Ya dije que iba al último, pero aquel ascensor no dejaba de subir.
Cuando me quedé solo, me relajé un poco y puse caras raras ante el espejo.
Seguí ascendiendo, sin hacer paradas, y sin que nadie se subiera o se bajara.
Por fin, algo preocupado, llegué a la última planta. Al abrirse la puerta, una
luz intensa me cegó. ¿Adónde había llegado? Me bajé, y deslumbrado por aquella
inmensa luminosidad, tropecé, y caí sobre el suelo. ¡Maldito escalón! Por su
culpa, me volvieron a bajar hasta el coche accidentado y me quedé sin conocer
aquel atractivo lugar. Poco después, me recogió una ambulancia.
Grupo de aficionados a la escritura y lectura que se reúnen en la Biblioteca Municipal de La Chana, Granada.
viernes, 24 de febrero de 2017
miércoles, 22 de febrero de 2017
Me alegro de verte
Autora: Paqui López Sanz
Sonríen mis manos inquietas al verte
Las miradas gastadas de los hombres te cubren
La piel se despierta con gritos ahogados
Las palabras de amor silenciosas te recorren
El desaliento desaparece
Yo, pertenezco al olvido,
El de madrugadas rotas de silencios
Tardes irredentas de tristezas
Noches de plomiza negrura
El vacío se abre a mis pies
Y tú, acendrado y místico,
Altivo y carcelero
Inmarcesible y etéreo
En el instante mismo en que mis ojos te atrapan
Comienza el mundo
Las lágrimas borbotean en cascadas
Despierta el deseo llenando los espacios
Las palabras se atropellan
Mírame, ¿Me reconoces rama de ese entretejido verde que es tu cuerpo?
O solo cobijas ausencias de una lejana memoria?
Búscame entre las miradas y yo saldré de mí para ir a tu encuentro
Siempre me alegro de verte.
lunes, 20 de febrero de 2017
Un saludo muy sincero
Autora: Pilar Sanjuán Nájera
Isabel,
a sus once años, es ya una vieja. Sus muchas obligaciones y responsabilidades
la han hecho madurar en plena infancia. Mientras las otras niñas juegan a la
comba, al pillar o a las casitas, ella mece a su hermanito, saca la cabra a
pastar o acarrea agua.
Matilde
está delicada de salud y bastante hace con limpiar la casa, ir a los recados
con Juanito en brazos y Toño agarrado a su delantal y cocinar para todos, casi
siempre gachas manchegas con harina de almortas o patatas en caldo.
Matilde
nunca tuvo una vida fácil. Hija sola, se quedó huérfana con nueve años, al
cargo de una tía que no la acogió por generosidad sino ante la perspectiva de
que le sirviera de chica para todo. Diez años soportó el genio endiablado de su
tía y su condición miserable. Afortunadamente, el carácter firme y la
sensibilidad de Matilde, no se quebraron.
A los
diecinueve años, dejó con alivio la casa de su tía para casarse con Antonio de
treinta, un hombre bueno y trabajador que sólo contaba con dos brazos
incansables, un trabajo precario y una casa modestísima en el campo, cerca del
pueblo; planta baja, el tejado a un agua; en el tejado, bajo el alero, un nido
de golondrinas y al lado de la casa una gran acacia. La vivienda tenía una
cocina, dos dormitorios pequeños, una cuadra y un corral; en la cuadra una
cabra y en el corral media docena de gallinas. A Matilde aquello le hubiera
parecido el palacio de un Marajá de haber sabido la existencia de los Marajás;
tan grandes eran sus deseos de tener una casa. Al poco tiempo la llenó de
geranios y enredaderas que la alegraron.
Al
año de casarse nació Isabel y luego Toño y Juanito.
Antonio
trabaja de mulero para Don Vicente, el cacique del pueblo, que para más “inri”,
también es alcalde. En aquel pequeño pueblo manchego ni una hoja se movía sin
el permiso de Don Vicente; es dueño de vidas y haciendas al estilo de los
señores de la edad media. Solo le falta “el derecho de pernada”, que
seguramente él no le hubiera hecho ascos, pero que su mujer, Doña Joaquina,
ricachona como él y con dos ovarios, no se lo hubiera permitido. Sabía la fama
de mujeriego de su consorte, que sin necesidad de espada ni lanza, había hecho
bastantes conquistas (de soltero, claro) ahora ella estaba siempre ojo avizor y
para evitar flaquezas y veleidades en él, contrataba a las criadas más feas y
contrahechas que podía encontrar, cosa no difícil en aquella época de miseria y
privaciones que quitaba el color de las mejillas e impedía el desarrollo
natural de los cuerpos.
Volvamos
a Antonio. Por un jornal irrisorio que apenas le permite dar de comer a la
familia, trabaja de sol a sol, los siete días de la semana. El amo, tranquiliza
su conciencia regalando a sus operarios por Navidad una garrafa de vino de su
cosecha (tiene grandes extensiones de viñedos) y un saquito de harina de
almortas. Aunque también cosecha cereales en abundancia, darles harina de trigo
le parece un despilfarro. Hay que aclarar que si algún año la decisión del
cielo es mandar un pedrisco que merma las cosechas, no hay regalo de Navidad,
aunque las trojes reventaran de grano por los sobrantes de años anteriores o
los toneles de la bodega estuvieran en plenitud. De todas maneras, aquel
reparto navideño, cuando tenía lugar, no es del agrado de Doña Joaquina, que lo
considera un derroche. “¿No ves que esas gentes son desagradecidas?” Dice para
enfriar los pocos entusiasmos de su marido a la hora de ser generoso.
Al
atardecer, llega Antonio del trabajo, se acerca al lebrillo del corral, se echa
agua a manotadas por la cara y el cuello, se seca y entra en la cocina, agarra
una silla y se sienta con aire de estar agotado. En todo el día sólo se ha
sentado veinte minutos para comer, o bien en el suelo o cuando hay suerte, en
una piedra. Una vez devorado lo que Matilde le ha puesto en la fiambrera, se
muere de ganas de fumar un cigarro, pero no hay tiempo. Así que al llegar a su
casa y acomodarse en la silla, saca la petaca, lía un cigarrillo de picadura,
lame la franja engomada del papel, enciende la yesca con el pedernal y le da al
cigarro una gran calada para que el humo invada hasta los lugares más
recónditos de sus pulmones. Todo esto lo hace con parsimonia, como un ritual.
Ha estado soñando todo el día con ese momento; echa la silla hacia atrás,
entrecierra los ojos y se entrega a una especie de éxtasis. Él no sabe del
peligro del humo en los pulmones y si ha oído algo, lo relega al terreno del
olvido. ¿Quién le va a prohibir el goce de un cigarro fumado en plenitud? Matilde
no lo incomoda contándole los pequeños acontecimientos del día: Toño se ha
hecho un chichón al caerse de la silla; Juanito tiene diarrea por tomar los
biberones con demasiada ansia. Isabel ha vuelto a llorar por las humillaciones
a que la somete en la escuela Vicentita, la hija del cacique y a ella, a
Matilde, le duele la espalda por el peso de Juanito cuando sale a los recados.
Antonio trae cada sábado las míseras pesetas de su jornal y las pone sobre la
mesa para que su mujer las administre. Matilde no puede reprimir un gesto
enfurruñado, pero pronto se pone a hacer apartaditos: esto para la tienda
(donde la cuenta siempre excede del dinero que entrega); esto para tabaco, esto
para el pan, un poquito para el cuaderno de Isabel y lo que queda, para el
pienso de la cabra y las gallinas. Matilde se ha graduado en remendar
calcetines, culeras y rodilleras en los pantalones de su marido, en echar
piezas en las sábanas o volver los cuellos de las camisas. Cuida con esmero la
ropa que llevaron al casamiento porque no ha vuelto a comprar otra igual.
Procura que la cabra y las gallinas coman sueltas fuera de la casa para ahorrar
pienso. La leche y los huevos le solucionan desayunos y cenas. Cuando está de
ánimos y hay sobrante de leche de huevos, hace algún postre para sorprender a
la familia. Antonio se da cuenta de todo esto y agradece tener una mujer tan
ahorrativa. Es muy parco en sus demostraciones de afecto. Nadie le ha enseñado
que un hombre puede llorar o mostrarse cariñoso sin perder un ápice de su hombría.
Cuando nacieron sus hijos, tenía allí, en los adentros, un gozo que casi le
hacía daño, por no saber echarlo fuera. Lo único que hizo en las tres ocasiones
fue pasar un dedo rudo y áspero por la mejilla del recién nacido y mirar a su
mujer con una ternura que le avergonzaba. Ella, cada vez que lo mira, piensa
que lo mejor que le ha ocurrido en la vida es haberse casado con un hombre tan
cabal.
En la
escuela del pueblo Doña Encarna es buena y comprensiva. Mantiene a raya a
Vicentita y le afea la risa cuando a veces, pocas veces, a Isabel le vence la
fatiga y el insomnio y se duerme un momento sobre el pupitre. Vicentita es
particularmente antipática y holgazana. Está muy pagada de sí misma por ser la
más rica del pueblo, la que lleva más lazos en su persona: en las trenzas, en
los vestidos y hasta en los zapatos de charol. Su madre, cursi donde las haya,
la viste de repollo en contraste con las demás niñas que llevan algún que otro
remiendo y alpargatas de cáñamo.
Cuando
Vicentita lleva a casa las notas su padre se pone furibundo contra la maestra
pues no tiene dudas de que la incompetente es ella, no su hija.
Todo
esto sucedía hacia el año 1922. Catorce años después, algo convulsionó a España
entera: sobrevino la terrible guerra civil. Caciques, militares rebeldes y
parte del Clero, se sublevaron contra la República y todo lo pusieron patas
arriba. Aquel pueblo no se libró del horror. Para Don Vicente llegaron tiempos
gloriosos: se alió con los sublevados y puso en práctica una serie de venganzas
por agravios que le corroían por dentro, pero que solo existían en su
imaginación. Destituyó a la Maestra, encarceló a un grupo de jóvenes porque
militaban en un sindicato afín a la República. Entre esos jóvenes estaba Toño
que ahora tenía dieciocho años. Antonio, con mucho respeto, intercedió por su
hijo y Don Vicente no solo no lo escuchó, sino que lo dejó sin trabajo. Los
falangistas, a las órdenes del cacique, cometieron grandes tropelías entre la
gente de bien, solo por ser simpatizantes de la República. Toño fue enviado a
un penal situado cerca de la capital de la provincia y a ella se fue toda su
familia. El padre encontró trabajo de peón de albañil, Isabel se puso a servir
y Juanito que tenía casi quince años, buscó trabajo como chico de los recados
en una tienda. Alquilaron una casa en las afueras en muy malas condiciones:
húmeda, desbaratada y llena de desconchones y goteras; Antonio, con gran
paciencia, fue echándole remiendos hasta que consiguió que fuera habitable.
Matilde, siempre resignada y disimulando sus dolencias, siguió atendiéndolos a
todos. Isabel que entonces tenía veinticinco años, renunció a las ilusiones
propias de su edad y entregaba su escaso sueldo a la madre.
Como
el destino es imprevisible, le jugó a Isabel una mala pasada: un día, yendo a
su trabajo, vio a Vicentita del brazo de un joven en lo alto de la calle. El
corazón le empezó a latir a Isabel descompasado y su primera intención fue
escabullirse por una calle transversal, pero Vicentita ya la había visto y con
una sonrisa triunfal, se acercaba a ella. Por la mente de Isabel pasó como un
rayo el recuerdo de su hermano encarcelado, de su padre humillado, de las
lágrimas derramadas en la escuela por culpa de aquella niñata orgullosa y
malcriada… Cuando Vicentita llegó a la altura de Isabel, haciendo acopio de una
hipocresía descomunal, le dijo: “¡Me alegro mucho de verte!” Isabel la miró de
un modo mitad despreciativo y mitad helador, dio un quiebro y se cambió de
acera, dejando a Vicentita desconcertada y con la sonrisa convertida en una
mueca.
martes, 31 de enero de 2017
Buscando la calma
Autora: Paqui López Sanz
Miro al vacio buscando historias, el
papel en blanco me desasosiega. Tengo especial interés en que el
lápiz cobre vida, los sentimientos fluyan y las emociones se mezclen con
acierto.
Que las palabras se desparramen
sobre el papel y que hagan de buenas anfitrionas en esta tarde de relatos.
Que las ideas caminen solas, que
paseen la alegría y la calma, el egoísmo y el deseo por los rincones.
Que las letras dancen al son de la
mejor melodía.
Que los pensamientos crezcan en la
misma dirección y conformen un carnaval de aventuras.
Que vuelen los sonidos y salten las
grafías, que bailen juntas y se enamoren, que amanezca nevado de historias.
Que galopen sobre la cama las
frases, que se amen y mezclen entonando melodías poéticas, que los ojos le den
los buenos días al mundo.
Que los textos siembren el suelo de
la habitación, que los personajes florezcan y se regocijen en la luz.
Que las historias avancen llenas de
vidas nuevas y sensaciones infinitas.
Que por fin se abra el telón, que la indiferencia muera y que las sonrisas aparezcan; ese es el instante en el que una profunda calma inundaría mi alma.
Que por fin se abra el telón, que la indiferencia muera y que las sonrisas aparezcan; ese es el instante en el que una profunda calma inundaría mi alma.
domingo, 29 de enero de 2017
No lo volveré a hacer más
Autor: Antonio Cobos Ruz
Una intensa calma invadió mi alma cuando comprendí que todo
esfuerzo sería inútil, que no podría evitar lo que se me vendría encima, que no
había estado en mis manos haber previsto ese problema, y que no existía ninguna
salida que yo pudiera vislumbrar. No
podía hacer que el tiempo marchase para atrás y me quedó claro, que tendría que
recurrir a alguien ajeno a mi para intentar hallar una posible solución a aquel
conflicto.
Continué sentado donde estaba y me sorprendió a mi mismo aquella
sensación de paz que me embargó de los pies a la cabeza al concentrarme en mis
respiraciones amplias y profundas, y al tener solamente puesta la conciencia en
cómo mis pulmones se hinchaban y se encogían, inhalando y expulsando todo el aire
que era capaz de controlar. Cerré los ojos, mantuve la espalda recta, y no sé
cuanto tiempo permanecí así. Pasaron ante mi todos los momentos más importantes
de mi vida: el día de mi graduación profesional con la obtención del premio fin
de carrera de mi promoción, la excursión universitaria en la que conocí a mi bella
y sensual esposa, sin saber que era la única hija de un alto magnate chino,
nuestra larga y romántica luna de miel dándole la vuelta al mundo, la elegancia
de nuestros hijos de ojos rasgados tan cariñosos y responsables; después
vinieron la embajada y los negocios familiares, y tanta y tantas cosas…
En fin, una multitud de experiencias, tan diversas y tan hermosas,
que me pareció una presunción presentarlas todas juntas
en tan poco tiempo. ¡Qué lástima que todo aquel compendio de historias de buena
suerte se disipara de golpe, tras ese error, tras ese momento oscuro, tras ese
paso negativo, tras esa circunstancia de índole fatal! ¿Estaría en las puertas
de la muerte? – me preguntaba a mi mismo.
Y concentrado en la respiración y los recuerdos, me quedé
profundamente dormido para encontrarme que, al despertar, no sé cuanto tiempo
después, continuaba sentado en la misma posición y en el mismo sitio que antes.
Nadie había acudido a ayudarme y tendría, yo solo, que solucionarlo todo . Pero,
antes de ponerme en marcha, me prometí una y mil veces, en un esfuerzo de
constricción y arrepentimiento, que habiendo alcanzado ya los noventa años de
edad, no volvería a coger a escondidas las llaves del coche nuevo de mi hijo, y
sobre todo, me juré y perjuré no cometer una nueva tropelía, después de
habérselo abollado de aquella mala manera, sin posible disimulo, metiéndome de
lleno en un árbol que habían plantado en un lugar equivocado de la carretera.
No sabéis, lo que se enfadó mi hijo.
Dos apestados en la mesa de Navidad
Autora: Elena Casanova Dengra
― ¡No, no es posible! ¿Qué me
estás diciendo?
― Lo que oyes, Mari Trini, que
los primos del pueblo se quedan a cenar con nosotros.
― Venga hermana ―respondió Mari
Trini mientras medía la distancia entre las copas y los platos dispuestos en
una larga mesa― hoy no es el día de los inocentes.
― Papá ha insistido para que
se queden a cenar, convenciéndolos de lo peligroso que es volverse al pueblo
después de la nieve que ha caído.
― Y el viejo este, no podía
haberse callado la boca y morirse de una vez. No sé a qué espera. Lleva cinco
meses en la cama pero no tiene prisa por marcharse. A esa que lo atiende se le
está quedando cara de acelga por estar tanto tiempo encerrada entre las cuatro
paredes de su dormitorio atendiéndolo día y noche.
― ¡Mari Trini! ― le reprobó Pepita―
¡no hables tan fuerte que te van a oír las chicas del servicio!
― Me importa una mierda lo que
piensen ese par de papagayos chismosos.
Mari Trini, con una agitación
frenética, removió platos, copas y
cubiertos sobre la mesa hasta conseguir un hueco para dos comensales más.
― Y ahora Pepita- la cara de Mari Trini lucía tan roja como los pimientos de piquillo- al lado de quién siento yo a estos dos campesinos
que huelen a vacas y estiércol. ¿De Javier? ¿De Elvira? Por dios dejaríamos
cerrada para siempre la puerta a sus excelentes y privilegiados contactos. De qué van a hablar
estos dos desmayados con un senador y
una diputada, ¡oh señor!
― Pero Mari Trini, son
socialistas y ellos entienden de clase obrera ―declaró con una mueca
entusiasta la hermana.
― ¡Calla Pepita y no seas
absurda! Socialistas, socialistas… esos ya no existen. Son personas con una
clase y no se merecen estar con el vulgo en una noche tan importante y en mi
casa. ¡Ay! ¿Qué vamos a hacer?
― Y con el obispo, él y la
iglesia, la iglesia y los pobres…
― ¿Con el obispo? Ese se pasa
media noche catando y disfrutando nuestros
vinos para pasar a recitar en estado casi místico todas las virtudes de los
líquidos que han ido deslizándose por su
esófago. Que si el aroma complejo y elegante, que si en la boca es cálido y goloso, de equilibrada
acidez con notas balsámicas de madera
perfectamente integradas en el conjunto del vino… ¿Tú crees que este par de catetos
se van a enterar de algo?
― Estoy pensando en Rafaela y
Antonio, están sordos como tapias y no se van a enterar de nada de lo que se
diga en toda la noche.
― ¿Tú estás loca o chiflada?
Rafaela es la señora más elegante de esta ciudad y él, todo un intelectual, por
poco que oigan esos dos… Están también
las fotos. ¡Qué horror! ―Mari Trini se echó sus manos a la cara cubriéndose los
ojos y negando categóricamente con la cabeza. ― ¡No, no, no! No puede ser,
mañana seremos el hazmerreír de todos nuestros amigos y conocidos.
Pepita la miraba con cara de
asombro y no sabía muy bien cómo reaccionar ante estos pequeños ataques de ira
de su hermana, solo se atrevió a balbucear un «qué pasa».
― ¿Qué pasa, qué pasa…? Marita,
Carmen, Desi… y tantas otras. Mañana estaré en boca de todas esas zorras diviertiéndose a mi costa y colgada en las
redes sociales dando vueltas como una peonza, imagínate.
― ¿Por qué…?
― Las fotos, las malditas fotos.
Tus sobrinas y todos los demás se pasarán media noche con los móviles haciendo
un reportaje pormenorizado de todos los detalles de la cena. ¡Dios mío, papá,
hasta el día que te mueras vas a estar dando quebraderos de cabeza a tu
familia! Me he pasado casi un mes preparando esta cena para que a última hora me
encuentre con este par de marrones.
― Hermana, ¿Te has fijado en el vestido
de la prima?
― Cómo no me iba a fijar en la vulgaridad
de ese trapo, en los zapatos de mercadillo y su pelo escardado que apesta a
laca barata. Para no fijarse…
― ¿Y en el color de los
calcetines de él? ― aulló casi divertida Pepita al recordar el contraste entre el
blanco inmaculado de sus calcetines y el marrón oscuro de sus zapatos.
― Hay que hacer algo y pronto.
Llama rápidamente a Lucia, que venga con todos sus útiles de costura y haga
algún milagro con alguno de nuestros vestidos para ella y con un traje de
chaqueta de papá para él. No voy a permitir tener a dos ordinarios con pinta de
cazurros en mi mesa. Y llama a Carmen, la peluquera. Si alguna de ellas pone
pegas las amenazas con quitarles los alquileres y clientes de sus negocios. Pondremos
a los primos a nuestro lado en la mesa y seremos nosotras quienes nos
sacrifiquemos, qué le vamos a hacer. ¡Maldito papá, maldito!
En ese momento se oyeron voces y
pisadas nerviosas que procedían del piso de arriba. Luisa, la médica, había
venido a reconocer al enfermo, bajó deprisa las escaleras y presentándose en el
comedor les dijo que su padre acababa de fallecer.
Mari Trini y Pepita se miraron
con cierta perplejidad y, aunque era una noticia que esperaban hacía tiempo, no
creían que sucediera el día de nochebuena. Despidiendo con celeridad a la
médica y antes de tomar cualquier iniciativa, cogieron sus teléfonos móviles
para avisar a su media docena de invitados de la cancelación de la cena por la inoportuna
y tristísima muerte del padre. Cuando apagó su móvil, Mari Trini, lentamente y con una intensa paz
en el alma, abandonó el comedor pensando:
“te has portado papá, por una vez en tu vida, te has portado”
miércoles, 25 de enero de 2017
Mi padre
Autora: Pilar Sanjuán Nájera
El faro, situado en un acantilado,
sobre un promontorio alto y escarpado, era visible desde 90 km a la redonda.
Aquel mar, particularmente bravío, mostraba sus malos modos en forma de
tormentas, galernas y temporales, que eran famosos en toda la región. Por eso
el faro atendido por mi padre y anteriormente por mi abuelo, había salvado
muchas vidas. Tenía una situación estratégica, allí en lo alto, poderoso y
enhiesto. Yo, desde pequeño, aprendí a mirarlo con admiración y respeto.
Desde su base, había que subir 250
escalones, de día iluminados por las pequeñas ventanas abiertas en el torreón y
de noche, con linterna. Mi padre es fuerte, fibroso, y sube los escalones con
facilidad. Lleva 30 años en el oficio, desde los 22, cuando sustituyó a mi
abuelo. Yo seré el sustituto de mi padre, porque me apasiona su trabajo y desde
bien pequeño me ha ido iniciando en él. El panorama desde la terraza circular
en todo lo alto es grandioso: por la izquierda, la costa acantilada se extiende
hasta el horizonte, con entrantes, salientes y bruma al final. A la derecha, el
mar inmenso y a la espalda, las cadenas montañosas y los vallecitos verdes y
tranquilos.
Cuando se desencadena una fuerte
tormenta, olas de más de 30 metros azotan la base del faro. Por la noche, los barcos
a la deriva, zarandeados por el temporal, tienen en aquella luz su salvación.
En efecto, llegan maltrechos hasta ella y se refugian en el recodo que hay a su
derecha, donde una lengua de tierra se interna en el mar formando un rompeolas
natural, con una pequeña ensenada de aguas tranquilas y sosegadas; nada que ver
con lo que sucede un poco más afuera. En aquella ensenada está el puerto y
detrás, el pueblo que se recuesta en la falda de un monte, cara al océano
impetuoso, pero preservado de sus embates. Tiene unos 12.000 habitantes. Las
gentes, contagiadas de aquella quietud, son pacíficas y solidarias. Esta
solidaridad es común en los que viven cerca de costas acantiladas, propensas a
accidentes marítimos: naufragios, pescadores que zozobran en sus pequeñas
embarcaciones, barcos que no pueden dominar las olas y se estrellan contra las
rocas, etc.
Quiero hablar ahora de mi padre, por
el que siento un cariño sin límites. Es tímido y por ello le cuesta mostrar sus
afectos, pero yo sé que en el fondo es tierno y sensible. Me lo demuestra en
pequeños detalles: cuando me coge de la mano para subir los 250 escalones del
faro; cuando arriba me asomo a la terraza y noto sus manos protectoras sobre
mis hombros. También cuando yo era muy pequeño y entraba en mi habitación y creyéndome dormido, me tapaba
cuidadosamente. Mi madre, en cambio, siempre fue fría, nunca recibí una caricia
ni una muestra de afecto de ella.
Mi padre y yo vivimos solos. Cuando
yo tenía 8 años, mi madre nos abandonó. Decía que aquella vida de pueblo, con
un marido que pasaba más horas atendiendo al faro que en casa, le era
insoportable. Nunca he podido entender cómo se puede abandonar a un hijo de tan
tierna edad. Las ausencias, cada vez más prolongadas de mi padre, he
comprendido después que bien pudieran obedecer al poco calor de hogar que
encontraba en la casa. De todas formas, el abandono de mi madre nos hizo mucho
daño. Mi padre se volvió huraño y no quería contacto con nadie. Se volcó en mi
cuidado, aprendió a cocinar y pasaba más tiempo en la casa. Al salir de la
escuela, me llevaba al faro, contemplábamos el panorama, que a él le
entusiasmaba, y dentro, me ayudaba a hacer los deberes y me enseñaba mil cosas
sobre el mantenimiento del faro. De mi madre, nunca supimos nada, así que poco
a poco, aquella herida se fue cerrando.
Vivíamos en la última casa del pueblo, junto a la empinadísima senda que
en zigzag subía hasta el faro, distante algo más de 1 km. También se accedía
por carretera, cuyo trayecto era más cómodo pero mucho más largo. Los días de
tormenta y vendaval, subir por la senda tenía algo de heroico, azotados por la
lluvia y el viento, que hacían la ascensión verdaderamente difícil.
Cuando yo tenía 14 años, una tarde,
ya anocheciendo, estudiaba en mi cuarto de trabajo, desde cuyo ventanal se
veía, allá lejos, en lo alto, el faro. De pronto noté como un fogonazo - había
una gran tormenta - y vi claramente cómo caía un rayo sobre él. De inmediato se
apagó su luz, la de nuestra casa y la de otras del pueblo. Me quedé unos
segundos aturdido, pero reaccioné rápido. Mi padre estaba allí arriba, ¿qué
habría pasado? Busqué a tientas un impermeable y una linterna y empecé a subir
la cuesta. La oscuridad era absoluta; sólo los relámpagos me iluminaban el
camino. Me costó llegar arriba porque el viento hacía casi imposible la subida.
Penetré en el faro y ascendí con ayuda de la linterna los 250 escalones. Arriba
estaba todo oscuro. El rayo había desconectado los aparatos eléctricos. Los
conecté como pude y el faro empezó a lucir. Busqué a mi padre y lo vi al otro
lado de la plataforma, en el suelo. Sin duda, la descarga lo había despedido.
Le palpé el corazón y le latía débilmente. El teléfono no había sufrido
desperfectos y llamé al hospital. Media hora más tarde, una ambulancia nos
trasladó hasta allá. Mientras atendían a mi padre, me derrumbé en un banco de
la sala de espera, angustiado. Por fin salió un médico y me tranquilizó:
- Tu padre está fuera de peligro. Ha
recibido una descarga, pero su corazón es fuerte y en unos días podrá volver a
su trabajo.
Nos enviaron a casa y lo cuidé hasta que se encontró con fuerzas para
seguir con su rutina.
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Han pasado 18 años desde el accidente
de mi padre. Me he casado y tengo dos hijos de 3 y 4 años. He formado una
familia con mi mujer, mis hijos, mi padre y yo. Él, por fin tiene calor de
hogar. Oigo las risas de mis hijos jugando sobre la moqueta del salón. Yo cuido
el mantenimiento del faro, cosa que me entusiasma. Tengo muchos conocimientos
de electrónica, que me ayudan en este trabajo.
Se ha hecho de noche. Mi padre, como
siempre, sienta a los niños sobre sus rodillas, frente a la chimenea, y les
cuenta historias sobre el faro. Esta noche toca lo que le ocurrió cuando era
pequeño como ellos; estaba dentro del faro con su padre - mi abuelo - y los
ametrallaron creyendo que hacían señales a los alemanes. Fuera llueve y el
viento lanza ráfagas de lluvia contra los cristales. El salón está en penumbra;
las llamas de la chimenea iluminan los ojos muy abiertos de los niños, que
miran como hipnotizados a su abuelo. Mi mujer, que hace punto, deja de tejer y
escucha atentamente a mi padre. Hay como una magia en el ambiente. Yo siento
una emoción tan honda, que tengo miedo de romper aquella especie de
encantamiento y poquito a poco, me voy retirando y entro en el cuarto de
trabajo de toda la vida. Me acerco al ventanal. Los destellos del faro, al
girar, llegan hasta mi cara. Me doy cuenta de este presente tan apacible y una
calma intensa va invadiendo mi alma.
Una paz invadió mi alma
Autora: Rafi Castro
Aunque esta historia hace ya muchos años que sucedió, yo entonces
tendrías unos doce o trece años. Mi
madre trabajaba en la recolecta de aceituna y a mí me dejaba al cuidado de mi
único hermano que entonces tendría tres añitos.
Un día se quedó en el patio de los vecinos jugando. Cuando me
acerqué a recogerlo, uno de los vecinos me dijo que allí ya no estaba y que lo habían visto correr por
un camino que llegaba a un prado en el cual pastaban las ovejas y las cabras de
aquel cortijo. A mi hermano le encantaban los animales, pero lo más grave era
que en aquel prado había un pozo descubierto. Cuando llegué lo busqué por todas partes, detrás de los árboles, de
las piedras grandes, etc. No lo
encontré, después de tanto buscarlo caí de rodillas llorando a la vez que
rezaba pidiéndole a Dios que a mi hermano no le hubiese pasado nada; yo no podía evitar pensar que había caído al pozo.
Cuando los vecinos me vieron tan
angustiada me llamaron para decirme que era una broma, que el niño cuando estaba
en el patio se quedó dormido y lo acostaron en una cama. En aquel momento sentí
rabia por la mentira y broma de mal gusto, pero al ver la carita de mi hermano
una paz interior invadió mi alma.
Sonó el teléfono
Autor: Antonio Méndez Vargas
Sonó el teléfono; amanecía. Contestó a la llamada
y su corazón acelerado le impedía realizar movimientos certeros que pusieran en
orden su cabeza. El padre de aquel muchacho había entrado en fase terminal. La
voz de aquel teléfono, sosegada, educada, pero determinante, le invitaba a
acudir a la unidad de vigilancia intensiva, para acompañar al enfermo en su momento
más sublime. Intranquilo por la distancia que los separaba y absorto durante el
camino, repetía incansablemente las tan conocidas palabras de Teresa de Jesús:
"Nada
te turbe, nada te espante, todo pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo
alcanza, a quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta."
Deseaba estar al lado de aquel hombre que tanto había
sacrificado en su vida, como lo había estado siempre desde que era pequeño.
Pablo Neruda decía:
"Tiene
mi corazón un llanto de princesa, olvidada en el fondo de un palacio
desierto".
Entró en aquella habitación y acercándose sin
protocolo alguno, lo besó. Susurrándole al oído palabras cariñosas, entrecortadas,
por la lucha que su garganta mantenía con su mente, observaba que el tiempo
apremiaba y que se despedía como el elegante apagar de una vela.
Pero una profunda paz fue invadiendo su alma. Había
comenzado a tocar, a acariciar, incluso a fijar su mirada en ella; la muerte hacia
su entrada en aquella estancia. Aquel joven anhelaba registrar todo el proceso
de una vida en tan solo unos escasos minutos como queriéndole ofrecer, en una
bandeja, todo lo que aquel moribundo, había logrado alcanzar. No pudo.
Pero una profunda paz invadió su alma.
Los ritmos cardíacos que se anunciaban en aquella
maquina, fueron siendo sustituidos por un sonido constante, eterno, que avisaba
el desenlace.
En aquella preciosa mañana de julio, la muerte
acompañaba a aquel joven al rezo del ángelus, que como fragancia preciosísima, inundó
el habitáculo con su oración, haciendo que su padre le regalara un último
obsequio. En palabras de Roberto Hernan:
Pediré a
las nubes tres deseos y
haré con
ellos una estrella, le pondré tu nombre a mis versos,
y tu carita
de luna llena, será la brillante estrella que alumbre en mi firmamento,
y para no
olvidarte nunca, ni siquiera un momento."
Y una
profunda paz invadió su alma.
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