El viento aireó su cara frente al mar y sacudió su mente, aletargada
durante mucho tiempo. Los recuerdos felices, tan lejanos, volvieron a su
memoria y sin darse cuenta apretó la mano del niño contra la suya.
Había olvidado cuando fue la última vez que se sintió a salvo, y ahora
notaba como la inmensidad del mar los protegía. La luz intensa de la mañana,
penetraba por su piel y caldeaba su alma, consiguiendo dibujar casi una sonrisa
en su rostro pálido. Como si un halo mágico los envolviera.
Cogidos de la mano, madre e hijo, caminan sin prisa por la arena húmeda,
dejando tras ellos un rastro de pisadas, todavía débiles, pero decididas.
Así, de lejos, no se aprecia el temblor imperceptible de la silueta
materna, tampoco la mirada huidiza. Si no los miras con atención, no
descubrirás el gesto de dolor que se refleja en el rostro femenino, ante
determinados movimientos, cada vez que el pequeño le tira del brazo sin darse
cuenta. Es otra secuela más, de la última vez,
cuando protegió su vida,
resguardándose tras el brazo del golpe mortal. Fue la última vez, cuando
tras abandonarse a la muerte, el llanto desgarrado del niño la ató a la vida y
la ira del hombre sólo consiguió huesos rotos.
Si los
miras detenidamente verás, que una llama de
esperanza asoma a sus ojos tristes. El niño se suelta de la mano, y
empieza a correr tras una gaviota. La madre lo sigue, van camino de casa, la
casa de acogida
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