lunes, 31 de octubre de 2016

Murió sin avisarme

Autora: Carmen Sánchez


No lo pude evitar y murió sin avisarme. Quizás estaba demasiado distraída y no presté atención a las señales que mostraba o, simplemente, su cuerpo se paró y se negó a seguir luchando, incapaz de tanto esfuerzo.
Me ha abandonado cuando más lo necesitaba, me ha dejado sola y aislada frente a este mundo vertiginoso, que me arrastra y me supera.
¿Cómo avisaré a los amigos? ¿Cómo lo comunicaré a los que no son amigos, per lo deben saber? Estoy perdida en este caos, que supone su ausencia. Las personas queridas, ya lo saben t su calor me anima a seguir adelante. Seré fuerte. Iré a una tienda y compraré otro móvil.
 

domingo, 30 de octubre de 2016

Una atracción irrefrenable

Autor: Antonio Cobos


¡No lo pude evitar! ¡ Y me sentí tan mal al hacerlo, que los sentimientos de culpabilidad, adormecidos durante meses, me invadieron y me convirtieron en un ser despreciable ante mi mismo. Estuve toda la tarde dándole vueltas en mi cabeza, intentando evadirme de ese sino, que parecía ineludible. Pero, fue algo superior a mi voluntad y a mi razón. No pude decir que no. Mi comportamiento fue el de una marioneta sometida a una voluntad externa, o el de un zombi de conducta involuntaria afectado por unas leyes incomprensibles para un ser humano sensato y racional. Además, el hecho de ocurrir a media noche, cuando todos dormían y nadie podía observarme, añadió morbosidad al delito. Caminé a oscuras hasta mi destino, puse mi mano en el pomo de la puerta y la abrí con suavidad, sin el más leve ruido. Sabía donde estaba y alargué los dedos hasta llegar a tocarlo, y con una sonrisa involuntaria de satisfacción, lo aprisioné como pude, lo abrí, cogí un trozo y lo deposité en la boca para deshacerlo lentamente con la lengua. ¡No me martirices más, conciencia!. ¡Ya sé que no me hace bien el chocolate y que tengo descontrolada  la diabetes!
 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Decisión

Autora: Pilar Sanjuán

No lo pude evitar. Cuando sus ojos me miraron, sentí que mi ánimo desfallecía. Noté una conmoción en todo mi ser. Una alteración en mis sentidos. Era como flotar.
Me dio miedo sucumbir a ese encantamiento, pero mi voluntad estaba perturbada. Eran unos ojos profundos, una mirada honda que me atravesaba como si yo fuera de cristal. Si seguía mirándome así, no me quedarían fuerzas para resistirme. Él se acercó sin dejar de mirarme. Cuando estuvo junto a mí alargó su mano buscando la mía. Yo, como una autómata, se la di y lo seguí colgada de aquella mirada, sin poder evitarlo.

lunes, 24 de octubre de 2016

Miguelito, angelito.

Autora: Elena Casanova

No quería hacerlo, sabe dios que no era mi intención, pero la capacidad de aguante tiene sus límites y los míos son bien  estrechos. Así es cómo sucedió:
Después de una odiosa mañana en el trabajo a causa de una pelea con un compañero, de vuelta a casa me senté en la terraza de un bar  pensando que una cerveza  sería más que  suficiente para apaciguar mi ánimo y volver más relajada. Casi todas las mesas estaban ocupadas en un ambiente distendido. Me senté en una soleada esquina y  pedí al camarero una caña. Los primeros  sorbos me supieron a gloria y casi de inmediato olvidé rencillas y malas caras.

Súbitamente surgió de entre los coches, vociferando y arrastrando una pequeña bicicleta, un chiquillo de no más de siete años, algo desaliñado y  cara de pocos amigos.  Cuando pasó a mi lado, unos extraordinarios ojos azules,  vivaces y desafiantes,  se posaron en  mi mal disimulado fastidio cuando se sentó en  una mesa contigua a la mía. Junto a él lo hicieron  cuatro adultos también. Antes de dar un primer sorbo al zumo que había pedido con insistencia, ya estaba tumbado en el suelo entretenido con unos cochecitos; no aguantó demasiado tiempo en esa posición  y a los pocos minutos   arrastraba un diminuto camión alrededor y por debajo de nuestra mesas  con un agudo  y chirriante sonido que surgía de su garganta: “ Pi, pi, pi piiiiii”. No parecía importarle molestarnos con su juego, yo diría que incluso disfrutaba cuando alguien con mucho tacto y educación le pedía que jugara en otro sitio. Lo que no le gustó demasiado fue la actitud de un anciano que le exigió sin ningún miramiento bajar el volumen de su voz. Comenzó a  protestar como un poseso dando patadas nerviosas contra el suelo. La madre, que por fin pareció darse cuenta de lo que sucedía, le llamó la atención, —Miguelito, ven aquí angelito y deja de molestar a estos señores.

Pero el angelito no se daba por enterado, al contrario,  aceleraba el  ritmo de sus pies  por momentos y elevaba los decibelios de sus chillidos haciendo casi imposible la comunicación entre los clientes del bar.  —Miguelito, cielo, ven aquí cariño ­­—volvió a insistir la madre sin mucho convencimiento ya que estaba más interesada en los últimos chismes de los famosos que en el  concierto de su pequeño. El que parecía ser el padre tampoco insistió demasiado. Embutido en una camiseta del Barça, defendía con verdadero ardor a su admirado y venerado Messi. —Pobrecillo, él qué va a saber de las cosas del dinero, él solo sabe jugar al fútbol —escuché a pesar de la extraordinaria sinfonía con la que su amado querubín nos estaba deleitando.

Cuando se cansó de chillar, el crío se acercó a sus padres y, lanzando el camión contra el suelo, comenzó a llorar exigiendo una chuchería. La madre, diligente con su amantísimo pequeñín, sacó del bolso un chupachup y, quitándole primorosamente el envoltorio, se lo dio a su cielo. Pero este se cubrió de nubes borrascosas cargadas de truenos y rayos que cayeron a un ritmo desorbitado. Junto con los berridos, de la boca de la celestial criatura manaban todo tipo de insultos y quejas: — marrana, tonta, a mi me gusta el de color rosa, yo quiero el de color rosa. Puta, el de color rosa—.. Inmediatamente y ante el desconcierto de todos, el padre miró con desprecio a la madre y, con desgana, se precipitó al quiosco más cercano y le trajo al niño media docena de caramelos de fresa.

La paz y el silencio duraron lo que tardó Miguelito en dar unos cuantos lametones a su golosina mientras pensaba que lo mejor sería visitar nuestras mesas para meter la mano en los platos. La gente, demasiado educada y con una paciencia excepcional, les ofrecía lo que les había servido el camarero antes de que el diablillo introdujese sus sucios dedos en la comida. Se metía el pan o los embutidos en la boca con verdadera codicia escupiéndolos acto seguido con cara de asco. Los padres, como su chiquitín ya no vociferaba ni emitía improperios de ningún tipo, continuaron a lo suyo, tranquilos, por fin al saber a su niño feliz.  

Sobre mi mesa había un bol de frutos secos y cuando la pequeña criatura se acercó, hice de tripas corazón y, muy a mi pesar, le ofrecí un puñado de avellanas. Se las comió de un tirón tanto que yo temí que se atragantara, pero su faringe debía de tener unas medidas extraordinarias. Como la educación y la vergüenza no constaban en el protocolo de Miguelito, rápidamente lanzó sus zarpas ennegrecidas para coger más avellanas. De forma intuitiva le cogí las dos manos y casi grité un “no” rotundo y firme, cuya respuesta inmediata fue una patada en mis espinillas. La madre, muy ofendida con  mi negativa, se levantó bruscamente de la silla y con una voz pusilánime y desabrida rescató a su pequeño y .se lo llevó.

No fui capaz de aguantar más tiempo sentada en aquella mesa viendo semejante espectáculo. Para no esperar al camarero, me fui directamente a la barra a pagar la cuenta. También necesitaba un lugar donde respirar profundamente y  poder relajar todos los músculos de mi cuerpo, así que me refugié en el cuarto de baño. Misión imposible, tras la puerta, las patadas eran insistentes y  parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro. La abrí con furia, esta vez el chiquillo no se iba a librar de un azote. Sin embargo, más hábil que yo, se escabulló y echó a correr por un pasillo y se encerró en lo que parecía el almacén de las bebidas.

Con un enfado de caballo, di media vuelta dispuesta a marcharme cuando vi una cuerda arrinconada en el suelo y enseguida supe qué tenía que hacer con ella. Un extremo lo até fuertemente al pomo de la puerta del almacén y el contrario lo anudé en un gancho de la pared tensando al máximo la cuerda. Apagué el interruptor que quedaba en el exterior dejando el escondite de mi amigo a oscuras. Cuando abandonaba el pasillo escuché con verdadero placer los alaridos de aquel pequeño monstruo. Gracias al cielo  se amortiguaban conforme me acercaba a la barra, el ruido de la televisión hacía casi imposible escuchar otro sonido. En la calle, los padres seguían disfrutando de sus encantadoras charlas sobre famosos y defraudadores. Conforme caminaba calle abajo hacia mi casa, por primera vez en todo el día, una profunda calma invadió mi alma.

lunes, 3 de octubre de 2016

Historia con crimen


Autora: Pilar Sanjuán


San Sebastián. Es febrero de 1900. La ciudad bulle ya con un aire nuevo. Ha comenzado el último año del S. XIX y el XX está a la vuelta de la esquina. Hay en las gentes como una impaciencia por ese comienzo de siglo. La ciudad está de moda en Europa. La Regente, Dª Mª Cristina, pasa temporadas en ella y París exporta sus modelos que tienen aquí tanto éxito como en la capital francesa. Los parques son una orgía de color a pesar de ser invierno, porque las damas lucen sus atuendos malvas, rojos, verdes o fucsias de forma desinhibida. Abrigos entalladísimos que marcan las breves cinturas y los bustos opulentos, acompañados de manguitos de piel de nutria, castor o visón, a juego con los cuellos, son rematados por sombreros voluminosos con adornos increíbles. La temperatura es suave y el uso de manguitos obedece más a la coquetería que a la necesidad. Al sacar las manos de aquel “refugio”, las muestran suaves, blancas y tibias, sin rojeces ni sabañones (¡Horror; sabañones, qué ordinariez!).
 Por las avenidas aún predominan los coches de caballos, pero ya se van abriendo paso algunos con motor: los primeros Peugeot y Renault, que son conducidos casi siempre por sus dueños, muy orgullosos, tocando ruidosamente el claxon. Si a su lado está sentada una dama cuyo sombrero lucha por acomodarse dentro de la cabina, el orgullo es doble, pero siempre es mayor el que siente el caballero por el coche, que por la dama.
Cambiemos ahora de escenario.
Estamos en la lujosa residencia, en plena playa de La Concha, de la familia Santaolalla-Vasiliev, formada por D. Manuel, de 53 años, Diplomático, y Dª Mª Alexandra, de 29, natural de San Petersburgo.
Esa mañana de febrero, todo es tranquilidad en la mansión. El señor lleva dos días fuera, en Biarritz, por asuntos de trabajo. En la casa está la señora, que aún no se ha despertado, y la servidumbre: el ama de llaves, Dª Aránzazu, Teresa la cocinera, Juan, un criado, Iñaqui el jardinero y tres doncellas: Idoia, Begoña y Nadia, ésta de 25 años, llegada de Rusia a la vez que su señora, y que la atiende como primera doncella.
Son las diez de la mañana y Nadia, como todos los días, le lleva a Dª María Alexandra el desayuno en bandeja de plata. Su delantal y su cofia son de un blanco deslumbrante.
Antes de entrar llama suavemente con los nudillos, luego entra y a los pocos segundos se oye un grito y el ruido de una bandeja que cae al suelo. Toda la servidumbre, sobresaltada, corre hacia el dormitorio de la señora. En ese momento Nadia aparece en la puerta, palidísima y con cara horrorizada. Dice temblorosa:
   - ¡Muerta! ¡La señora está muerta!
Todos entran precipitadamente y el espectáculo es aterrador: el cuerpo de Dª Mª Alexandra yace sobre la cama con el camisón y las sábanas empapadas en sangre y el cabello revuelto. La impresión es tan grande que nadie acierta a decir nada. Entra de nuevo Nadia, se arrodilla junto a la cama y abrazada al cuerpo de la señora, llora sin consuelo. Dª Aránzazu, algo más dueña de sí que los demás, dice con autoridad:
   - Hay que avisar al señor y al Comisario. No toquéis nada, salid y cerrad la puerta. Yo voy a llamar por teléfono.
Les cuesta arrancar a Nadia de allí; luego salen todos. Las doncellas no dejan sola a su compañera, que llora y se lamenta sin cesar.
La señora Aránzazu hace dos llamadas. Todos están aturdidos y no saben qué actitud tomar.
Media hora más tarde llega el Comisario con un ayudante. El ama de llaves lo lleva al dormitorio donde pide que lo dejen solo. Su ayudante se ha quedado junto a la servidumbre.
Después de un rato bastante largo, aparece el Comisario y ruega que lo acompañen al jardín. Allí, bajo el ventanal del dormitorio de los señores, observa cuidadosamente el suelo y el árbol que crece pegado a la fachada, justo bajo el alféizar del ventanal. Luego entra en la casa y en el despacho de D. Manuel va interrogando uno a uno a todos, entreteniéndose mucho más en Nadia.
Han pasado dos horas y media desde la llegada del Comisario y se oye el ruido de un motor en el jardín. Entra el Sr. Santaolalla con el rostro demudado y acompañado, se dirige al dormitorio; el policía observa las reacciones en el rostro del señor; éste, a la vista del cadáver se siente desfallecer y toma asiento. Sólo dice de vez en cuando:
   - ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible?
El Comisario deja a D. Manuel que se reponga y luego le ruega que lo acompañe a su despacho para interrogarlo.
Casi una hora después salen y se dirigen al jardín, bajo el ventanal, donde hablan un buen rato.
 Por fin entran en la casa y el Comisario ruega a todos que tomen asiento. Tiene el aire grave de la persona que va a decir algo trascendental. Todos están expectantes, menos D. Manuel que, derrumbado en un sillón, está como ausente.
El Comisario, con voz un tanto alterada, dice:
   - Sé quién ha cometido este horrible crimen y lo voy a comunicar. Va a ser un golpe tremendo para todos ustedes.
Antes de ese momento tan apasionante, hagamos un poco de historia del matrimonio.
Hace cinco años, D. Manuel, por asuntos diplomáticos, tuvo que ir a San Petersburgo a entrevistarse con el Embajador español en Rusia. En la Embajada, en una fiesta, conoció a una jovencita bellísima de 24 años, de familia aristocrática. Al Diplomático no sólo le llamó la atención por su belleza; era además una joven muy cultivada, con la que pudo conversar en francés y en español, idiomas que ella conocía a la perfección. En ruso hablaron de Literatura. D. Manuel quedó maravillado de aquella joven y se sintió atraído por ella. La atracción fue mutua, pues a pesar de la diferencia de edad - él tenía 48 años - su aspecto juvenil y atractivo y sus modales de hombre de mundo cautivaron a Dª Mª Alexandra, que pronto olvidó a su primo lejano Fiódor, con el que tenía una relación amistosa, a pesar del empeño de ambas familias para que se transformara en algo más.
D. Manuel y la joven se vieron con asiduidad durante un tiempo y él se decidió a pedir su mano. Los padres accedieron, deslumbrados por el brillante porvenir del que parecía gozar el Diplomático. Por su parte, Dª Mª Alexandra estaba encantada ante la perspectiva de vivir en San Sebastián, ciudad que ya conocía.
Se casaron y el viaje de novios consistió en la inauguración del ferrocarril que unía El Cairo con Jartum, en Sudán, a la que el Diplomático estaba invitado. Fue maravilloso, pero la admiración que su mujer despertaba en todas partes empezó a molestar a su esposo, que poco a poco fue descubriendo un temperamento celoso que sorprendió a Dª Mª Alexandra. Los accesos de mal humor, a duras penas disimulados, ensombrecieron el final del viaje.
Ya instalados en San Sebastián, todo volvió a la normalidad. Sólo algún pequeño episodio de celos si los escotes de ella eran más pronunciados de lo que él consideraba razonable, y que la joven zanjaba tapándose un poco más,  perturbaban ligeramente la convivencia. Luego aumentaron con el disgusto, si él estaba ausente, de saber que ella había ido a la Ópera o al Teatro con sus amigas y los esposos de ellas. Dejó de ir, así como a pasear por los parques, siempre acompañada de otras damas. Dª Mª Alexandra fue dándose cuenta de que su radio de acción se iba limitando cada vez más y se quejó a su marido. El amor de D. Manuel por su esposa era tanto que quiso curarse de aquella enfermiza tendencia a los celos. Visitaron a un Psiquiatra austriaco que iba alcanzando en Europa gran renombre: Freud: curaba las neurosis y las histerias con un procedimiento nuevo: el psicoanálisis, y al parecer obtenía verdaderos éxitos. Lo visitaron varias veces y el Sr. Santaolalla se sometió a un tratamiento severo, que parece que alivió sus traumas, con gran alegría de su esposa y de él mismo.
Los celos de D. Manuel parecían superados, pero en realidad seguían latentes. Después de períodos de tranquilidad, alguna nimiedad volvía a provocar situaciones de tensión y cambios de humor repentinos.
El Diplomático comprendió que no había sido del todo sincero con el Dr. Freud; no le había desnudado por completo su alma; en su inconsciente quedaba algún deseo reprimido  y esto hacía incurable su enfermedad.
Y entre luces y sombras, pasaron cinco años de matrimonio; se alternaban momentos felices con otros de zozobras y sobresaltos.
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Hemos llegado al momento presente, después del suceso terrible del asesinato de Dª Mª Alexandra. El Comisario se dispone a decir el nombre del asesino.
Consciente de la expectación que suscita, espera unos segundos que a todos les parecen interminables.
   - Sé que mis palabras les van a causar un impacto terrible y lo siento. Los hechos han ocurrido así: Esta pasada madrugada, D. Manuel vino de Biarritz, dejó el coche un poco alejado y entró en la casa trepando por el árbol bajo el ventanal (esto lo había hecho muchas veces de niño). Asesinó a su pobre esposa a causa de un ataque de celos incontrolable: dos días antes encontró en el cajón secreto del escritorio de Dª Mª Alexandra un paquete de cartas de su primo Fiódor en las que le declaraba su amor una y otra vez.
En este momento Nadia, como movida por un resorte, se levantó y dirigiéndose al Comisario, dijo de manera entrecortada en un español muy aceptable:
   - Sr. Comisario: yo sabía de la existencia de esas cartas, porque mi señora no tenía secretos para mí. Ella no les daba la menor importancia; es más, no contestó ni a una sola de ellas. Las guardaba por respeto a su primo, pero más de una vez estuvo a punto de romperlas sabiendo lo celoso que era D. Manuel.
Dicho esto, Nadia se volvió hacia su señor y con gran enojo le dirigió estas palabras:
   - No puedo seguir ni un momento más bajo el techo de quien ha cometido un acto tan bárbaro e injusto con mi señora, jamás le perdonaré.
Se dio media vuelta y salió apresurada del salón ante el asombro de todos. D.  Manuel se hundió más en el sillón y se tapó la cara con las manos, sollozando sin importarle el espectáculo que daba ante todos los presentes.
El comisario esperó respetuosamente a que el Diplomático recuperara la compostura. Luego se acercó a él y dijo:
   - Acompáñeme.

El Sr. Santaolalla se levantó trabajosamente y todos quedaron conmocionados al ver su aspecto: había perdido toda su apostura; su espalda y sus hombros se habían curvado, su cabeza se inclinaba sobre el pecho y sus andares, tan firmes otras veces, ahora eran inseguros y vacilantes. Había envejecido diez años en pocas horas.