Es difícil
ponerse en el lugar de un ser en el que no se cree. Sin ofender a los
creyentes, es igual de difícil demostrar la existencia como la no existencia
de Dios. A mí, una de las cosas que más me influyó para dejar de creer fue,
hace muchos años, leer a Primo Levi, el judío italiano que estuvo en el peor
campo de exterminio nazi, Auschwitz, y
sobrevivió. Al salir dijo: “Es imposible que Dios exista, si existen lugares
como este”.
Después escribió varios libros sobre su experiencia, estremecedores. Yo
los leí horrorizada. Al cabo de unos años, se suicidó; tan terribles fueron las
secuelas que le quedaron.
Otra cosa que me apabulla, en mi papel de Dios, es tener responsabilidad
sobre todo lo que existe. Aunque sea de “mentirijillas”, me siento abrumada
sólo de pensarlo. Viendo cómo funciona el mundo, la verdad es que es difícil
hacerse a la idea de que hay un Dios. Si lo hay, ha debido tirar la toalla,
impotente ante todos los desmanes que se cometen por doquier: crueldades,
injusticias, despropósitos, rapiñas, insensibilidad, maldades, hipocresías,
corrupción...
Empezaría por actuar dentro de la Iglesia, cuyo rumbo se torció hace
siglos. Ayudaría al Papa Francisco en sus buenas intenciones de sanearla,
comenzados con bastante timidez hasta ahora, seguramente por el miedo a los que
se le enfrentan desde dentro.
Sería necesario poner patas arriba mil cosas que no funcionan como deben.
Volver a la sencillez, austeridad y autenticidad de la Iglesia de los primeros
tiempos. Suprimir el lujo insultante de que hace gala una gran parte de la
Curia. Donar bienes, riquezas, posesiones (parte de ellas usurpadas al Estado)
para beneficiar a los menesterosos: cuántas viviendas, escuelas, puestos de
trabajo, hospitales, guarderías, etc, se podrían conseguir con la ingente
cantidad de riquezas que atesora la Iglesia y que así serían redistribuidas con
justicia.
Y ya puestos a sanear, ¿cómo no recordar a los curas pederastas y a los
Obispos y mandatarios eclesiásticos que los han protegido? Todos ellos quedarán
fulminantemente separados de sus cargos en Diócesis, colegios, escuelas,
parroquias, orfanatos, residencias, etc. Una buena medida sería ponerlos bajo
la autoridad del juez Calatayud, cuya experiencia y buen sentido reeducando
descarriados es bien probada.
No puedo olvidar a los Dictadores, sátrapas y depredadores de tantos
países en todos los continentes, que originan tremendos sufrimientos a la
población con sus abusos y crueldades. A todos ellos, y a los mafiosos de toda
calaña, se les enviará a los puestos de trabajo más duros, con salarios de
hambre, para que sufran en sus carnes lo que ellos provocaron en otros.
Me preocupa enormemente la deriva del planeta por los abusos de los
especuladores descerebrados, causantes del efecto invernadero, del deterioro de
los mares, del envenenamiento del aire y del agua, de las consecuencias del
cambio climático en la vida animal y vegetal, las múltiples enfermedades que se
derivan del mal uso de contaminantes, el deshielo de glaciares y casquetes polares. Es preciso poner freno de
inmediato a tanta agresión, antes de que sea demasiado tarde. Castigaremos de alguna
forma ejemplar a los desalmados causantes de tanto desastre.
Un capítulo aparte merece la corrupción, un mal que se extiende
por gran parte de países. En cada uno de ellos se aplicarán correctivos
eficaces; en España, este mal ha alcanzado tintes bastante especiales, y
erradicarla va a ser un asunto difícil, pero no imposible.
Se me ocurre juntar a todos los corruptos españoles y enviarlos a un
lugar lejano y con unas condiciones de vida bien duras; por ejemplo a
Groenlandia. Fletaremos un barco rompehielos y en esa isla buscaremos una gran
cueva que los albergaría; irían provistos de un saco de dormir y poco más. Los
niños quedarían en España, tutelados por el Estado, pero los papás y las mamás
navegarían rumbo a latitudes con temperaturas de -40º. Los medios de
subsistencia serían la caza de osos a pelo, comer su carne y aprovechar su piel
como abrigo. Para calentar la cueva tendrían que buscar entre la nieve y el
hielo leña de abedul y con sus ramas, embadurnadas de grasa de los osos
cazados, se alumbrarían en las noches interminables. En la cueva encontrarían
“recado de escribir”, como se decía en el siglo XVI, en forma de cuartillas,
lápices y sobres. Esto por si alguno quería escribir un diario y sobre todo,
porque la forma de quedar libres sería redactar una carta de arrepentimiento y
una autorización a los Bancos de sus paraísos fiscales para que donaran sus
millones y así engrosar las arcas de la Seguridad Social.
También encontrarían en la cueva pinturas acrílicas y al óleo por si a
alguno o alguna les diera la vena artística, e imitando a los antiguos
moradores de las cavernas, quisieran dejar en la roca sus huellas para la
posteridad.
Una escena cotidiana en la cueva sería ésta.
Cuatro hombres, sentados en el suelo, juegan a las cartas. Dice uno:
- ¿Qué nos jugamos esta noche?
A lo que replica otro:
- Pues a mí aún me queda un yate.
Añade un tercero:
- Yo tengo varias tarjetas BLACK, que me traje escondidas.
El jugador nº 4 dice:
- Pues yo pongo mi ático de Estepona
Un mirón, bastante más realista, les echa un jarro de agua fría
sentenciando:
- Pero, ¿cómo sois tan ilusos? ¿Creéis que todo eso lo vais a conservar?
El nuevo Gobierno, a estas horas, nos habrá desplumado, y como queremos salir
vivos de aquí, hemos de entregar todos nuestros millones, seremos
pobres como ratas y nos esperarán las colas del paro.
Se acerca otro que interviene en la conversación:
- Mi mujer y yo no pensamos entregar nada. Esperaremos a que vuelva a
cambiar el Gobierno y entren los nuestros, que nos sacarán de aquí.
Resistiremos.
El que había hablado antes replica:
- Yo estoy bastante harto de este régimen de vida; mi estómago no digiere
bien la carne de oso; tengo frío a todas horas y una pierna fastidiada por el
zarpazo que me propinó el último oso que cazamos. Me acuerdo a todas horas de
mis hijos y mi mujer llora continuamente. Dentro de una semana vuelve el barco
a recoger arrepentidos si los hay, y yo seré uno de ellos. Ya tengo mi carta de
arrepentimiento y mis autorizaciones para el Banco de las Bermudas, el de las
Islas Caimán y el de Panamá. Os aconsejo que hagáis igual, antes de que
nuestros huesos se hayan congelado.
Los demás le miran con desprecio. Él se acerca a unos cuantos que se
aplican a embadurnar las rocas con acrílico y les dice malhumorado:
- ¿Pero es que no sabéis pintar otras cosas? ¿Sólo billetes de 500 euros?
Pienso en todos estos desaprensivos, en quiénes serán capaces de
arrepentirse y desprenderse de su dinero, en las miles de cosas que aún me
quedan por resolver y me saca de mi ensimismamiento una voz recia de mujer que
sale del fondo de la cueva:
- ¡El “caloret”! ¡Cómo echo de menos el “caloret”!
Luego, el silencio se apodera del ambiente
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