martes, 30 de junio de 2015

Recuerdos

Autora: Elena Casanova


Los recuerdos pesan y la voluntad de evocarlos  también según oscilen de un lado u otro de la balanza. Pero ¿Y aquellos que la mantienen en equilibrio? ¿De qué modo nos afectan?
Charo  cierra el ventanuco de la  buhardilla. Antes de abandonar la pequeña estancia echa un  último vistazo y abandona la mirada durante unos segundos en un montón  de muebles viejos y algunas cajas de cartón selladas con cinta adhesiva. Cierra la puerta y baja unas escaleras que le llevan  al dormitorio principal.
La cama, desafiante,  mira a Charo entre la burla y la ironía descubriendo  los secretos mejor guardados.  Durante  tres décadas  ha sido testigo de los roces entre dos adultos que  no han sabido amarse. La fuerza de la costumbre convertida en norma y así, cada fin de semana,   unos cuantos arrumacos previos eran más que suficientes para la culminación de un acto sin deseo. Charo se acerca al balcón, baja la persiana y encaja las hojas batientes de la ventana.  En la penumbra se diluyen todas las imágenes, incluso  las últimas horas de su compañero, que se aferra   a la vida con una voluntad obstinada  para expirar  entre  unas sábanas impecables.
En  el baño,  cierra la puerta de un armario donde queda oculta para siempre una máquina de afeitar y, tras el espejo,  el rostro cansado y quejumbroso que tantas veces ha rasurado. Un cuerpo blando, dueño de la cara del espejo, parece licuarse tras  la mampara de la ducha que nunca más va a utilizar. Apaga la luz y va cerrando todas y cada una de las puertas del resto de los cuartos que nunca han sido habitados.
Desciende las últimas escaleras y una vez en la planta baja,  pasa a la cocina. Antes de cerrar los postigos, delante de la mesa  ve a dos figuras sentadas, una enfrente de la otra, sin mirarse y masticando muy despacio mientras las palabras parecen haber sido secuestradas. Tantos  desayunos,  tantas  cenas,  tantas copas de vino compartidas en el silencio de la más absurda de las convivencias. Cierra la puerta con suavidad, ni siquiera siente rabia y, dejando la habitación a oscuras, pasa al comedor.
En un rincón aparece, insignificante, el televisor, sin embargo protagonista principal de la casa,  con la fuerza suficiente para simular la quimera de una relación. El desgaste  del sofá, la disposición de los muebles, las cortinas desteñidas, todo forma parte del devenir de dos vidas  tristes y resignadas. En los treinta años de convivencia no ha habido una queja, recriminación o culpa. Como tampoco en los treinta años de convivencia ha habido risas, confidencias o confianza.
En la percha del pasillo, Charo ha olvidado el abrigo que él colocó el día antes de caer enfermo. Se siente tentada de quitarlo, pero rectifica y piensa que ese abrigo pertenece a la  casa  como símbolo principal de un pasado. Ahí se queda presidiendo la entrada.
Echa una última mirada antes de acceder  a la calle para cerrar con llave definitivamente una puerta demasiado pesada. La llave de una casa cuya memorias se mantendrá siempre blindada por  la frialdad  y la  indiferencia.
 

2 comentarios:

  1. ¡Cuántas cosas muertas puede caber en toda una vida...!
    Me gusta, Elena. Un beso.

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  2. Gracias Miguel Ángel. Ahora de lo que se trata es de pulir el estilo, pero eso ya es más complicado y requiere tiempo, esfuerzo y dotes. De lo primero dispongo, afortunadamente, de bastante, en cuanto a lo segundo me considero una perezosa y lo tercero tengo mis dudas, jejejeeee.

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