Autora: Elena Casanova
Hacia las cinco de la tarde, doña Purificación Martín mandó
preparar el té a Ramona que siempre estuvo a su lado desde sus nupcias con don
Manuel Cabrera. Cuando doña Purificación
trataba asuntos importantes, lo hacía acompañada de una exquisita infusión. Para
esta ocasión dispuso de un té negro especiado con cilandro, jengibre, anís,
cardamomo, hinojo y canela. Cuando estuvo dispuesta la mesa, invitó a sentarse a sus dos hijos con sus respectivas esposas.
- Creo que ya va siendo hora de que os ponga al
día sobre algunos asuntos que afectan a esta familia y que no han salido a la
luz porque vuestro padre no ha querido hacerlo,
y sus motivos acabarán en la tumba con él.
- Madre – la interrumpió Simón, el mayor de los
hermanos- quizás este no es el momento… papá está arriba casi agonizando.
- Pues precisamente por eso – insistió la madre- Os
pasáis todos los días por esta casa con el deseo de ver un cadáver y os
marcháis con el desánimo mal disimulado de que el viejo aún no ha abandonado
este mundo.
- Pero madre, ¿qué está diciendo? - se atrevió a decir Roberto.
- Roberto, por suerte o por desgracia os conozco
demasiado bien para percibir cierta decepción en vuestras caras. Pero a lo que íbamos,
ya es hora de que sepáis algunas verdades.
Se produjo un silencio tenso mientras doña Purificación daba
dos largos sorbos a su taza de té y saboreaba una pasta con verdadero placer.
Ninguno de los presentes se atrevió a decir nada y todos se miraban de reojo no
sin cierta inquietud y desconfianza.
- A lo que iba – retomó la palabra doña
Purificación - Llevo casada con vuestro padre la friolera de sesenta años.
Nuestra vida en común ha sido, por utilizar algún término, dichosa en general.
Hemos tenido nuestros altibajos como cualquier otro matrimonio pero, en general,
nos hemos llevado bien. Lo que sí es cierto es que en tantos años yo no he
podido evitar que vuestro padre se enamorara. Conoció a una mujer a los
cuarenta y cinco y de esa relación nacieron dos hijos: Manuela y Daniel. Al
principio no supe cómo encajar el nacimiento de estas dos criaturas pero con la
posterior muerte de su madre, no dudé en ningún
momento que necesitaban todo el apoyo que yo podía darles.
Los dos hermanos se quedaron boquiabiertos pero ninguno de
ellos fue capaz de articular palabra alguna. Por otra parte, sus mujeres se
pusieron a murmurar entre ellas sin dar crédito a lo que acababan de oír.
- Tampoco le deis más importancia de la que tiene.
Se supone que sois mujeres y hombres modernos y con una mentalidad abierta.
Estas cosas han pasado siempre y no nos vamos a escandalizar a estas alturas.
- Pero madre… -balbuceó Roberto- ¿Cómo permitió que papá…?
- Mira Roberto –le cortó la madre en seco- simplemente
decidí compartirlo. Sabía perfectamente que tu padre no iba a renunciar a esta
relación y pensándolo desde toda la
calma que el asunto requería, obvié
habladurías y escándalos, siguiendo con la vida que había llevado hasta entonces. Además,
al principio me sentí un poco oprimida con este matrimonio que fue de
conveniencia pero, poco a poco, me fui acostumbrando a la compañía de este
hombre y casi le llegué a querer. Me acomodé a esta situación de calma y
no quería cambiar la posición en la que me encontraba. Cuando
vuestro padre conoció a esta mujer me sentí, sorprendentemente, más liberada,
con un tiempo extra que no tenía que dedicar a mi marido porque él pasaba
muchas temporadas fuera de casa. Además, curiosamente tu padre y yo ganamos en
confidencialidad. Llegó a confesarse que había alcanzado cierta estabilidad con
estas dos relaciones. De una parte, yo era más racional y por la otra, su nueva compañera era toda sensibilidad y en el centro de esta
balanza se encontraba él, con lo que su vida, por fin, había alcanzado el
equilibrio que tanto necesitaba.
- ¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Dónde están nuestros hermanos?- preguntó con
incredulidad Simón.
- Como ya os he dicho la madre murió cuando eran
solo unos niños. Se criaron con una tía soltera y tu padre les designó una
cantidad de dinero todos los años para que vivieran con cierta soltura. Eso les
ha permitido recibir una buena educación y la han sabido aprovechar.
- Pero madre… nuestra herencia… nosotros somos los
hijos legítimos.
- Ahí también quería llegar, ese es el otro
asunto. Tu padre y yo estamos arruinados. A partir de ahora os vais a tener que
despedir de esta vida tan confortable a la que estáis acostumbrados. Desde este
momento olvidaos de la cantidad tan sustanciosa que recibís y empezad a pensar
en un trabajo serio. Y vosotras – mirando detenidamente a sus nueras- ya podéis ir prescindiendo del colágeno para
disimular vuestras arrugas, aumento de pechos y demás florituras con las que os
habéis empeñado en convertir vuestro cuerpo
en una caricatura.
Los hijos se quedaron petrificados y el color de cara de las
dos mujeres se tradujo en una palidez mortal.
Purificación siguió diciendo:
- Sabéis que disponíamos de una pequeña fortuna,
pero tu padre se empeñó invertir en
bolsa muy bien aconsejado por don José, el director del banco de toda la vida. Centró su interés en títulos
que acumulaban fuertes revalorizaciones y que se hallaban al máximo. Pero lo
mismo que fue su vertiginoso ascenso resultó ser después su caída; por lo que
nos encontramos en un punto en el que no tenemos absolutamente nada. La casa ya
está vendida y en cuanto vuestro padre no esté entre nosotros, tendré que
abandonarla.
- Pero madre…
¿Cómo ha podido suceder tal cosa… cómo permitió... dónde va usted…?
–Javier no pudo terminar la frase.
- Son cosas que pasan hijo y no pienso lamentarme
de nada. De todas formas ya no me queda demasiado tiempo y necesito muy poco
para vivir. Me iré con Ramona al apartamento que tenemos en la playa, ese sí que
he podido conservarlo.
Doña Purificación se sirvió otra taza de té. Se la bebió
despacio sin mirar a ninguno de sus hijos. Al terminar, se levantó de la mesa,
subió las escaleras hacia el dormitorio donde yacía moribundo su marido, le
cogió la mano y sonrió plácidamente.
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