Siempre
que la veo despierta en mi memoria la nostalgia de los años pasados, aquellos
de mi niñez, cuando pasaba junto a ella en el corto de Loja con destino a Huétor
Tájar, mi pueblo, para pasar unos días con la familia y disfrutar de todo lo
que había en él.
El
destino ha querido que ahora viva al lado de ella, de la azucarera de San
Isidro. Suelo pasear con bastante frecuencia por sus alrededores y el aspecto
que ofrece, es bastante desolador. Todo se ve abandonado, solo hay calma y
silencio, la única velocidad que queda es la del tren que al pasar junto a
ella, parece querer tomar impulso para alejarse cuanto antes de la quietud de
ese imponente edificio de ladrillo, que en su tiempo fue joven y lleno de
actividad.
A
veces cuando encuentro la ocasión, hablo con algunos vecinos de toda la vida y
me comentan que lo que fue un paraíso, ahora solo es un testigo mudo y
simbólico que hace perpetuar el único pasado industrial brillante de nuestra
ciudad. Algunos han sido trabajadores de la fábrica y por eso viven en la zona.
San Isidro había sido como una ciudad pequeña, con casi todos los servicios
necesarios, incluso con estación de tren y como prueba de su esplendor, se creó
la barriada de la Bobadilla para que vivieran sus obreros.
Hasta
hace treinta años, sobre 1983, la Azucarera funcionó a pleno rendimiento con
todas las dependencias repletas de hombres, trabajando día y noche en tres
turnos, refinando la remolacha para obtener azúcar y alcohol. Todo ha quedado
en el olvido, menos la torre que se encuentra ocupada por un estudio de trabajo
de un arquitecto granadino. Hace algún tiempo se pensó en reconvertir la
antigua fábrica en oficinas y viviendas. Más tarde en un centro de ocio.
También surgió la propuesta de utilizar las instalaciones como observatorio
agrícola de la vega, o como estación del Ave. Todo ha quedado en agua de
borrajas.
Como
ciudadana pediría que no se dejen guiar por el mal gusto destruyendo
el paisaje y que ¡Por favor, respeten la historia de Granada!
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