mañana estival, en un
cortijo más que humilde, la mujer manda al menor de sus hijos a recoger los
huevos al gallinero. Desde bien temprano los tiene preparados, porque ese día
viene el panadero, y se los dará en pago por las seis hogazas que necesita para
alimentar a sus hijos. La tahona está en el pueblo de al lado y cada semana le trae
las hogazas, que le durarán hasta la semana siguiente. “Menos mal que las
gallinas ponen bien – piensa la madre – porque son el sustento de tantas
bocas…” Los huevos valen por el pan, leche, garbanzos o lo que haga falta.
Pero ese día, el panadero
además de las hogazas trae un mensaje.
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