Los recuerdos pesan y la voluntad
de evocarlos también según oscilen de un
lado u otro de la balanza. Pero ¿Y aquellos que la mantienen en equilibrio? ¿De
qué modo nos afectan?
Charo cierra el ventanuco de la buhardilla. Antes de abandonar la pequeña
estancia echa un último vistazo y
abandona la mirada durante unos segundos en un montón de muebles viejos y algunas cajas de cartón
selladas con cinta adhesiva. Cierra la puerta y baja unas escaleras que le
llevan al dormitorio principal.
La cama, desafiante, mira a Charo entre la burla y la ironía descubriendo
los secretos mejor guardados. Durante tres décadas
ha sido testigo de los roces entre dos adultos que no han sabido amarse. La fuerza de la
costumbre convertida en norma y así, cada fin de semana, unos
cuantos arrumacos previos eran más que suficientes para la culminación de un
acto sin deseo. Charo se acerca al balcón, baja la persiana y encaja las hojas
batientes de la ventana. En la penumbra
se diluyen todas las imágenes, incluso las
últimas horas de su compañero, que se aferra
a la vida con una voluntad obstinada
para expirar entre unas sábanas impecables.
En el baño, cierra la puerta de un armario donde queda
oculta para siempre una máquina de afeitar y, tras el espejo, el rostro cansado y quejumbroso que tantas
veces ha rasurado. Un cuerpo blando, dueño de la cara del espejo, parece
licuarse tras la mampara de la ducha que
nunca más va a utilizar. Apaga la luz y va cerrando todas y cada una de las
puertas del resto de los cuartos que nunca han sido habitados.
Desciende las últimas escaleras y
una vez en la planta baja, pasa a la
cocina. Antes de cerrar los postigos, delante de la mesa ve a dos figuras sentadas, una enfrente de la
otra, sin mirarse y masticando muy despacio mientras las palabras parecen haber
sido secuestradas. Tantos desayunos, tantas
cenas, tantas copas de vino compartidas
en el silencio de la más absurda de las convivencias. Cierra la puerta con
suavidad, ni siquiera siente rabia y, dejando la habitación a oscuras, pasa al
comedor.
En un rincón aparece,
insignificante, el televisor, sin embargo protagonista principal de la casa, con la fuerza suficiente para simular la
quimera de una relación. El desgaste del
sofá, la disposición de los muebles, las cortinas desteñidas, todo forma parte
del devenir de dos vidas tristes y resignadas. En los treinta años de convivencia no ha habido una
queja, recriminación o culpa. Como tampoco en los treinta años de convivencia ha
habido risas, confidencias o confianza.
En la percha del pasillo, Charo
ha olvidado el abrigo que él colocó el día antes de caer enfermo. Se siente
tentada de quitarlo, pero rectifica y
piensa que ese abrigo pertenece a la casa como símbolo principal de un pasado. Ahí se queda presidiendo
la entrada.
Echa una última mirada antes de
acceder a la calle para cerrar con llave
definitivamente una puerta demasiado pesada. La llave de una casa cuya memorias se mantendrá siempre blindada por la frialdad y la
indiferencia.
¡Cuántas cosas muertas puede caber en toda una vida...!
ResponderEliminarMe gusta, Elena. Un beso.
Gracias Miguel Ángel. Ahora de lo que se trata es de pulir el estilo, pero eso ya es más complicado y requiere tiempo, esfuerzo y dotes. De lo primero dispongo, afortunadamente, de bastante, en cuanto a lo segundo me considero una perezosa y lo tercero tengo mis dudas, jejejeeee.
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