Grupo de aficionados a la escritura y lectura que se reúnen en la Biblioteca Municipal de La Chana, Granada.
martes, 15 de mayo de 2012
Recuerdos
lunes, 14 de mayo de 2012
La tía Fidela
Era una tarde de julio y esperaba en la estación de autobuses la llegada de mi tía Fidela. La había invitado a pasar unos días en mi casa, porque la última vez que estuve en el pueblo ella me dijo que estaría encantada de hacernos una visita a Bruno y a mí. Confidencialmente me confesó que sentía cierto interés por comprobar cómo sería la vida en pareja entre dos hombres. En vez de molestarme, sonreí por este comentario tan fresco e inocente. Nunca he pensado que mi tía se sintiera atraída por una curiosidad morbosa, solo que ella es así de clara y siempre lo ha sido en todos los aspectos de su vida. Aún siento cierta emoción al recordar que fue la única de mi familia que me felicitó de corazón cuando anuncié mi boda con Bruno.
La tía Fidela bajó del autobús con alguna dificultad. Parecía contrariada y, con un gesto malhumorado, sus ojos no se despegaban del hombre menudo y algo desaliñado que iba delante de ella. Al acercarme, masculló algunos improperios contra esta persona. Traté de calmarla y preguntarle el porqué de su enfado.
— Ese hombre que no ha parado de roncar en todo el viaje. Mi siesta es sagrada y cuando estaba casi dormida con la cabeza echada en mi almohadón, el soniquete martilleante que salía de su boca no me ha dejado ni cerrar los ojos y, para colmo, va el muy zoquete y se desabrocha el cinturón, ¡será guarro el tío! y, no contento con esto, se quita los zapatos, con un tufo tan insoportable que he tenido que rociarle los pies con la colonia que llevo en el bolso.
Después de recoger la maleta, y olvidadas las incidencias del viaje, me imprimió una retahíla de besos y me urgió a salir de la estación para poder saludar a Bruno, al que tenía muchísimas ganas de ver.
— Pero bueno… ¡qué casa más limpia tenéis! Más que algunas de esas que están todo el día dándole al pico y criticando a unos y a otros y… ¡qué bien huele!— fue lo primero que dijo al entrar en el piso que compartimos Bruno y yo. Después de darle dos buenos achuchones a mi pareja, observaba con curiosidad todos los detalles decorativos de la casa asombrándose de nuestro buen gusto. Se maravilló cuando vio un juego de café que había pertenecido a su abuela que dominaba la parte central de una vitrina del salón, obsequio que nos hizo al enterarse de nuestra futura unión.
— ¿Cómo habéis colocado este viejo juego de café en un mueble tan moderno? – y sin embargo una enorme sonrisa dejó entrever su cara de satisfacción.
Bruno preparó una cena frugal pensando, sobre todo, en mi tía. Rayando los ochenta no debía de ingerir demasiada comida por la noche. Cual fue nuestra sorpresa cuando sacó de su maleta una bolsa con embutidos del pueblo y, colocándolos primorosamente en un plato, nos invitó a probarlos y ella también disfrutó del festín. Le insistimos varias veces que quizás no era conveniente una comida tan pesada por la noche, pero ella poco caso nos hizo diciendo:
— Vamos a ver, si desde que me tomo esos protectores que me receta el médico, mi estómago lo resiste todo, además si me tienen atiborrada de pastillas, ¿qué daño me pueden hacer estas delicias?
No se equivocaba. Acomodada en el sofá después de la cena, se quedó completamente dormida y cuando la mandamos a la cama a media noche, siguió durmiendo hasta la mañana siguiente, siendo testigos fieles a causa de nuestra indigestión que no nos dejó dormir.
Vino para una semana, pero encantada con el ambiente de la playa, orgullosa y útil por todos los cuidados que nos prodigaba decidió quedarse con nosotros un mes. Con ella nuestra vida cambió de forma significativa.
Nos acostumbramos a sus guisos caseros bien condimentados que con tanto mimo nos tenía preparados a mediodía cuando llegábamos del trabajo. A nuestros calcetines y calzoncillos primorosamente planchados y lavados a mano porque pensaba que la lavadora los estropeaba, a las novelas televisivas, a sus siestas en el sofá, a su rosario en la mesita de noche y a sus visitas los domingos a la iglesia.
Casi todas las tardes la llevábamos a la playa. Quisimos comprarle un bañador nuevo porque el suyo estaba un poco desteñido y con la tela gastada, pero fue imposible convencerla alegando que había sido un regalo de su marido la primera vez que visitó el mar, y no quería deshacerse de él bajo ningún concepto. El bañador antediluviano de la tía hizo gentes en la playa junto con las tiras del sujetador que asomaban debajo de la prenda, porque ella no concebía ir sin su ropa interior bajo el traje de baño.
Algunas tardes la llevábamos de compras. A la tía le gustaba sobre todo la ropa e hizo acopio de un arsenal de prendas de vestir, que nunca encontraría en el pueblo. Pensaba que con tantos compromisos y salidas necesitaba tener un buen armario. Para ella era inconcebible salir a la calle sin un toque de color en sus labios y mejillas. Nos divertía toda esa coquetería.
Un día nos dijo que sentía verdadera debilidad por Rocío Jurado. Le regalamos parte de su discografía y nos hicimos verdaderos expertos de la copla, género que apenas conocíamos. Cenábamos casi todas las noches fuera, porque cada vez que lo hacíamos en casa tenía la costumbre de sacar los embutidos del pueblo, y no nos atrevíamos a quitarle la ilusión con la que nos los ofrecía, pero nuestro estómago no estaba hecho de la misma madera que el suyo. Nuestras costumbres alimenticias rozaban lo monástico. Y con ella disfrutábamos también de sus interminables, y a veces extravagantes, historias de otro tiempo.
Cuando llegó el día de su partida, al decirle adiós, sentimos un enorme vacío en nuestro espíritu, aunque eso sí, nuestra tripa había aumentado un par de tallas. Y nunca olvidaré sus palabras al despedirme de ella:
— Javier has hecho una buena elección, Bruno es el mejor de los maridos.
Le prometimos que volvería al año siguiente.