Autora: Carmen Sánchez Pasadas
Desde que conoció a
Pierre, Ana pensó que su destino la había llevado a aquel café de París.
Tenía veintiséis
años y unos meses atrás había roto con su novio de toda la vida. Con el ánimo de
alejarse del entorno que la ahogaba, había planeado aquel viaje. La amiga que
la acompañaría, finalmente, no pudo ir, aún así y a pesar de su deficiente
francés, ella ya lo había decidido y viajó sola.
Este cúmulo de
circunstancias la condujo aquella tarde de abril a disfrutar del atardecer junto a las torres de Notre Dame. Estaba
fascinada con la magnífica vista mientras saboreaba un delicioso “café creme”,
en la terraza de un café minúsculo. Sobre la mesa descansaban una guía y un plano
de la ciudad. Era
un momento mágico.
Pronto comenzaría a
anochecer y recordó que esa mañana, cuando salió del hotel decidió alojarse en
otro más céntrico, por lo que empezó a hojear la guía y a buscar las
localizaciones en el plano. Estaba distraída con esta tarea cuando la
sorprendió un hombre algo mayor que ella.
-
Hola, ¿necesitas ayuda?
-
¡Hablas español! – exclamó. Al tiempo que mostraba una gran sonrisa.
-
Si, soy profesor de español, así que forma parte de mi trabajo. Me llamo
Pierre - dijo con acento francés mientras extendía su mano.
-
Yo soy Ana, encantada de conocerte – se presentó al tiempo que le
estrechaba la mano-por favor siéntate.
-
Disculpa la interrupción, te estaba observando y pensé que te podría
ayudar. ¿Cuánto tiempo llevas en París?
-
Sólo dos días, pero estoy encantada.
-
Se nota – manifestó él mirándola directamente a los ojos.
En ese momento,
ella descubrió su mirada y algo se agitó en su interior, sin embargo, lo que
más la turbó fue percibir que él tenía la misma sensación, el rubor apareció en
sus mejillas inmediatamente.
Y su vida dio un
giro cuando decidió aceptar la propuesta que Pierre le hizo: se trasladó a su apartamento. Amablemente le cedió su
dormitorio, mientras que él se instalaba en el sofá. Los días se sucedieron
rápidamente. Por la mañana compartían el desayuno y organizaban las visitas que
ella realizaría, en tanto él estaba en el liceo, por la tarde se encontraban y
pasaban el resto de la velada juntos. Recorrieron las calles más recónditas y
conoció parajes maravillosos desconocidos para los visitantes. Pierre la llevó
a tabernas tradicionales donde la comida era exquisita y a cafés insólitos
donde se podía disfrutar el auténtico sabor de París.
Sin planearlo, una
tarde tras alguna copa de vino pasaron la noche juntos. Quizás el ambiente
romántico, las atenciones de él o simplemente la atracción mutua, les llevó a
transformar la ternura en seducción y ésta en placer cálido. En los siguientes
días, sus cuerpos se encontraron con naturalidad y las caricias sosegadas daban
paso a la pasión arrolladora. Las noches eran el cenit de atardeceres
inolvidables.
De este modo, el
tiempo transcurrió mucho más rápido y los días se agotaron vertiginosamente. El
día previo al regreso, la desesperanza embargaba a Ana. Pierre intentó
convencerla para que pospusiera su regreso, pero ella pensaba que eso solo aplazaría
el desenlace, alargando el dolor de la despedida. Su vida, su trabajo, su familia estaban en Granada. Lo que habían vivido esos
días permanecería siempre con ella, pero se acababa.
El día de la marcha, Ana no quiso que Pierre la acompañara al
aeropuerto, sabía que no podría soportar la separación, ya le costaba contener
las lágrimas, así que era mejor despedirse en el apartamento.
Volver a Granada
fue un infierno. Retomar su rutina le causaba un vacío tremendo. No era ella la
que visitaba a su familia o se relacionaba con los compañeros, su vida se había
quedado en París con Pierre, esta Ana no era ella. Se había equivocado, pero se
dio cuenta demasiado tarde, Pierre no le había enviado ningún correo, ni mensaje
y ella temió que él no quisiera saber nada, al fin y al cabo era ella la que lo
había rechazado.
Pasaron los días y
ella seguía taciturna cuando una tarde llamaron a la puerta, sorprendida porque
no esperaba a nadie, fue a abrir. Delante de ella estaba Pierre con una botella
de vino en la mano y la sonrisa más radiante diciéndole:
- No quiero vivir
sin ti. Tú decides ¿en Granada o en París?
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