sábado, 21 de enero de 2012

Confabulación de un cambio

Autora: Elena Casanova 

— ¡Bombón… bombonazo…..!—  de forma instintiva giró la cabeza hacia la derecha y en la acera de enfrente vio un grupo de chicos jóvenes que no pasarían de los veinte y tantos. De repente se ruborizó al darse cuenta que ella había sido el objetivo del piropo. Volvió rápidamente la cabeza con una sonrisa de satisfacción aderezada de cierta soberbia.  Elena transitaba por una calle  comercial y,  por primera vez en mucho tiempo, se miró de reojo en el reflejo de los cristales de los escaparates pensando que no estaba mal para su edad. Pasadas tres o cuatro tiendas se detuvo y volvió a observarse durante unos minutos. Esta vez no reparó en sus curvas,  sino que hizo un examen general de su apariencia. Pero… ¿qué hacía un sábado por la mañana embutida en un par de zapatos de tacón alto, una falda entubada y una camisa de seda para ir a comprar una barra de pan? Se sintió casi ridícula vestida de esa manera y, más aún, cuando descubrió su evidente parecido a una mosca con esas enormes  gafas de sol que le tapaban casi toda la cara. Por no hablar del pelo, teñido de un color imposible de calificar y un corte tan formal que parecía que no se había despeinado en su vida. Pero nada de eso importaba demasiado, lo que realmente le preocupó no fue el porte estirado de señora bien, sino ese perpetuo rictus de gravedad esculpido en el rostro, sin comprender muy bien en  qué  había convertido su vida, en quién se había convertido ella misma.

Decidió empezar por lo más simple. Se dirigió a  su casa tan rápido como pudo, pero claro, con esos tacones todo esfuerzo por ganar algunos metros se hacía infructuoso. Soltó el pan en  la cocina  y camino del dormitorio se fue quitando toda la ropa tirándola al suelo,  gafas incluidas. Se colocó una camiseta, unos vaqueros y un par de zapatillas. Bajó a la calle y se dirigió a su peluquería habitual. Una vez dentro  casi le suplicó a Carlos que le hiciera un buen corte de pelo, que desterrara de un plumazo esa pinta aburguesada que se había ido adueñando de ella sutilmente durante tantos años… Cuando hubo terminado su peluquero, empezó a sentirse más cómoda con su imagen.

Pensó con regocijo que tenía todo el sábado y parte del domingo para ella sola. Decidió que había otros asuntos pendientes de un cambio antes de que aparecieran por la casa su marido y sus hijos. Entró en el cuarto y de un tirón quitó la colcha de croché que le había regalado por Navidad su tía Purificación, una manitas muy solícita que vivía en el pueblo. Había odiado aquella colcha desde el primer día pero por respeto o por pereza no se atrevió a quitarla desde el momento que la probó en su cama: —o era ahora o  nunca— Luego pasó al armario.  Cogió una bolsa enorme y metió casi todas sus faldas, de pitillo la mayoría, que tanto gustaban a su madre, gran parte de las camisas a juego y todos los zapatos de tacón alto que habían destrozado sus pies de forma inmisericorde. Más tarde, en  el comedor, vació parte de los libros de una de las estanterías, la mayoría recomendaciones de Jorge aduciendo que eran interesantísimos y que ella había soportado estoicamente en agotadoras tardes repletas de aburrimiento. Hizo otro tanto con una colección de discos insufribles que el año anterior habían colocado los reyes magos con tanto primor debajo del árbol y, sin ningún escrúpulo,  tiró directamente a la basura  un dvd con el coñazo integral de “Agua tibia bajo un puente rojo” de cierto director japonés, una verdadera joya cinematográfica para Jorge. Con estos gestos tan sencillos, se sintió en parte liberada, y parecía que el aire empezaba a circular por sus pulmones. Había otras películas imposibles, pero les concedió el indulto terminando  con el resto de los desechos. No sabía qué hacer con todas estas cosas, de momento las bajó al trastero y ya pensaría más adelante su ubicación definitiva.

Le entró apetito aunque no tenía ganas de cocinar, odiaba ponerse frente a una hornilla. Decidió comprar alguna cosa para el almuerzo y también el periódico. Buscó una postura cómoda en el sofá del comedor y con una copa de vino en la mano se zampó casi media pizza. Desplegó el periódico y cuando no tuvo ganas de leer más  se quedó completamente dormida.

Abrió los ojos alrededor de las siete de la tarde, hacía tiempo que no había dormido tan plácidamente. Como no tenía otros planes terminó el trozo de pizza que le había quedado del mediodía, ojeó las páginas de cine en el periódico y compró por internet dos entradas para el día siguiente. Se decidió por un estreno, “Un dios salvaje” dirigida por Polanski.

Se levantó tarde al día siguiente haciéndose la remolona en la cama, pero no estaba totalmente ociosa sino que desde allí reflexionó sobre su cambio de actitud,  haciéndose la misma pregunta una y otra vez, ¿qué vio exactamente reflejado en el  cristal que hizo posible aquella reacción? No era una ilusa, sabía sobradamente que los cambios no son fáciles, pero eso sí,  no volvería a refugiarse en la indiferencia como tampoco se escondería detrás de unas enormes gafas, en faldas que rezumaban  tristeza o subirse en descomunales tacones que la iban deformando poco a poco.

Hacia las seis de la tarde llegaron Jorge y los niños. Notaron a Elena diferente, algo que iba más allá de su corte de pelo, pero no sabían exactamente qué era. Jorge habló sin parar de lo bien que lo habían pasado esquiando en la sierra, de cómo los niños y él mismo habían progresado muchísimo en tan poco tiempo. Ella lo escuchaba, después de mucho tiempo, con una parsimonia casi ofensiva sin enterarse absolutamente de nada. A ella todo lo relacionado con el esquí le importaba nada, le aburría. Cuando su pareja dejó de jactarse de su brillantez,  Elena le comunicó que había comprado dos entradas para el cine y antes de que Jorge reiterara que no era el momento oportuno, convencido que compartirían el resto del día con una buena cena, Elena se levantó del sillón dirigiéndose a su habitación y después de pintarse los labios y ponerse un abrigo, le dijo a Jorge que llamaría a Mercedes, una amiga. Seguro que iría con ella encantada. Ante la cara de  asombro de Jorge y antes de que pudiera replicar cualquier cosa, la puerta se cerró. Se quedó con la mirada absorta hacia la puerta cerrada, casi hermética, pensando: “No es solo su aspecto lo que ha cambiado, hay algo más… ¿dónde está la mujer que se quedó en casa y quién es ésta que he encontrado hoy….?”

1 comentario:

  1. Me reitero en el comentario anterior,les ha salido competencia a algunos de los escritores ya consagrados,y lo que más me ha gustado o lo que más envidio son las agallas de Elena para hacer borrón y cuenta nueva con su vida,ójala fuera así de fácil,y ahora a seguir escribiendo que ya estoy deseando leer el próximo relato

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