Ya dije que iba al último, pero aquel ascensor no dejaba de subir.
Cuando me quedé solo, me relajé un poco y puse caras raras ante el espejo.
Seguí ascendiendo, sin hacer paradas, y sin que nadie se subiera o se bajara.
Por fin, algo preocupado, llegué a la última planta. Al abrirse la puerta, una
luz intensa me cegó. ¿Adónde había llegado? Me bajé, y deslumbrado por aquella
inmensa luminosidad, tropecé, y caí sobre el suelo. ¡Maldito escalón! Por su
culpa, me volvieron a bajar hasta el coche accidentado y me quedé sin conocer
aquel atractivo lugar. Poco después, me recogió una ambulancia.
Grupo de aficionados a la escritura y lectura que se reúnen en la Biblioteca Municipal de La Chana, Granada.
viernes, 24 de febrero de 2017
miércoles, 22 de febrero de 2017
Me alegro de verte
Autora: Paqui López Sanz
Sonríen mis manos inquietas al verte
Las miradas gastadas de los hombres te cubren
La piel se despierta con gritos ahogados
Las palabras de amor silenciosas te recorren
El desaliento desaparece
Yo, pertenezco al olvido,
El de madrugadas rotas de silencios
Tardes irredentas de tristezas
Noches de plomiza negrura
El vacío se abre a mis pies
Y tú, acendrado y místico,
Altivo y carcelero
Inmarcesible y etéreo
En el instante mismo en que mis ojos te atrapan
Comienza el mundo
Las lágrimas borbotean en cascadas
Despierta el deseo llenando los espacios
Las palabras se atropellan
Mírame, ¿Me reconoces rama de ese entretejido verde que es tu cuerpo?
O solo cobijas ausencias de una lejana memoria?
Búscame entre las miradas y yo saldré de mí para ir a tu encuentro
Siempre me alegro de verte.
lunes, 20 de febrero de 2017
Un saludo muy sincero
Autora: Pilar Sanjuán Nájera
Isabel,
a sus once años, es ya una vieja. Sus muchas obligaciones y responsabilidades
la han hecho madurar en plena infancia. Mientras las otras niñas juegan a la
comba, al pillar o a las casitas, ella mece a su hermanito, saca la cabra a
pastar o acarrea agua.
Matilde
está delicada de salud y bastante hace con limpiar la casa, ir a los recados
con Juanito en brazos y Toño agarrado a su delantal y cocinar para todos, casi
siempre gachas manchegas con harina de almortas o patatas en caldo.
Matilde
nunca tuvo una vida fácil. Hija sola, se quedó huérfana con nueve años, al
cargo de una tía que no la acogió por generosidad sino ante la perspectiva de
que le sirviera de chica para todo. Diez años soportó el genio endiablado de su
tía y su condición miserable. Afortunadamente, el carácter firme y la
sensibilidad de Matilde, no se quebraron.
A los
diecinueve años, dejó con alivio la casa de su tía para casarse con Antonio de
treinta, un hombre bueno y trabajador que sólo contaba con dos brazos
incansables, un trabajo precario y una casa modestísima en el campo, cerca del
pueblo; planta baja, el tejado a un agua; en el tejado, bajo el alero, un nido
de golondrinas y al lado de la casa una gran acacia. La vivienda tenía una
cocina, dos dormitorios pequeños, una cuadra y un corral; en la cuadra una
cabra y en el corral media docena de gallinas. A Matilde aquello le hubiera
parecido el palacio de un Marajá de haber sabido la existencia de los Marajás;
tan grandes eran sus deseos de tener una casa. Al poco tiempo la llenó de
geranios y enredaderas que la alegraron.
Al
año de casarse nació Isabel y luego Toño y Juanito.
Antonio
trabaja de mulero para Don Vicente, el cacique del pueblo, que para más “inri”,
también es alcalde. En aquel pequeño pueblo manchego ni una hoja se movía sin
el permiso de Don Vicente; es dueño de vidas y haciendas al estilo de los
señores de la edad media. Solo le falta “el derecho de pernada”, que
seguramente él no le hubiera hecho ascos, pero que su mujer, Doña Joaquina,
ricachona como él y con dos ovarios, no se lo hubiera permitido. Sabía la fama
de mujeriego de su consorte, que sin necesidad de espada ni lanza, había hecho
bastantes conquistas (de soltero, claro) ahora ella estaba siempre ojo avizor y
para evitar flaquezas y veleidades en él, contrataba a las criadas más feas y
contrahechas que podía encontrar, cosa no difícil en aquella época de miseria y
privaciones que quitaba el color de las mejillas e impedía el desarrollo
natural de los cuerpos.
Volvamos
a Antonio. Por un jornal irrisorio que apenas le permite dar de comer a la
familia, trabaja de sol a sol, los siete días de la semana. El amo, tranquiliza
su conciencia regalando a sus operarios por Navidad una garrafa de vino de su
cosecha (tiene grandes extensiones de viñedos) y un saquito de harina de
almortas. Aunque también cosecha cereales en abundancia, darles harina de trigo
le parece un despilfarro. Hay que aclarar que si algún año la decisión del
cielo es mandar un pedrisco que merma las cosechas, no hay regalo de Navidad,
aunque las trojes reventaran de grano por los sobrantes de años anteriores o
los toneles de la bodega estuvieran en plenitud. De todas maneras, aquel
reparto navideño, cuando tenía lugar, no es del agrado de Doña Joaquina, que lo
considera un derroche. “¿No ves que esas gentes son desagradecidas?” Dice para
enfriar los pocos entusiasmos de su marido a la hora de ser generoso.
Al
atardecer, llega Antonio del trabajo, se acerca al lebrillo del corral, se echa
agua a manotadas por la cara y el cuello, se seca y entra en la cocina, agarra
una silla y se sienta con aire de estar agotado. En todo el día sólo se ha
sentado veinte minutos para comer, o bien en el suelo o cuando hay suerte, en
una piedra. Una vez devorado lo que Matilde le ha puesto en la fiambrera, se
muere de ganas de fumar un cigarro, pero no hay tiempo. Así que al llegar a su
casa y acomodarse en la silla, saca la petaca, lía un cigarrillo de picadura,
lame la franja engomada del papel, enciende la yesca con el pedernal y le da al
cigarro una gran calada para que el humo invada hasta los lugares más
recónditos de sus pulmones. Todo esto lo hace con parsimonia, como un ritual.
Ha estado soñando todo el día con ese momento; echa la silla hacia atrás,
entrecierra los ojos y se entrega a una especie de éxtasis. Él no sabe del
peligro del humo en los pulmones y si ha oído algo, lo relega al terreno del
olvido. ¿Quién le va a prohibir el goce de un cigarro fumado en plenitud? Matilde
no lo incomoda contándole los pequeños acontecimientos del día: Toño se ha
hecho un chichón al caerse de la silla; Juanito tiene diarrea por tomar los
biberones con demasiada ansia. Isabel ha vuelto a llorar por las humillaciones
a que la somete en la escuela Vicentita, la hija del cacique y a ella, a
Matilde, le duele la espalda por el peso de Juanito cuando sale a los recados.
Antonio trae cada sábado las míseras pesetas de su jornal y las pone sobre la
mesa para que su mujer las administre. Matilde no puede reprimir un gesto
enfurruñado, pero pronto se pone a hacer apartaditos: esto para la tienda
(donde la cuenta siempre excede del dinero que entrega); esto para tabaco, esto
para el pan, un poquito para el cuaderno de Isabel y lo que queda, para el
pienso de la cabra y las gallinas. Matilde se ha graduado en remendar
calcetines, culeras y rodilleras en los pantalones de su marido, en echar
piezas en las sábanas o volver los cuellos de las camisas. Cuida con esmero la
ropa que llevaron al casamiento porque no ha vuelto a comprar otra igual.
Procura que la cabra y las gallinas coman sueltas fuera de la casa para ahorrar
pienso. La leche y los huevos le solucionan desayunos y cenas. Cuando está de
ánimos y hay sobrante de leche de huevos, hace algún postre para sorprender a
la familia. Antonio se da cuenta de todo esto y agradece tener una mujer tan
ahorrativa. Es muy parco en sus demostraciones de afecto. Nadie le ha enseñado
que un hombre puede llorar o mostrarse cariñoso sin perder un ápice de su hombría.
Cuando nacieron sus hijos, tenía allí, en los adentros, un gozo que casi le
hacía daño, por no saber echarlo fuera. Lo único que hizo en las tres ocasiones
fue pasar un dedo rudo y áspero por la mejilla del recién nacido y mirar a su
mujer con una ternura que le avergonzaba. Ella, cada vez que lo mira, piensa
que lo mejor que le ha ocurrido en la vida es haberse casado con un hombre tan
cabal.
En la
escuela del pueblo Doña Encarna es buena y comprensiva. Mantiene a raya a
Vicentita y le afea la risa cuando a veces, pocas veces, a Isabel le vence la
fatiga y el insomnio y se duerme un momento sobre el pupitre. Vicentita es
particularmente antipática y holgazana. Está muy pagada de sí misma por ser la
más rica del pueblo, la que lleva más lazos en su persona: en las trenzas, en
los vestidos y hasta en los zapatos de charol. Su madre, cursi donde las haya,
la viste de repollo en contraste con las demás niñas que llevan algún que otro
remiendo y alpargatas de cáñamo.
Cuando
Vicentita lleva a casa las notas su padre se pone furibundo contra la maestra
pues no tiene dudas de que la incompetente es ella, no su hija.
Todo
esto sucedía hacia el año 1922. Catorce años después, algo convulsionó a España
entera: sobrevino la terrible guerra civil. Caciques, militares rebeldes y
parte del Clero, se sublevaron contra la República y todo lo pusieron patas
arriba. Aquel pueblo no se libró del horror. Para Don Vicente llegaron tiempos
gloriosos: se alió con los sublevados y puso en práctica una serie de venganzas
por agravios que le corroían por dentro, pero que solo existían en su
imaginación. Destituyó a la Maestra, encarceló a un grupo de jóvenes porque
militaban en un sindicato afín a la República. Entre esos jóvenes estaba Toño
que ahora tenía dieciocho años. Antonio, con mucho respeto, intercedió por su
hijo y Don Vicente no solo no lo escuchó, sino que lo dejó sin trabajo. Los
falangistas, a las órdenes del cacique, cometieron grandes tropelías entre la
gente de bien, solo por ser simpatizantes de la República. Toño fue enviado a
un penal situado cerca de la capital de la provincia y a ella se fue toda su
familia. El padre encontró trabajo de peón de albañil, Isabel se puso a servir
y Juanito que tenía casi quince años, buscó trabajo como chico de los recados
en una tienda. Alquilaron una casa en las afueras en muy malas condiciones:
húmeda, desbaratada y llena de desconchones y goteras; Antonio, con gran
paciencia, fue echándole remiendos hasta que consiguió que fuera habitable.
Matilde, siempre resignada y disimulando sus dolencias, siguió atendiéndolos a
todos. Isabel que entonces tenía veinticinco años, renunció a las ilusiones
propias de su edad y entregaba su escaso sueldo a la madre.
Como
el destino es imprevisible, le jugó a Isabel una mala pasada: un día, yendo a
su trabajo, vio a Vicentita del brazo de un joven en lo alto de la calle. El
corazón le empezó a latir a Isabel descompasado y su primera intención fue
escabullirse por una calle transversal, pero Vicentita ya la había visto y con
una sonrisa triunfal, se acercaba a ella. Por la mente de Isabel pasó como un
rayo el recuerdo de su hermano encarcelado, de su padre humillado, de las
lágrimas derramadas en la escuela por culpa de aquella niñata orgullosa y
malcriada… Cuando Vicentita llegó a la altura de Isabel, haciendo acopio de una
hipocresía descomunal, le dijo: “¡Me alegro mucho de verte!” Isabel la miró de
un modo mitad despreciativo y mitad helador, dio un quiebro y se cambió de
acera, dejando a Vicentita desconcertada y con la sonrisa convertida en una
mueca.
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